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- 25/08/2019 02:00
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Hace poco finalizó la que ha sido —probablemente— la exhibición más popular del Museo de Arte Contemporáneo en mucho tiempo. El color haciéndose, del recientemente fallecido artista Carlos Cruz Diez, recibió a miles de personas, en gran medida atraídas por las decenas de ‘selfies' neón y hermosos retratos coloridos que los visitantes compartían en las redes sociales. Sin embargo, al margen de la experiencia estética o la interpretación de las obras, algunos comentarios expresaron la incomodidad de no poder apreciar la muestra con la calma debida, ante el tropel de personas que, con sus celulares y cámaras, ansiaban inmortalizarse bañadas en color. Por supuesto, estas incomodidades no se limitan a los museos, sino que también ocurren en conciertos, visitas turísticas y prácticamente en cualquier situación que sintamos digna de lo que Roland Barthes llamara ‘certificados de presencia'.
Es claro que las imágenes, así como la necesidad de producirlas y compartirlas, han cobrado una centralidad abrumadora que ha transformado la forma en que experimentamos la propia vida, y paralela a esta documentación compulsiva, surge también una nueva ansiedad acerca de qué momentos se deben ‘registrar' y cuáles no. En otras palabras, nos ha comenzado a preocupar en qué situaciones es aceptable o no tomar una foto, para no parecer superficiales, desconsiderados o incluso inhumanos. A ello se suma la preocupación por el desprestigio de la fotografía profesional, o por el tiempo que pasamos con la cara sumergida en una pantalla, en detrimento de nuestra salud y de nuestra relación con el entorno ‘real'.
En The Social Photo (Verso, 2019), Nathan Jurgenson, sociólogo y teórico de las redes sociales, se ocupa de historizar estas ansiedades, ofreciendo una perspectiva alternativa sobre nuestra relación actual con las imágenes y la fotografía. Por ejemplo, habla de ‘fotografía social' (aunque reconoce que toda foto lo es en un sentido más estricto), para distinguir entre el arte fotográfico profesional y la práctica cotidiana de capturar imágenes con un celular para compartirlas en redes. A partir de esta distinción, argumenta que la fotografía social no debe ser juzgada ni analizada desde criterios estéticos en contraposición al ‘verdadero arte', sino con una perspectiva sociológica y comunicacional, pues constituye una práctica cultural que conjuga la autoexpresión, la memoria y la socialidad. Podría decirse que, más que reportes objetivos de la realidad, este tipo de fotos es una forma de capturar la subjetividad de lo que percibimos en nuestras experiencias cotidianas, para narrarnos a los demás con un discurso visual.
Esta perspectiva permite pensar la fotografía social más allá de los juicios esnobistas sobre la práctica del selfie o el oversharing como superficial o ridícula. De forma similar a Marshall McLuhan, comunicólogo y autor del conocido El medio es el mensaje , Jurgenson entiende la producción de imágenes cotidianas como una manifestación más de la condición del ser humano en tanto ser ‘prostético', entendiendo los medios y la técnica como extensiones (o ‘prótesis') de la agencia humana. En una línea similar, Bernard Stiegler, filósofo francés, plantea que lo técnico no es algo separado del ser humano, sino un elemento esencial para la evolución de nuestra especie, toda vez que esta depende de la capacidad de transmitir saberes y conocimientos por medio de la cultura, una labor que ha sido hiperpotenciada por la tecnología.
Por su parte, Jurgenson centra sus planteamientos en la deconstrucción de lo que ha llamado ‘dualismo digital', o la creencia generalizada de que existe un mundo real y uno virtual que se excluyen mutuamente, cuando –argumenta– son dos caras de la misma moneda: la vida real y los espacios virtuales se entrelazan en un solo continuo.
Entonces, si todo es ‘vida real', es posible plantear, como hace el autor, que las nuevas tecnologías de la comunicación no son las causantes de los problemas que les atribuimos, sino que estas simplemente amplifican situaciones ya existentes. Por ejemplo, al pensar que los smartphones crean la necesidad de compartir lo que hacemos constantemente, perdemos de vista que, como animales sociales y narrativos, esta necesidad siempre ha estado presente en los seres humanos. Así, el enfoque crítico debe recaer más bien en las relaciones de poder que atraviesan las dinámicas de las redes como mecanismos de (auto) control social, más que en nuestra ansiedad por documentarlo todo.
Para Jurgenson no tiene mucho sentido obsesionarnos con un retorno a la naturaleza o a la realidad, toda vez que ella está siempre mediada y moldeada por lo virtual, aun cuando estamos ‘fuera' de las redes. Si bien son planteamientos que requieren una reflexión más amplia y profunda, no está de más poner en perspectiva la insuficiencia de abordar nuestra relación con las imágenes únicamente desde la moralidad o la etiqueta.
COLUMNISTA