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Héctor Abad Faciolince: ‘Los hijos educan a sus padres’
- 21/01/2024 06:57
- 20/01/2024 15:35
Héctor Abad Faciolince es cronista, ensayista, poeta, aunque por encima de todo es un narrador consagrado como queda demostrado en su libro más reciente Salvo mi corazón, todo está bien.
En esta novela convierte al sacerdote Luis Alberto Álvarez, su amigo y cómplice cultural de carne y hueso, en el cura de ficción Luis Córdoba. Ambos críticos de cine y conocedores de ópera en la Medellín sometida a la violencia del narcotráfico. Los dos en espera de un trasplante de corazón que les permita estar más tiempo en esta tierra.
Héctor Abad Faciolince conversará sobre esta obra en el Hay Fórum Ciudad de Panamá junto con los panameños Juan David Morgan (escritor) y Emma Gómez (profesora). La cita es el martes 23 de enero, a las 6:30 p.m., en el Teatro Anita Villalaz (el programa del festival lo encuentra en www.hayfestival.com/forum/panama).
¿Qué expectativas tiene de participar en el Hay Fórum Ciudad de Panamá?
He ido varias veces a Panamá y cada vez que he ido he tenido siempre las mismas expectativas y las mismas preguntas: ¿cómo será el Canal? ¿Cómo estará el Canal, ahora que dicen que no llueve y se seca? Ese Canal es la riqueza del país y la causa final de su separación de Colombia. ¿Están mejor como país independiente que como provincia colombiana? Curiosamente, siempre he pensado que están mucho mejor sin nosotros, sin nuestra influencia muchas veces nociva, pero, al mismo tiempo, pienso que Colombia habría sido otra si hubiera sido capaz de conservar el Canal y Panamá. Un país más grande, más serio, menos absurdo, menos indolente.
Jorge Luis Borges tuvo a su familia como su primera guía literaria, ¿quién fue en su caso?
Borges tuvo al padre, a la madre, a la abuela que le hablaba en inglés. Tuvo también la enciclopedia Británica. Mi mayor influencia literaria fueron mis cinco hermanas. Ellas siempre han tenido la gracia y el entusiasmo para contar que a mí me gustaría tener. Cuando hablan, se ríen, lloran, se entusiasman, se indignan... Gozan contando y gozan cuando las oyen en silencio. Yo siempre he escrito tratando de imitar el estilo que ellas tienen al hablar. Como nunca pude hablar y contar tan bien como ellas, escribo.
La paternidad es uno de los centros argumentales de ‘Salvo mi corazón, todo está bien’. ¿Qué le han enseñado sus hijos Daniela y Simón?
Hace usted bien al preguntarme por lo que ellos me han enseñado y no por lo que yo les he enseñado a ellos, a pesar de que casi siempre se piensa que son los padres los que educan a los hijos. Cada vez es más cierto que es al revés: los hijos nos educan, nos obligan con su mirada y con sus críticas a ser mejores. Además, el tiempo se ha acelerado de tal forma, que solamente somos capaces de seguir su ritmo si los hijos nos explican lo que está pasando (en música, tecnología, culinaria, costumbres). Muchas veces, y eso está bien, los padres acabamos por ser los hijos de nuestros hijos. Recuerdo que mi abuela, al final de su vida, le decía a mi madre: “No sé por qué se me ha metido en la cabeza que tú eres mi mamá”. Yo creo que debería haber un mandamiento que dijera: “Honrar hijo e hija”.
¿Qué ideas cree que se hacen de usted sus hijos a partir de sus libros?
Me temo que mis hijos no leen mis libros. No es que no les interesen, sino que me conocen tanto que, de alguna manera, se avergüenzan de mis libros. Es más, algunos libros míos los he llegado a publicar solamente después de arrancarles a mis hijos la promesa de que nunca los van a leer.
Los referentes son una especie de padres. ¿Cuáles son sus referentes literarios?
Me encanta la gracia leve de las novelas filosóficas de Voltaire y Diderot. Me fascina la poesía mística de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, pero también la de los muy mundanos y muy poco santos Quevedo y Lope. Quisiera escribir como los escritores judíos que más admiro: Joseph Roth, Isaac Bashevis Singer, Primo Levi, Natalia Ginzburg. Quisiera tener la disciplina de Vargas Llosa, la gracia verbal de Cabrera Infante y la imaginación vital y lingüística de García Márquez. Quizás lo que más admiro es al buen hombre que se trasluce detrás de las sencillas palabras de Cervantes.
¿Qué recuerdos tiene del sacerdote Luis Alberto Álvarez?
