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- 16/11/2024 00:00
- 15/11/2024 17:17
Desde que murió la abuela a Dada le gusta sentarse largas horas en silencio junto al fuego con la mirada fija en las leñas que se van consumiendo con las brasas. Viéndolo así, tengo la impresión de que es un niño grande e indefenso que no puede escapar de la tristeza que lo embarga.
Lo miro desde la hamaca mientras me arropo con las sábanas por el frío que se cuela entre las paredes de bambú de la casa y me pregunto: ¿Qué estará pensando? ¿Recordará a la abuela?
Desde que la enterramos, allá en las montañas, donde solo se puede llegar en piragua, Dada ha cambiado mucho. Ya no se sienta a conversar conmigo como lo hacía antes, cuando bajo la luz de la luna llena me contaba viejas leyendas y, sobre todo, cómo había conocido a la abuela. En ese momento me gustaba escucharlo en silencio, porque tenía una manera particular de contar historias.
Yo creo que Dada y la abuela estaban hechos el uno para el otro. Siempre andaban juntos y cuando ella se enfermaba (era muy enfermiza), él se acostaba junto a ella hasta que se quedaba dormido.
A pesar de su edad, Dada se levantaba muy temprano para ir al monte antes de que el sol comenzara a asomarse sobre el mar. Recogía su machete, su galón de chicha de maíz y entonces se montaba en su viejo cayuco de madera y se alejaba de la isla cantando alegre, y no regresaba hasta muy tarde en la noche.
La abuela lo esperaba entonces parada en silencio a la orilla de la playa, sin importarle que la picaran los mosquitos, hasta que sus ojos ya cansados divisaban en medio de la oscuridad al hombre con quien con tantos años había compartido sus alegrías y tristezas.
-¡Allí viene, Dada, allí viene!- gritaba emocionada tratando de sostener con sus manos delgadas y arrugadas la tela roja que cubría su cabeza. Mamá dice que debe ser por eso que el abuelo está tan deprimido.
Hace una semana le dio por decir cosas extrañas, como por ejemplo, que ya nadie lo quiere. Pero no es verdad, yo sí lo quiero y, aunque mucha gente dice que se está volviendo loco, sé que no es así, sino que el abuelo tiene el alma resquebrajada por tantos sufrimientos.
Por eso comprendo lo que hizo hoy. Mientras permanecíamos dentro de la choza y Dada estaba sentado junto a la hoguera como de costumbre, empezó a llover y un viento fuerte comenzó a azotar la isla. Parecía el fin del mundo, porque el viento soplaba como si estuviera quejándose por algún dolor insoportable y toda la gente salió a ver qué estaba pasando.
El cielo estaba oscuro y las nubes, negras e hinchadas, parecían un ejército de fantasmas a punto de estallar. Ante este fenómeno de la naturaleza, todas las personas corrieron a refugiarse a la Casa del Congreso, que los viejos dicen que es el único lugar que no puede venirse abajo, porque esta hecha con palos fuertes y firmes.
Cuando le dije a Dada que se levantara y viniera a refugiarse con nosotros, no pude convencerlo. Se quedó allí, sentado, mirando la hoguera, las llamas bailando de un lado para el otro, empujadas por la brisa, como si sus pensamientos no estuvieran en este mundo.
Agarré al abuelo por los brazos y le dije:
–Vámonos, Dada, que viene el huracán, vámonos.
No se movió, solo alcanzó a decirme:
–Déjame tranquilo
Las paredes de caña brava castañeteaban como si tuvieran mucho, mucho frío.
Cuando el viento se calmó, salimos de la Casa del Congreso bajo un suave aguacero.
El huracán había arrasado con muchas casas. En ese momento pensé en el abuelo y salí corriendo por las calles de la aldea gritando como un loco:
–¡Dada! ¡Dada!, mientras me preguntaba con el corazón en la boca ¿le habrá ocurrido algo malo?
El aire de la tarde se sentía frío cuando me encontré con la verdad. Allí estaba, sentado entre los escombros de la casa, observando con sus ojos tristes el fogón apagado, mientras gotas de lluvia se mezclaban con las lágrimas que corrían por su rostro.
Tomado del libro ‘Bajo el calor del fuego’, Fundación Cultural Signos, 2000