Integrantes de la caravana migrante en el estado de Chiapas, en el sur de México, denunciaron este jueves 21 de noviembre que las autoridades les bloquearon...
- 31/08/2019 02:00
- 31/08/2019 02:00
La oscuridad se encontraba sumida en un vasto silencio, apenas interrumpido por el golpeteo proveniente del maletero del Mustang 67. Plack, plack, plack. Un ruido incesante contra el costado metálico del auto. Las manos de la mujer que iba conduciendo se escondían bajo unos guantes de cuero. Estaba nerviosa, el corazón le latía con intensidad y apretaba fuertemente el volante como si quisiera estrangularlo. Sus emociones tensaban todo su cuerpo. De tanto en tanto, echaba un vistazo al espejo retrovisor.
Plac, plack, plack. La mujer estacionó el auto frente a un extenso terreno donde la hierba había crecido tanto que no se podía vislumbrar más allá de las luces amarillentas que reflejaban la carretera. Se bajó, se dirigió hacia el maletero y, al abrirlo, sus ojos se fijaron en lo que había dentro. Echó un vistazo hacia atrás, después comenzó a sacar una voluminosa bolsa negra. La cosa cayó con fuerza contra el húmedo pavimento y rodó dos veces. La mujer sudaba y algunos mechones rojizos le obstaculizaban la vista. Se los apartó en un arrebato de furia y extrajo lo que había traído para terminar de arrastrar el bulto hacia su destino.
Otra mujer idéntica bajó del auto.
—¡Elizabeth! —siseó. La mujer al lado de la bolsa negra se sobresaltó, pero después se tranquilizó al ver su mismo rostro surcado por el miedo frente a ella, los mis mos mechones rojos, los mismos ojos que reflejaban una mirada animada y cómplice.
—¡Me has asustado! Maldita sea, ayúdame.
La otra mujer no tardó en ayudarla a arrastrar la carga. La llevaron unos metros más allá de la maleza y los helechos.
—Hice lo que me pediste. El hoyo está a tu izquierda.
Elizabeth se ajustó los guantes de cuero y entre las dos rodaron la carga hasta que cayó estrepitosamente dentro del agujero oscuro. La tierra estaba todavía húmeda y resbaladiza por la lluvia del día anterior, por lo que les costó mantener el equilibrio.
—Elizabeth, tengo miedo.
La pelirroja soltó un bufido y tomó la pala para acabar de una vez por todas. Sabía que Marta, su gemela, era demasiado sentimental, y también sobreprotectora, capaz de cualquier cosa para salvarle el pellejo a su her- mana. El carácter de Elizabeth era más fuerte y dominante. Imperturbable e impulsiva. En lo más profundo sabía que había llegado demasiado lejos, pero algo estaba ya muy corrompido en su interior como para definir lo que estaba bien y lo que estaba realmente mal. Marta solía intentar razonar con ella, pero siempre se terminaban haciendo las cosas al modo de Elizabeth.
—Cállate. ¿Entiendes la gravedad de lo que está pasando? —bramó Elizabeth y le arrancó la pala que sostenía su hermana con sus tambaleantes manos—. No seas llorona.
Marta bajó la mirada por unos segundos.
Temblaba. El viento gélido le ponía la piel de gallina.
—Lo entiendo, Elizabeth. Vamos, tenemos que regresar.
—¿Repasaste la historia? —preguntó sin mirarla.
Su mirada estaba puesta en el hoyo, ya cubierto con ramas y maleza. Se inclinó hasta apoyar una rodilla en la tierra húmeda. Se aferró al sentimiento palpitante del horror. Sus ojos reflejaban un alma desequilibrada. Quizás estaba loca, nadie podía saberlo. Ni ella. Pero su manera de ser, entre seductora y fatal, era la delirante forma que atraía a todos los hombres. Y no solo al que acababa de lanzar al hoyo. Eran muchos más.
—Descansa en paz, amor mío. Que el infierno te reciba ardiendo.
Silencio. Después el ruido de un auto.
—Alguien se acerca, Elizabeth.
Al girarse, lo hizo con brusquedad. La tierra bajo sus pies cedió y hubo un grito. Cayó en el hoyo, justo sobre la bolsa negra. Gritó de nuevo y se apartó con un gesto asqueado.
—¡Elizabeth! —chilló su hermana desde arriba. Se inclinó para verla. Sus rizos rojos se agitaban, se veían más brillosos en el contraste de la noche. Pensó que podría hacerse pasar por un gato.
—¡Sácame de aquí, estúpida!
—¿Cómo?
—¡Sácame!
Se levantó soltando un bufido. El sonido del auto se hizo más cercano. Alzó la mirada, y no vio a Marta. Luego de esos minutos, asomó la cabeza.
—Alguien se acerca. Intentaré traer ayuda.