Era una paradoja andante: un cura que gozaba los placeres de la vida, la música, el arte, la comida, el cine, la amistad, y que añoraba la experiencia del amor terrenal. No echaba sermones, pero vivía cristianamente en el sentido más original. Era tolerante, amable, bien educado. Era capaz de ser crítico sin insultar y sin tratar de convertirse en el centro de la atención. Vivió su enfermedad final con resignada curiosidad, como diciéndose: “así es como la vida me va a matar”.
Un ateo que escribe sobre dos curas buenos. ¿Por qué?
Quizá la literatura sea el arte de entenderse y de entender a los demás, incluso (o, sobre todo) a los que no son como uno. Últimamente me gusta definirme como un no creyente, practicante. Soy un ateo convencido, manso y sereno, pero sé que pertenezco a la cultura católica. Ahora que el catolicismo está en profunda crisis y decadencia, le tengo más cariño. Un día será tan lejano como el politeísmo griego o romano, pero como mito creo que será más fascinante que como religión. De algún modo ahora me interesa el cristianismo como mito. Es interesante una religión que le rinda culto a un niño que nace (Navidad), a una joven Virgen y a un joven injustamente asesinado (la cruz). Escribo sobre curas de la misma forma en que los escritores judíos laicos que me interesan escriben sobre rabinos. Ellos son los expertos en las cosas en que mi mamá creía firmemente. Cosas rarísimas como el espíritu santo, el más raro de los tres dioses de la santísima trinidad.
Usted se enfermó del corazón, ¿cuál es ahora su relación con su cuerpo?
Tengo la impresión de que yo me vivo muriendo. La muerte me roza, me pasa al lado, me apunta al corazón o a la cabeza y sin embargo sobrevivo. ¿Por qué no me he muerto? ¿Para qué he sobrevivido una y otra vez? Hace poco un misil ruso aterrizó a diez metros de mí y mató a la escritora ucraniana que estaba frente a mí. ¿Por qué la muerte me apunta y no me mata? ¿Por qué tuve el corazón parado durante más de una hora y los pulmones colapsados y sin respirar y sigo vivo? La única razón, el único sentido que tiene para mí, es que, invirtiendo la frase de García Márquez, muero para contarlo. Me ha correspondido contar más la muerte que la vida. La relación con mi cuerpo es de extrañeza: este no me abandona de golpe, sino que se va despidiendo de mí lentamente, un sentido tras otro. De los cinco o seis sentidos que hay, creo que me quedan dos o tres, e incompletos.
Se nutrió de los amigos para escribir este libro. ¿Qué es la amistad?
La amistad es un arte, una especie de instrumento musical que debe ser tocado con mucha mesura, medida, ensayo y error, con mucha atención. No tiene los contornos marcados y nítidos del amor. Es frágil y si emite una nota falsa, una disonancia, se puede derrumbar para siempre. Hay que saber ponerle fronteras; no hay que confundirla con el interés económico o erótico o laboral. Es justa, sin hacer cálculos, y no se puede abusar de ella. No admite la sequía ni el exceso de riego. Tiene que ser cómoda como el mejor sofá y no puede incluir temor ni desconfianza. Tiene ritmos y tiempos que hay que respetar, espacios y fronteras. Acompaña mucho, pero entiende bien la necesidad que todos tenemos de soledad.
A Córdoba le gustaban películas como ‘Youth’, ‘La grande belleza’ y ‘El festín de Babette’, ¿Películas que le conmuevan?
Hay películas que a Córdoba le gustaron, porque las vio, y películas que le hubieran gustado, aunque no las haya visto, como las de Sorrentino. Lo curioso de una novela, o de un novelista, es que sus personajes pueden saber mucho más que uno de ciertos temas. Córdoba sabía mucho de cine y de ópera; yo no. Un personaje puede tener mucho de lo que al novelista le falta. Puede ser un gran amigo o un gran amante, sin que el novelista lo sea. A veces los personajes son lo que uno quisiera ser y no es capaz de serlo. Quizá por eso a mí me gustan las mismas películas que a Córdoba, que sabe más de cine que yo. Las que usted menciona en la pregunta, y pude añadir las de Woody Allen (las buenas y las malas), las de Fellini (idem), las de Truffaut (casi todas son buenas), las de Willy Wilder, las de Fernando Trueba, algunas de Bergman, las de Visconti. Una que me encanta: “Vivir”, de Kurosawa, sobre un hombre que tiene un cáncer terminal.
Córdoba era de organizar maratones cinematográficas. ¿Se anima a un maratón audiovisual?
Esquivo las series o las sagas porque tengo una personalidad adictiva para las historias que continúan. Sería capaz de verlas durante 15 horas seguidas, cansado, pero enganchado. Las evito como los alcohólicos huyen del whisky. Prefiero no probarlas porque todas, incluso las malas, me enganchan. A un borrachito lo joden con el mejor vino o con un ron asqueroso; no le importa la calidad. Me tengo que cuidar de las series y las sagas, o no volvería a leer ni a escribir ni a oír música.