Ciclistas, atletas, patinadores y paseantes de la capital colombiana tienen una cita infaltable desde hace 50 años: la ciclovía de los domingos y festivos,...
- 12/06/2022 00:00
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En esta versión de Facetas, entrevistamos a Jhafis Quintero (Panamá, 1973). Artista plástico y escritor. Su práctica artística surge de sus experiencias personales en el mundo carcelario, el silencio, la inseguridad, pero también la imaginación y la creatividad dirigidas a encontrar medios de supervivencia. Ha realizado exposiciones personales y colectivas en museos de Nueva York, Texas, Madrid, Londres, Barcelona, Estambul, Brasil, Argentina y Tazmania, entre otros, y su trabajo forma parte de colecciones privadas como Daros (Suiza), Cisneros o el Centro Nacional de Bellas Artes de París. Es autor de Máximas de seguridad, Los dueños del mundo y La casa de los Geckos.
El Panamá que habitó en mi memoria ya no existe en la vida real, se ha convertido en un lugar al que nunca termino de volver. Cada vez que regreso, la arquitectura ya no es la misma, los habitantes del barrio y de la esquina del bar del chinito tampoco son los mismos. En ese tejido urbano algunos procesos naturales como la muerte se ven acelerados. En mi casa (por así decir, porque no he vivido ahí por más de 30 años) el tiempo y la distancia han creado brechas y han hecho de mí un extraño con el mismo tipo de sangre. Veo a mi madre y mis hermanos fatigar mientras buscan en sus recuerdos experiencias que me incluyan y siempre terminamos regresando a la infancia como único refugio en común. Yo me nutro de ese Panamá emocional porque es una de las pocas constantes en mi vida. La otra constante en mi vida son los cambios a pesar de lo paradojal que esto pueda sonar. A veces me veo como un arqueólogo que excava en sus propios recuerdos para resignificarlos desde el presente. En una visita que hice a Panamá me encontré con una amiga que venía caminando agitada en la dirección opuesta, le pregunté qué le pasaba y me dijo que venía de ver a su madre, que ahora le da por desnudarse en público y que además se le olvidan las cosas. Me quedé pensando por mucho tiempo en esas palabras, ella tal vez sin saberlo había desacralizado el alzhéimer transformándolo en solo una situación familiar incómoda, e imagino que Camus se habrá equivocado al decir que a la peste solo se le vence llamándola por su nombre. A Panamá, mi tierra natal, la veo como una nación capaz de reinventarse cada vez que sea necesario para alcanzar sus objetivos como nación y más importante aún, como sociedad, la Panamá emocional es otra cosa. A esa la veo como una imagen breve y borrosa que se repite a alta velocidad infinitamente.
En realidad, y a pesar de las estadísticas, fue ahí en prisión donde conocí a Haru Wells, una artista que había recorrido el mundo y ya de regreso buscaba la esencia de las cosas, se había propuesto demostrar que el arte es la solución para el crimen, ella me ayudaría a crear mi futura identidad, la de artista. Si he llegado hasta aquí fue gracias a Haru Wells (R. I. P.). La primera vez que supe de Haru Wells fue en la unidad de admisión de San Sebastián, a través de la conversación entre dos jóvenes compañeros de celda que entraron hablando de una mujer extraordinaria, japonesa con acento argentino que había vivido por mucho tiempo entre New York y Londres. Decían que ella les enseñaría a ser “pilotos”. Yo era un joven panameño de 19 años en posesión de una sentencia un año mayor que yo, veinte años de dura condena (20 años penitenciarios se cumplen con 13 años calendario). En ese estado de apatía son pocas las cosas que te pueden impresionar. Pero Haru Wells impresionaba a todos por igual. Su energía, su determinación y fuerza de voluntad eran maravillosos. No he conocido persona con los músculos emocionales como los de Haru. La verdad es que nadie ahí dentro volvió a ser el mismo después de conocerla. Han pasado 20 años desde que nos encontramos en la prisión más grande de Costa Rica, La Reforma - un eufemismo para un sitio que normalmente iba en sentido totalmente opuesto al nombre que tiene. Ella me sustrajo de un sitio donde yo estaba siendo reciclado, masificado y finalmente anulado como individuo. Haru nos enseñó a resignificarnos. A mí y a todos los chicos que tuvieron la fortuna de conocerla, nos ayudó a escapar de la verdadera prisión: “la institucionalización”. Ese ciclo infinito de entradas y salidas al que los presos, por no ser ya capaces de reconocernos a nosotros mismos en otros contextos, terminamos siempre por regresar al único sitio que nos resulta familiar. Su felicidad era poder ayudar a desarrollar el potencial de cada joven transgresor y ayudarlo a sustituir el medio con el cual nutríamos esa condición natural que algunos seres llevamos desde que nacemos. Ella nos enseñó que el arte es el sustituto más efectivo del crimen. Evitaba los sentimientos de redención descafeinados y las políticas “violentamente positivas”. Haru prefería la verdadera revolución que se lleva a cabo en silencio. Ella nos enseñó sobre todo a organizar las ideas sin daños a segundos o terceros. Ninguno de sus chicos, como nos llamó siempre, regresó a la prisión. Cambió la vida de policías, presos, funcionarios y jueces. Haru estremeció con su voluntad de acero las bases del sistema penitenciario en Costa Rica. Hoy yo soy la mejor versión posible de mí mismo como individuo y como artista, y fue gracias a Haru, al mostrarme el camino. Los dos muchachos compañeros de celda que al inicio de esta maravillosa historia pensaron que “el plan piloto” de Haru Wells significaba que les enseñaría a manejar aviones, no se equivocaron después de todo. Haru Wells nos enseñó a volar.
