La memoria de los siglos

Actualizado
  • 21/09/2024 00:00
Creado
  • 20/09/2024 19:16
LA autora

Dicen que yo estaba destinada a vivir para siempre, pero nunca dediqué tiempo a romperme la cabeza para determinar si esos rumores eran ciertos. Eso oí con los tantos años y, de acuerdo con más de uno, se trataba de una maldición que desde joven un miserable, que dijo amarme, vociferó para desgraciar mi existencia.

Desde entonces quedé vagando como una mendiga, como espantapájaros, orillando las antiguas quebradas que existían, los ríos esos que tenían agua transparente y en donde los seres de antes nadaban, se zambullían, pescaban, lavaban sus ropas y reían. Deambulando por los caminos de tierra pelada y piedras, a pies descalzos, yendo y viniendo, desaliñada, andrajosa, creciéndome este cabello más de la cuenta, mezclado con abrojos, entretejidos por la falta de una peinilla de las que nadie recuerda, y que poco a poco se fue asemejando a una auténtica enredadera.

Con ese aspecto, atemorizaba a todos... huían de los alrededores por donde yo iba.

Pronto me acostumbré a provocar esos miedos, a esos cuentos que hablaban sobre mí como un personaje de leyenda que tanto espantaba. Un día se convirtió en otro día, una noche en otra noche y, pronto, pasaron semanas, meses enteros, uno u otro año. Las personas de aquellos tiempos se llenaban de arrugas, las pieles parecían caérseles, comenzaban a caminar lerdas, sus columnas vertebrales se encorvaban, se transformaban en fósiles, desaparecían. Todas se fueron muriendo, todas quedaron sepultadas en los cementerios, esos lugares con cruces, enterradas bajo montículos de tierra.

Todavía yo descreía que era eterna, todavía dudaba que yo viviría por el resto de los siglos.

Fue después de las diferentes guerras, después de las muchas destrucciones de ciudades, pueblos, edificios, las casas de quincha, las casas de zinc, las casas de madera, las casas de concreto. Fue después de que las calles y los senderos ya no eran aquellos por donde muchas veces transitaba... Fue después de las epidemias, las cuarentenas, la mortandad de viejos, parientes, amigos, niños, perros, gatos. Fue después de la anarquía y el libertinaje, y fue después de que anunciaran el comienzo de la nueva inteligencia, esa que desde entonces llamamos

la Inteligencia Artificial.

En un principio muchos ni pararon bolas. Algunos solo creyeron que era asunto de una película que allá por el siglo XX, más o menos, se divulgó. Una cosa de un robot ficticio que podía hablar, realizar menesteres y sentir. Pero, luego aparecieron los genios y dijeron que no era un cuento, que existía: funcionaba como algo real que ya formaba parte de los alrededores. Presagiaron el exterminio de las personas. De pronto, las fondas, los restaurantes, los colegios, las aulas de clases, los maestros y profesores, los alumnos, las oficinas públicas, los funcionarios –esos que apodaban botellas, garrafones, y que eran tan comunes-, los consorcios empresariales, por ejemplo: un banco, una clínica, un neurocirujano, un dermatólogo, un conductor de taxi, un vendedor de raspados, una costurera, un orfebre, un escultor, un músico, un poeta, un gobernante... ya no eran lo que, por tantos años, habían sido.

Creí que podía espantar con esta facha de eterna Tulivieja.

-Demonios. ¿Qué ocurre? -me dije.

Con estos ojos ya confirmaba que no eran personas, veía ante mi nariz que los seres humanos se acababan.

-Debo estar en una pesadilla- argumenté.

Y me fui más allá de las viejas quebradas y ríos por donde solía andar y asustaba a niños, a madres y provocaba habladurías de supersticiosos y flojos. Salí por donde antes eran los pueblos y las ciudades, que ahora lucían como añicos y basurales.

-¿Dónde estaban las personas?

-¿En qué parte del mundo estaba?

Caminé y caminé espiando rostros metálicos, semblantes robóticos que hablaban, saludaban, llevaban a cabo las faenas que, siglos antes, realizaban los seres humanos. Unos, incluso, parecían volar en un santiamén, sin alas. y se trasladaban de un rincón a otro recoveco.

-Humana- uno me interpela como polizonte computarizado.

Fue entre las cuatro y media de una tarde acalorada. Me abordó como si yo fuera una especie extraña, inusual. Sentí su radiografía instantánea retratándome, examinando mis sistemas corporales.

-Sí, especie antigua- afirmó.

Pero nada, no le causé pánico como en los siglos anteriores yo provocaba.

Aparecieron drones, me rodearon. De las entrañas del aire, ahí en medio de la nada, aparecieron hologramas que proyectaban seres cuyas pieles eran metálicas, de luces y cableados. Nanocomputadoras insertadas en alguna parte generaban informaciones, datos, imágenes que salían de sus ojos entre neones brillantes, y que le fueron constatando lo ocurrido. En efecto, yo era aquel ser fantasmagórico que llamaban “La Tulivieja”: un ser que, de acuerdo con los anales de la historia, había existido hace siglos.

Grité, estaba convencida de que me desquiciaba. De pronto, de tanto espanto que causaba, terminé totalmente espeluznada y como un zombi. En lo siguiente, no supe si esa tarde, por alguna inducción de aquellos seres de inteligencia artificial que pululaban, tuve algún desmayo, si perdí el sentido común o el raciocinio.

Cuando por fin pude volver a la trastocada realidad, uno de esos especímenes de las innovaciones tecnológicas, impávido y erguido, por fuera de unas rejas que irradiaban corriente eléctrica, me informó que yo era un peligro social, una desajustada de la época y que llevaba décadas enteras en esta prisión construida en la luna.

Cuento ganador del primer lugar del Concurso de Cuento Juvenil Rosa María Britton, 2023

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