La pureza electoral como mandato civilista

Actualizado
  • 04/05/2024 00:00
Creado
  • 03/05/2024 19:12
Publicado en el libro ‘Testimonio de una época’, volumen II, págs.68-70 7 de junio de 2003

El sistema democrático encuentra su legitimidad en la pureza del sufragio. A partir del cumplimiento de ese requisito, las instituciones se desarrollan con mayor normalidad. Atendiendo la dura experiencia nacional, en la existencia del fraude se encuentra la fuente de los grandes males padecidos.

El militarismo, mal mayor por excelencia, nació y se consolidó gracias, principalmente, al envenenamiento de las urnas. En cada ocasión en que las camarillas políticas intolerantes desconocían o adulteraban los resultados electorales, las autoridades civiles no tenían su base en el respaldo popular, sino en el espaldarazo doloso de los cuarteles.

Por tanto, había una relación directa de dependencia entre la autoridad civil y los comandantes de turno. Al presidente de la República elegido fraudulentamente no le interesaba la voluntad popular, le interesaba la voluntad militar. Sabedores los entorchados de su impropia misión determinante o dirimente, dada la ineficacia del sufragio, asumían crecientemente mayor control de la cosa pública.

El estamento militar tenía clara conciencia de su papel. En la época del remonismo se usó y abusó de este poder de modo superlativo. Fue el ejemplo directo e inmediato del siglo XX que inspiró los desaguisados electorales y la siniestra e insolente dedocracia de la dictadura militar. Nadie que amó la dictadura militar podría dejar de amar el remonismo.

Es un sorprendente caso de genética en el campo de los afectos. No solo es un fenómeno local. En la fecha en que Pérez Jiménez derrocó a Rómulo Gallegos en Venezuela, se retomó el hilo despótico que amarra la historia institucional del país bolivariano. De allí la inocultable devoción que siente el exgolpista Hugo Chávez por Pérez Jiménez. Esos matrimonios o amores se explican entre militares, pero cuando anida en los corazones de los civiles se da un extraño vínculo morganático difícil de explicar y hasta de entender. El fraude electoral murió en Panamá al desaparecer la dictadura militar.

Su último despropósito se dio al anular las elecciones de 1989. El gobierno democrático presidido por Endara, que se inició en diciembre de 1989, eliminó toda estructura que hacía de los cuarteles un poder real, bien como poder detrás del trono o como el trono mismo.

El sistema vigente, de reemplazo, es civilista y lo que consecuentemente dimane de él, en materia de leyes y de personajes debe ser moralmente civilista. Y debe ser moralmente civilista porque el cambio estructural obtenido es fruto de un largo y sacrificado esfuerzo de una nación antimilitarista por tradición. En las elecciones de 1994 se estrenó el nuevo estilo electoral y la voluntad popular fue respetada por los escrutadores del sufragio. El Tribunal Electoral adquirió prestigio y prestancia.

Sobre todo, porque el resultado electoral permitió el tránsito de la alternancia, una de las características de la democracia más irrespetada en los países carentes de tolerancia y de cultura política. En esas elecciones ya no jugó ningún papel pernicioso la Policía Nacional y los elegidos descansaron durante su mandato en el respaldo popular exclusivamente. Igual fenómeno se dio en las elecciones generales de 1999.

Las fuerzas opositoras ascendieron al poder, los derrotados aceptaron el veredicto de las urnas, la fuerza pública jugó su papel de agente de la autoridad, y el Tribunal Electoral mantuvo su eficacia y su imparcialidad. En estos momentos nadie puede dudar de que el país vive bajo la tutela de una institucionalidad legal y política democrática, y que el viejo drama del fraude como fuente del poder y de una fuerza pública como protagonista o agente de las arbitrariedades, constituyen una pesadilla del pasado. En materia de corrupción electoral, el pasado es casi todo un vicio superado.

A escasos meses del próximo ejercicio electoral, el papel del tribunal, de los partidos y de la sociedad civil debe consagrarse a la denuncia e investigación de algunas prácticas residuales de un pretérito abominable. El detestable cambio de residencia masiva de los electores debe ser ejemplarmente sancionado. Es un acto fraudulento porque, a más de ilegal, se trata de carneros que votarán siguiendo consignas propias de sicarios del fraude.

Hay que recordar algunos episodios del ayer tan infectado de bochornos que no deben repetirse. En la época en que los militares votaban en los cuarteles, los comandantes tenían sus candidatos y era unánime el resultado a favor de ellos. Se perdía autonomía de la voluntad y las ordenanzas superiores fijaban las pautas que eran acatadas disciplinadamente.

Este precedente debe ser atendido cuidadosamente a la hora de tomar una decisión con relación al voto de los detenidos, condenados o no, cuya voluntad acorralada y llena de esperanzas se encuentra sometida, generalmente, a un favor prometido.

El sufragio debe responder siempre a una voluntad libre, libre de todo encadenamiento o de toda promesa que la despoje de independencia. La sociedad civil, más que los partidos políticos, debe iniciar una cruzada por el voto cívico, por el voto que aflore de la conciencia libre del ciudadano.

Hace más de medio siglo el Partido Frente Patriótico izó al tope de sus clamores la consigna que decía: “contra dinero y licor, vergüenza”. Es doloroso decirlo, pero aún tiene razón de ser en algunos sectores sociales semejante lema de austeridad civil. Esa cruzada vigorizaría mucho más nuestro sistema democrático, hoy sin las crónicas manchas del fraude electoral.

En los días que corren, en que todo se descalifica y nada se pondera, debemos aceptar lo que surge de una verdad incontrastable: el poder público tiene su fuente en el voto secreto y ese voto ya no podrá ser adulterado ni por los falsos políticos ni por los cuarteles. Tal es el mandato y compromiso insoslayable que emerge de las luchas civilistas de nuestro pueblo. Además, su plena vigencia nos enaltece como nación civilizada.

Las fuerzas opositoras ascendieron al poder, los derrotados aceptaron el veredicto de las urnas, la fuerza pública jugó su papel de agente de la autoridad, y el Tribunal Electoral mantuvo su eficacia y su imparcialidad.
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