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- 07/05/2023 00:00
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LEl pasado mes de abril tuve la oportunidad de terminar el International Deans' Course Latin America 22/23 (Curso Internacional de Decanos de América Latina), organizado por la DAAD, HRK, DIES, la Universidad del Sarre y la Universidad de Alicante. El inicio fue en Saarbrüken, Alemania y la última semana en Buenos Aires, Argentina y antes de partir sabíamos que en el poco tiempo libre de que disponíamos, la visita obligada sería al Jardín Japonés.
El Jardín Japonés de Buenos Aires, fue creado por la Embajada del Japón e inaugurado en mayo de 1967, por el entonces Príncipe heredero y futuro Emperador del Japón Akihito y su esposa. Una donación al pueblo argentino como gesto de amistad entre ambos países. Cuenta con más de cincuenta y seis años y veinte mil metros cuadrados de extensión.
Lo conforman una gran laguna como centro, diversos árboles, rocas, senderos y puentes; el jardín fue creciendo gracias a diversas asociaciones de nikei —descendientes de japoneses—, en especial a la Fundación Cultural Argentino Japonesa y a la Asociación Japonesa Argentina quienes con aportes de sus miembros y donaciones han ido creando diversas estructuras como una casa de té, un centro cultural, un restaurante y esculturas, además de varias remodelaciones desde su creación. El jardín argentino tiene el honor de estar en la lista de los más grandes fuera de Japón.
Pero, ¡que jardín! En él se puede disfrutar tanto de la flora argentina como de la Japonesa en un paisajismo atractivo y agradable a la vista. Entre sus ofertas que más se disfrutan está el camino de sakura, un pequeño sendero rodeado de árboles de cerezo, que en la época de floración permite a los visitantes maravillarse con el espectáculo, además el camino de las azaleas y un árbol de kaki (Diospyros kaki) que es nada menos que un hibaku jyumoku —árbol sobreviviente del bombardeo atómico de Hiroshima— donado por el Colegio Argentino Japonés.
Al momento de nuestra visita la entrada al jardín costaba menos de dos dólares, precio que nos pareció irrisorio en comparación con el goce que brinda. Apenas se entra, la sensación de haberse transportado a otro lugar es inmediata: el sonido del agua corriendo por las diversas cascadas y la suave música japonesa embebe el ambiente relajando los sentidos. Se puede dar la vuelta completa al estanque o cruzar algunas partes ya sea por el puente plano o el puente zigzag, pero en medio del estanque hay un mirador que permite disfrutar de un torii solitario enclavado en un islote que tiene el edificio de exposiciones de fondo. Para llegar al mirador se puede andar un camino o cruzar el puente curvo, allí le están esperando los nishikigoi —carpas brocadas— que nadan a sus anchas y se acercan a los turistas como esperando un bocado.
El edificio principal tiene dos alturas, en la planta baja se encuentra el espacio de arte culinario Nippon Shoku Bunka, un restaurante en el que podrá degustar diversos platos japoneses, previa reserva; en el primer piso hay un salón de exposiciones —tristemente llegué un día tarde a la exposición de kimonos— y desde sus balcones se disfruta de la vista del jardín en su conjunto. Si lo suyo son los bonsái hay exhibiciones permanentes y venta de diferentes tipos en el vivero que se encuentra diagonal al edificio principal.
Entre los monumentos debemos destacar el Shureimon una réplica de la puerta de entrada al Shuri-jo —Castillo de Shuri— de Okinawa, hecho para honrar a los inmigrantes okinawenses del país y a poca distancia el monumento al esfuerzo del inmigrante japonés, que solo con mirarlo da la sensación del sacrificio que debió ser para los inmigrantes llegar a un lugar tan diferente geográfica y culturalmente. El siguiente es el campanario, donde a principio de año se lleva a cabo el kanetsuki —toque de la campana o campanadas— para rogar por un buen año, esta campana es una de las más de veinte copias donadas a diversos países por Japón, la original fue un regalo a las Naciones Unidas y se le conoce como “Campana de la paz”.
La ventaja del recorrido es que no hay tiempo límite dentro del jardín, existen puestos de venta de bebidas y boquitas, ademas de decenas de sillas para sentarse a disfrutar de la “naturaleza creada”. Finalmente puede darse una vuelta por la Casa de Artesanos, un lugar donde comprar un recuerdo que le permita rememorar el tiempo que disfrutó dentro del jardín. Nosotros adquirimos un imán de refrigeradora representando un Daruma —talismán para pedir deseos—, porque es nuestra intención volver a Buenos Aires con la familia y disfrutar juntos del hermoso jardín.
En nuestro país tenemos un pequeño jardín japonés dentro del parque infantil en Vía Israel, sin embargo, las veces que hemos ido siempre ha estado cerrado. Tal vez ya sería hora de crear un gran Jardín Japonés, que al igual que la contraparte Argentina sirva como generador de trabajo y un atractivo turístico envidiable.
Consideramos que un buen lugar podría ser dentro del Parque Municipal de Summit, que con sus doscientas cincuenta hectáreas bien podría ceder algunas o el Parque Recreativo Omar, aunque con menos superficie también podría donar unas cuantas. Estoy seguro que se podría contar con la asistencia de la Agencia de Cooperación Internacional del Japón (JICA) y con la Embajada del Japón en Panamá. Es un sueño muy bonito que no solo beneficiaría a los ciudadanos, sino que sería un atractivo más para nuestro país.
El autor es Doctor en Comunicación Audiovisual y Vicedecano de la Facultad de Arquitectura y Diseño.