Cuerda.
—¡No! Tienes que sacarme de aquí. Pásame la
—Ya vengo.
—Marta.
Su hermana desapareció de nuevo. Escuchó que varias personas hablaban entre sí, pero no logró entender palabra alguna. Tragó en seco e intentó no mirar hacia abajo. Olía a aceite quemado y a humedad. Si no se apre- suraban, amanecería pronto. Intentó subir, enterrando la punta de sus botas en la tierra, pero era demasiado suave y pastosa, no pudo escalar. Lo intentó tres veces, todas en vano. Agudizó el oído. Ya no se escucha a las personas, tampoco el sonido del auto. No se escuchaba nada. Quiso gritar. Un par de segundos después, apareció una preocupada Marta.
—Elizabeth. ¿Dónde está la cuerda?
—En el maletero le dijo con un suspiro. Su her- mana desapareció unos minutos y luego regresó.
—No está, no la encuentro.
Elizabeth frunció el ceño. Ahora recordaba que le había pedido a Marta que la sacara de allí unos días antes. Maldijo entre dientes.
—La dejamos.
—¿Voy por ella?
—¡No puedes dejarme aquí!
Vio a Marta aferrarse al borde del hoyo, a punto de llorar y se sintió fastidiada. Odiaba su sentimentalismo.
—Otra persona se acerca.
—Marta.
Su hermana se volvió a alejar. Silencio. No se escu- chaba ni el viento.
¿Dónde carajo estás, Marta?
Bajó la mirada hacia sus pies, cerca del muerto. Por suerte se encontraba todavía envuelto y no tenía que pasar por el tormento de verlo. Esperó unos minutos más. Empezó a sentirse inquieta y, en ese debate interno, no le quedó otra que volver a llamar:
—¿Marta?
Intentó que su voz no sonara fuerte. Esperó. Nada.
—¡Marta!
Gritó varias veces. Nada.
Solo podía ver oscuridad y tierra. Y la bolsa bajo sus pies. Se arrepentía de la idea de haber cavado un hoyo tan profundo. Su hermana y ella estuvieron días hacién dolo. Según Elizabeth, mientras más hondo, mejor. Así sería imposible encontrarlo. Sin embargo, en ese momen- to, embarrada de tierra y con un muerto que empezaba a descomponerse, no le importaba ser descubierta, ya se las arreglaría. Solo quería salir. Su cuerpo comenzó a re- accionar ante la incertidumbre y el terror. Volvió a llamar.
—¿Marta?
Creyó escuchar el sonido de un auto y esperó. El auto empezó a alejarse. Plack, plack, plack. ¿Se estaba yendo? El pánico la recorrió por dentro como un torrente helado. Le dieron ganas de orinar. Se tiró hacia un costado del hoyo e intentó subir, se resbaló todas las veces, pero lo siguió intentando, desesperada. Las uñas se le partieron, el sudor y la tierra húmeda le embarraron el cuerpo, la cara, escupía de asco y terror la hierba que se le metía en la boca. Tenía un miedo atroz de quedarse ahí abajo. Pero no lograba salir. Durante unos instantes escuchó que la bolsa debajo de sus pies se movía y gritó. Gritó fuerte. Enterró los dedos en la tierra y siguió intentando subir, ya sin mucha fuerza, al borde de las lágrimas. En un salto
Desesperado, logró ascender apenas un poco, aunque no lo suficiente como para salir del todo del hoyo que ella misma había construido con sus propias manos. Y las de su hermana. Extendió su brazo en la oscuridad, tratando de aferrarse a algo, cualquier cosa. Antes de tirar hacia arriba en un gesto de pavor, sintió que la jalaban de la pierna hacia abajo.
—Que el infierno te reciba ardiendo, amor –le dijo una voz.
AUTOR
‘Su mirada estaba puesta en el hoyo, ya cubierto con ramas y maleza. Se inclinó hasta apoyar una rodilla en la tierra húmeda. Se aferró al sentimiento palpitante del horror.
ESCRITORA
Yoselin Goncalves
La escritora es venezolana residente en Panamá desde hace 8 años. Licenciada en Publicidad y Mercadeo (Panamá). Ha trabajado en distintas áreas de marketing. Es egresada del primer Programa de Formación de Escritores (PROFE) promovido por el Instituto Nacional de Cultura (INAC) en el 2017. Obtuvo una mención de honor en el Concurso Venezolano de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción Solsticios por su relato «La mujer del lago» en la categoría «fantasía». En marzo de 2018, su cuento «Te llevo en mis venas» fue finalista del II Concurso Internacional de Cuento Breve Todos Somos Inmigrantes de México. Se ha dedicado por más de 15 años al género de terror y horror. Su primera novela fue la bilogía El acecho de los inmortales (volúmenes I y II).