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- 05/10/2019 07:00
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El Libro de Job es una obra literaria que, entre otras cosas, busca romper aquella doctrina que podría denominarse como la de 'retribución-recompensa', cuyo argumento sostiene que lo justo o injusto que acontezca en la vida personal de cada individuo sería producto de si hemos vivido bondadosamente o pecaminosamente; es decir, dicha doctrina admite que existe una economía divina que vigila y valora con calculo preciso las acciones negativas o positivas de cada individuo, para así decidir si viviremos en la bonanza o en la miseria.
A través del sufrimiento de Job, y del intercambio que acontece entre él y sus tres amigos (Elifaz, Bildad y Zofar) descubrimos la tensión de dos argumentos envueltos en una batalla dialéctica. Por un lado, los amigos de Job plantean que el actual sufrimiento de éste hunde sus raíces en el pecado. Por ejemplo, Elifaz quiere hacer ver a Job que la opresión divina que pesa sobre él es el resultado de los presuntos pecados (o pecado) que cometió (Job. 15: 11–16, 20; 22: 5–11). En oposición a este discurso, Job admite que si bien Dios es el origen de su sufrimiento (Job. 12:14-25), asegura que no ha cometido pecado alguno e insiste en su inocencia (Job. 31). Y más aún, se siente humillado ya que reclama justicia para sí, pues cuando él gozaba de una vida próspera siempre fue justo con los más necesitados y fiel a la ley divina. En otras palabras, Job admite implícitamente que sus buenas acciones deben ser recompensadas con la protección de Dios. “¡Ojalá pudiera yo volver a aquellos tiempos en que Dios me protegía!” (Job. 29: 1-2)
Ahora, este intercambio sirve para observar cómo aquella doctrina que nos enseña a colocar nuestras esperanzas en que tendremos resultados positivos y provechosos solo por haber actuado conforme a las leyes divinas; o por el contrario, vincular lo negativo como el efecto directo del pecado o de algún mal cometido en el pasado, termina por ser rechazada primero con la intervención de Eliú y finalmente cuando Dios interpela directamente a Job.
Este nuevo argumento indica que los eventos positivos o negativos que acontecen sobre la vida individual, familiar o comunitaria, no son el resultado de si cometemos pecado o no, más bien su causa se encuentra en los designios de la gracia divina, la cual opera en torno a un conocimiento y sabiduría infinitamente superior a la del hombre (Job. 38: 2). En otras palabras, la gracia divina puede lanzarnos al abismo más oscuro sin explicaciones de ningún tipo, pese a que hubiésemos vivido una vida recta y pura.
Ciertamente Job, el libro, intenta ser una justificación que afirma la existencia de una deidad suprema amorosa y protectora, pero que al mismo permite la existencia del sufrimiento y la miseria, incluso cuando este sufrimiento parece ser inmerecido (como es el caso de Job) y acaecido sobre un individuo justo. En Job. 25:29, se menciona que la lluvia -vital por ejemplo en las cosechas y una creación divina- cae tanto sobre los justos como sobre los malvados, una idea que se repite más tarde en Mateo 5:45.
Básicamente, podríamos interpretar que en esta obra literaria se nos advierte -entre otras cosas- que nuestras expectativas bien podrían ser nuestros mayores enemigos, en tanto que nos ilusionan sobre posibilidades aun inexistentes que se acercan en el futuro próximo o lejano. Envueltos en estas ilusiones esperamos que nuestro duro trabajo, nuestra disposición a vivir la vida conforme a las leyes, a ser justos, honrados, etc., rinda frutos y nos depare un horizonte feliz; sin embargo, al menos el Libro de Job no deja dudas de que al final nuestro destino esta a merced de fuerzas sobre las que no tenemos control alguno.
En su sermón 'El templo vacío' el dominico Meister Eckhart precisamente carga contra esta doctrina y ofrece una visión distinta a la de aquella actitud expectante que anhela la recompensa por haber actuado “bien”. En este sermón Eckhart utiliza a Juan 2:16 -cuando Jesús saca a los mercaderes del templo de Jerusalén- como una potente metáfora; allí establece que en cada uno de nosotros habita un templo que requiere ser vaciado para que así “Jesús hable en el alma”.
Los mercaderes son para Eckhart “todos aquellos que se preservan de los pecados graves y a quienes les gustaría ser gente de bien y hacer buenas obras para agradar a Dios, como ayunar, velar, rezar y cosas por el estilo”, sin embargo; estas obras buenas solo las cumplen “con el fin de que Nuestro señor les dé algo a cambio o que Dios haga algo por ellos que sea de su agrado”. Trasladados a la metáfora, los mercaderes vendrían a ser aquellas expectativas mencionada anteriormente, vistas por Eckhart como “impedimentos” e “ignorancia”.