No solo he vivido en diferentes sociedades y culturas, también en contextos muy diferentes. Esto ha modificado temas esenciales en mí como la concepción del tiempo. En prisión el tiempo pierde su relatividad y adquiere un estatus de sujeto. Habitar los mismos muros, del mismo color dominante, los mismos sabores porque la comida es siempre la misma, los mismos vecinos y las mismas dinámicas, somete a la persona a una repetición absoluta, eso afecta la percepción que uno tiene del tiempo porque es un tema psicológico y se termina viviendo una eternidad todos los días. Ahí dentro, la frase popular “matar el tiempo” adquiere otro sentido. Ahora vivo en Europa, lo que me ha llevado una vez más a reconcebir el tiempo, no solo como un sujeto que vivió en el mismo día durante diez años, también como centroamericano acostumbrado a vivir bajo el mismo sol todo el año. Aquí el tiempo está fragmentado por las estaciones del año y cada estación necesita ajustes, la luz del sol no es la misma, ni la temperatura, tampoco lo son los sentimientos con los que las enfrentamos. Luego está el tema de la zona horaria, que en términos prácticos quiere decir que vivo siete horas en el futuro con respecto a la mayoría de mis seres queridos. Mi hermano Shaid Quintero todavía no se acostumbra a la diferencia horaria y sigue llamándome de madrugada, aquí en Europa, mientras almuerza allá en La Chorrera. He tenido que modificarme en cada contexto que he vivido para comunicarme de manera efectiva. En prisión la comunicación, como todo lo que ahí ocurre, es vital, lenguajes de señas, códigos morse improvisados todo lo que ocurra hacer para mantener fuera de la conversación oídos no invitados. En Holanda hablé inglés por cinco años y tuve que transmitir sentimientos, ideas, y pensamientos con una lengua ajena, para nada conectada con mi ser interno. Por cinco años sostuve conversaciones “intelectuales” sin que eso fuera una virtud, porque en realidad las palabras solo estaban conectadas al cerebro y difícilmente a los sentimientos. Luego viví otros cinco años en Verona, Italia, y otra vez tuve que modificarme para establecer una comunicación efectiva con el italiano que además es una cultura que puede llegar a ser excesiva con los eufemismos. Un día me levanté con nostalgia de Panamá y decidí hacerme un desayuno panameño con patacones y huevos fritos, así que me fui al supermercado a buscar plátanos verdes. Pasé un buen rato dando vueltas y finalmente los encontré en la sección de productos exóticos junto a las hojas de coca molida provenientes del Perú; los llaman bananas étnicas. Para un panameño que se levanta una mañana de sábado y por un tema emocional decide reproducir un desayuno nacional a 12.000 kilómetros de distancia y terminar desayunando patacones étnicos, no es una cosa fácil. Digamos que vivir de esta manera me ha permitido adquirir una visión cenital de mí y de mi trabajo. Como artista he aprendido a asistirme de disciplinas distintas dentro del arte justo como los idiomas con los que tengo que comunicarme aquí, escultura, literatura, imágenes, colores, palabras, objetos, etc. Transformo los medios que tengo a disposición para comunicarme sin perder la forma. De la misma manera en la que sigo siendo un artista panameño a pesar de vivir en el extranjero.
Tener la conciencia de que el origen propio es un sentimiento elevado como el amor nos hace la vida más fácil, nos permite resolver la cotidianidad con mayor éxito. Si bien es cierto que todos entramos en este mundo dando pasos sobre la línea del tiempo como malabaristas sin experiencia, poseer una existencia basada en el amor puede definir el propósito de nuestras vidas.
Acabo de terminar mi última novela que se titula Yo soy Bioma. Trata de un tipo que durante la cuarentena global de la que recién salimos, en ausencia de seres externos con quien comunicarse, establece un diálogo con las criaturas que lo habitan, parásitos, microorganismos unicelulares, multicelulares, protozoos, etc. A pesar de la naturaleza microscópica de su flora y fauna interna, ellos son siempre una opción más tangible que los amigos imaginarios. He sido invitado a la trienal de arte latinoamericano en NY, tengo un proyecto con el Centro Nacional de Bellas Artes de París a propósito de que esta prestigiosa colección adquirió una serie completa de mis videos. Finalmente, creo que mi proyecto más importante es al que he llegado por la necesidad de querer moverme de esa zona de confort en la que como artista ya sé con precisión qué elementos mover y qué hacer para obtener resultados predecibles. He fundado un colectivo artístico con mi colega y pareja la artista suiza Johanna Barilier, con quien realizo obras que vienen nutridas desde diferentes experiencias que me impiden ser totalmente yo, y a ella ser totalmente ella, deponemos el ego en virtud de un nuevo sujeto que conformamos entre ambos; lo más importante es que son obras impredecibles que han reoxigenado mis ganas de comunicarme, porque el arte es eso: comunicación.