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- 06/02/2024 00:00
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A principios del siglo XIX la astronomía entró en crisis. Urano, a la sazón el planeta más lejano que se conocía, no seguía de manera exacta, en su órbita, las predicciones matemáticas de los astrónomos. ¿Sería que la atracción gravitacional de un planeta desconocido y más lejano estaba afectando su movimiento?
Como la fuerza de gravedad es proporcional a la cantidad de masa del cuerpo que la produce, en nuestro Sistema Solar el que domina es el Sol, con 99.8% de la masa total del sistema. El Sol permanece casi inmóvil en el centro del Sistema Solar mientras que los planetas orbitan obedientemente a su alrededor; no en vano le llaman el “astro rey”.
Pero los planetas también se afectan gravitacionalmente entre sí, aunque menos que el Sol. Las desviaciones que se observaban en la órbita de Urano podían explicarse por la presencia de un octavo planeta que le daba tironcitos gravitacionales al séptimo. Más aún: a partir de las anomalías de Urano se podía predecir la posición del planeta hipotético. El octavo planeta, Neptuno, fue observado por primera vez en 1843, en una posición celeste muy cercana a la que predecían los cálculos del astrónomo francés Urbain Le Verrier. La crisis de la órbita de Urano no sólo tuvo feliz solución, sino que consolidó la astronomía como una ciencia que podía predecir la existencia de cuerpos que nadie había visto directamente.
Se sabe que varios astrónomos habían visto Neptuno por sus telescopios sin reconocerlo como planeta del Sistema Solar. En particular, en los dibujos de Júpiter y su entorno que hizo Galileo Galilei a fines de 1612 y principios de 1613 aparece un punto de luz que era Neptuno sin que Galileo lo supiera.