Así pues, la auténtica libertad solo podrá alcanzarse cuando nos vaciemos de estos; “cuando el templo se vacía de todos los impedimentos, es decir de los atributos personales y de la ignorancia, entonces brilla espléndido, tan puro y claro por encima de todo”. De modo que, la propuesta de Eckhart consiste en vaciarnos, para así permitir que el Verbo se exprese en el interior de cada individuo, esta es la meta del dominico pues cuando esto ocurre “toda duda, todo error y oscuridad desaparecen de ella (el alma) por completo”.
Visto desde un ángulo menos teológico, el empeño de Eckhart consiste en desapropiar al ser de toda determinación óntica. Y es que para Eckhart, la nada absoluta no se manifiesta como un horror vacui, más bien es el principio de un giro o transformación en el pensamiento, y por ello es un proceso formativo (Bildung). Esta formación inicia con la preparación del encuentro con la divinidad; este paso inicial -como se ha visto- es negativo pues consiste en la pérdida o disolución de todas las imágenes que hacen ruido en nuestro interior en miras de preservar lo esencial. Este proceso negativo “da lugar a la pobreza de espíritu que no significa ni dejar de desear el mundo, ni tampoco la ausencia de deseo, sino que el saber y la voluntad se adecuen a la de Dios”.
En última instancia la propuesta eckhartiana es una promesa de liberación absoluta de toda expectativa, en tanto que sólo es posible alcanzar la felicidad si nos hemos disociado de los mercaderes que inundan nuestro templo interior con sus falsas promesas. Cabe recalcar que esta propuesta -de vaciarnos- no es ajena a otras manifestaciones religiosas, tal es el caso del budismo Zen o la corriente mística del Islam (por ejemplo la poesía sufí de Rumi).
Quizás hallemos una correspondencia de esta propuesta en la obra del psicólogo estadounidense Barry Schwartz, para quien el secreto de la felicidad consiste en “tener bajas expectativas”. De acuerdo a Schwartz, hay un dogma que nos ha dicho que entre más opciones tengamos para elegir (las del mercado y su interminable oferta), la felicidad nos está asegurada. Pero para Schwartz más opciones no implica bienestar; y sin embargo, nos encontramos invadidos y atravesados por los potentes mecanismos del mercadeo, que hacen que anhelemos lujos innecesarios, los cuales al ser experimentados no cumplen con la promesa esperada.
Esta libertad eckhartiana nos evita arroparnos en altos estándares sobre los cuales podemos ilusionarnos, una peligrosa fantasía que al romperse termina generando mayor pesar y sufrimiento. Por un lado porque la multiplicidad de opciones no acalla los anhelos internos de todo hombre y mujer, ya que pese a que estén revestidos de oro y plata, todos terminan por perder su brillo inicial. Y por otro lado, porque tanto si se es creyente o no, existen fuerzas sobre las cuales no tenemos control alguno y a las cuales es iluso reclamarles justicia (como lo hizo Job). Una versión secular de este mismo asunto puede observarse en uno de los fragmentos de un evangelio apócrifo de Jorge Luis Borges, en donde indica lo siguiente: “Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable”.
Sea a causa del azar o a causa de designios divinos, nos encontramos en desventaja frente al universo. Somos un manojo de fragilidad y debilidades enfrentados a la inmensidad natural, ante la cual nuestros pequeños logros quedan reducidos a nada. Es como el 'Caminante' de Caspar David Friedrich, cuyo protagonista -el representante de la humanidad-, al llegar a la cima de la montaña, se ve superado por el inmenso horizonte de nubes que se manifiesta ante él, un interminable mar de secretos que seguramente quedará envuelto en un halo de misterio hasta el fin de los tiempos. No es esto una apología a quedarse de brazos cruzados; aquí conviene una interpretación forzada -haciendo alusión a cuando Hans-Georg Gadamer calificó a su maestro Heidegger como 'el campeón de las interpretaciones forzadas'- para sacar una conclusión implícita del Libro de Job, según la cual debemos animarnos a trabajar desde el ámbito sobre el cual tenemos control y que está a nuestro alcance, que es mucho. Y si esto no es suficiente, la 'Lucinde' de Friedrich Schlegel nos da un último aliento en el siguiente fragmento: “Pese a que el mundo pueda no ser precisamente el mejor y el más útil, bien sé que es el más bello”.