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Loida Berrío: 'Ha aumentado el número de adolescentes que viaja no acompañados'
- 29/07/2023 00:00
- 29/07/2023 00:00
Al fondo de la Estación de Recepción Migratoria (ERM) de Lajas Blancas está el río Chucunaque, el más extenso de Panamá: 231 kilómetros de agua serpenteante que nace en la Serranía del Darién, y en cuya ribera existen comunidades que lo usan como vía de comunicación para las labores domésticas o lugar de recreo. Pero desde hace algunos años, el río Chucunaque y varios de sus afluentes son testigos de la tragedia humana que se vive en la selva de Darién.
En lo que va de 2023, más de 190 mil personas migrantes y en búsqueda de refugio la han atravesado en su largo camino hacia el norte del continente y, durante la travesía, se topan con varios ríos: “¡Yo dejé de contar las veces que hay que cruzar ríos!”, dijo Herbin Garcés, un joven cubano que, un miércoles cualquiera, descansaba con su familia junto a la carpa que le servía de techo en la estación de Lajas Blancas.
No todos sobreviven la caminata: el agotamiento, las corrientes y los precipicios se convierten en obstáculos insalvables. Loida Berrío conoce bien estas historias. Hace poco más de un año trabaja como oficial de Gestión de Casos de RET Internacional, socio local de UNICEF, Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia en Darién. Este miércoles, como todos los días, baja a la ribera del Chucunaque porque por la radio le informaron que en Bajo Chiquito, una comunidad de acogida que está ubicada a cuatro horas de distancia en piragua, localizaron a un adolescente que viaja sin sus padres. “Mi trabajo es verificar a los niños no acompañados que llegan y referirlos a las autoridades. Para eso vamos al puerto y le preguntamos a cada joven con quién vienen, y verificamos que los niños y niñas que llegan están con sus padres. También les preguntamos la edad, si sus padres quedaron rezagados, cualquier información que nos permita ayudarlos”.
A Loida le resulta familiar el Chucunaque. Después de todo, comenzó su vida a la orilla de otro gran río darienita, el Tuira, uno de los brazos de agua que alimenta al Chucunaque. Boca de Cupe, el pueblo en el que nació está ubicado muchos kilómetros más allá de Lajas Blancas, la comunidad donde se encuentra una de las estaciones de migrantes. “Boca de Cupe es una comunidad fronteriza formada por población negra, indígena y desplazados colombianos del conflicto armado”, cuenta.
La condición de pueblo fronterizo y de refugio de desplazados hizo que Loida creciera conociendo de primera mano el sufrimiento, el miedo y las necesidades de las personas migrantes. Tal vez por eso es que, desde joven, se interesó en formar parte de organizaciones dedicadas a apoyar a los más necesitados, como la Cruz Roja, por ejemplo.
“Me hice voluntaria en Boca de Cupe, y allí recibí mis primeras capacitaciones relacionadas con ayuda humanitaria, manejo de desplazamientos humanos y conflictos”, explica.
El trabajo diario de Loida requiere coordinación al detalle: se comunica con sus pares en Bajo Chiquito. Está pendiente de la llegada de las piraguas, recibe a las familias, a los jóvenes. A veces también ayuda a personas que llegan muy debilitadas para subir solas la loma que los lleva al campamento. Luego empieza el periplo entre las distintas instancias ubicadas en las estaciones de migrantes para cumplir los pasos de verificación de datos de los adolescentes, niñas y niños: primero a la Cruz Roja, socio implementador de Unicef en salud materno infantil; luego a la Sección de Niñez y Adolescencia de la policía fronteriza (Senafront).
“En la Cruz Roja se los pesa, se los talla y se les hace un examen de hemoglobina para determinar su estado de salud general. En el Senafront se recogen sus datos”.
Loida ha notado que, durante el tiempo que lleva realizando esta labor, el número de adolescentes entre los 16 y 17 años que viajan solos ha aumentado, y se trata sobre todo de jóvenes suramericanos. Jean Pierre es uno de ellos. “Se hizo una video llamada a su madre, que emigró antes y vive en Estados Unidos. Luego de verificar que todo estaba en orden, se le dio un kit adolescente que contiene insumos básicos de higiene”. Tras esto, Jean Pierre pudo continuar su viaje. Cuando los niños, niñas y adolescentes deben permanecer un tiempo en Panamá —si vienen solos porque sus padres se quedaron rezagados o cuando son necesarias investigaciones más profundas, para determinar si están siendo víctimas de trata internacional de personas, por ejemplo—, son enviados al albergue transitorio llamado “La Casita” y gestionado por otro socio de Unicef, donde reciben el cuidado necesario.
¿Qué motiva a Loida a llevar a cabo una labor que implica lidiar con el dolor humano? Ante la pregunta, no duda ni un instante la respuesta: “Me mueve el deseo de ayudar. Existen personas con necesidades tan profundas que se ven obligadas a abandonar sus países, a desplazarse... Y cuando se dan cuenta de que hay quienes se preocupan por ellos, que deseamos brindarles ayuda, aunque sea en sus necesidades más básicas... es gratificante. Para mí, es un compromiso, una vocación”.
La labor de Loida tiene unos cuantos momentos de satisfacción: cuando se hace una video llamada a los padres de algún joven y “podemos ver la sonrisa y la felicidad de ver a su hijo o hija, es muy emotivo”. También cuando logran reunir a los padres con los niños y niñas que llegaron solos. Pero también hay situaciones difíciles a las que esta mujer, madre de un niño de nueve años, le conmueven hasta las lágrimas. Como la vez que llegó a la estación de migrantes una mujer haitiana y reportó que había perdido de vista a su hijo en la selva. “Todos los días venía y nos preguntaba si había alguna noticia. Fueron dos semanas de pura angustia”. Loida recuerda el hecho y se le quiebra la voz. Por unos segundos baja la mirada porque le apena que noten que el recuerdo le provoca llanto. Porque Loida, darienita como es, ama su tierra pero también conoce los peligros de la selva y de esos ríos que pueden terminar con vidas en un instante. “¿Cómo le decimos a una madre en esas circunstancias que su niño está bien, así sea para consolarla…? ¿Cómo?... Porque sabemos que no todos los que entran a la selva, salen…”. Afortunadamente, en el caso de la mujer de Haití, hubo un final feliz. Al décimo día hubo noticias del niño y, cuando llegó a la estación de migrantes de Lajas Blancas y pudieron reunirlos, “la señora se arrodilló, oró, nos agradeció. Fue muy fuerte”. Estos desenlaces fortalecen a Loida y le brindan la determinación para seguir adelante, haciendo lo que mejor sabe: ayudar. Cuando finaliza su trabajo y disfruta de días libres, regresa a casa, toma la mano de su hijo y juntos salen a explorar... un entorno natural que la maravilla, pero a la vez le inspira un profundo respeto.