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- 14/08/2022 00:00
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El retrato en plumilla de Arquilia Barría que cuelga sobre la pared frontal del apartamento del maestro Adriano Herrerabarría, es el primero de la hilera, y el que nadie osaría ignorar por la imponencia profética que reflejan sus rasgos.
Es un rostro fuerte de medio perfil en blanco y negro que ignora a otros anónimos, y al verlo parece salido de las hondonadas de un monte habitado por espíritus ancestrales. Es como si mirara de frente con mentalidad resuelta. Acaso sea ella, tal como era, o Herrerabarría, que en su vuelo de filigrana tejido en tinta negra la recordó como si hubiera llorado en su vientre, y luego Arquilia, en la profecía del sueño, sentenció con certeza que su criatura en ciernes anunció en ese acto el halo luminoso de sus vibraciones energéticas. “Tú me lloraste en la barriga, tienes un aura”.
La víspera de su ochenta y dos aniversario de existencia, el maestro concluyó con encendida elocuencia que “el arte es la máxima expresión de la individualidad”, y alrededor de su paleta, en medio de obras suyas dispersas en los espacios angostos de la sala de recibo y el balcón, desgranó el tiempo e imprecó a los seres ambiciosos del poder, celebró las andadas de años entre continentes y ninfas por donde tornó la vida fecunda, y asistió a los asombros que el arte se ha encargado de señalar como formas perennes.
Volvió al presente con la probidad cierta de que todos nacemos con muchas posibilidades. En el pasado pudo haber sido literato, fue periodista y atleta y se graduó de maestro de escuela. Y después de todo, ha mantenido sus convicciones académicas, y cuando refulgen momentos vitales de su formación artística, aquí y alrededor del mundo, es para confirmar la coherencia de sus rebeldías filosóficas que le vienen enredadas en la naturaleza de hijo de orfebre lúdico y madre chamánica.
El maestro Adriano aprendió a razonar en aquella entonces lejana capital de provincia donde nació, Santiago de Veraguas donde le salieron versos escépticos y manifiestos de insurrecto que volcó en letras de molde urdidos en la clandestinidad de un viejo mimeógrafo. Otras veces, acudió a la facilidad de sus manos para caricaturizar los blancos mortales de sus obsesivos enconos, y a pintar el pueblo con murales de escándalo.
En su formación de maestro de escuela bebió los elíxires de la dialéctica social que trajeron en sus maletas de exilio hombres venidos del sur del continente y del otro lado del atlántico, y que habían salido huyendo de guerras de dictadores y fanatismos.
Acusó ayer a los que creía provocadores de las miserias humanas y en la historia de las mocedades quedó evidencia de que había volcado su talento de escritor juvenil y dibujante de reciedumbres ideológicas, regodeándose en la irreverencia, y en no pocas ocasiones en la injuria, hasta que su insurgencia se propagó como si fuera la maldición de la comarca.
Perdió becas de estudio, se refugió en los amigos de rebeldía y en otros que oficiaron de mecenas para que trascendiera fronteras y recreara sus furias de pintor y líder de masas en otros horizontes.
Un buen día, Waldo Arrocha Grael, el hombre maduro y fiel del mecenazgo, tomó en serio el impulso de Adriano para llegar a tierra azteca y aprender las artes plásticas. Arrocha sabiamente orientó la manera como el mozalbete debía orquestar una campaña de recolección de recursos económicos para el viaje. El reto llevaba una liebre de estímulo: “Si tú alcanzas a recoger cien dólares yo te doy doscientos”. La gesta fue acontecimiento colectivo y en pocos días la suma llegó a poco más de quinientos dólares.
Entre los donantes fuertes aparecieron personajes que Herrerabarría había señalado con saña en sus libelos, y la inusitada nobleza de aquellos a quienes creía hasta ese día sus enemigos doblegó las blasfemias. “Los tipos que yo combatía, -dijo con voz quebrada y lágrimas en los ojos-, con tanto que los he insultado y mire, me quieren”. - No, hijo, no es que te quieran. Me dijeron a mí que con tal de que Changmarín y tú se vayan del pueblo están dispuestos a donar más de mil dólares-, le precisó Arrocha.
Con el agridulce de esta modalidad de humor negro de sus adversarios mayores metido en el entrepecho, viajó a Ciudad de México para graduarse seis años después como Maestro de Artes Plásticas en la Escuela de San Carlos de la Universidad Autónoma de México. Tres años más fue alumno en la Escuela Superior de Maestros para cuajarse en destrezas pedagógicas y así completó nueve, tiempo total que en realidad se transformó en el periplo formidable para auscultar los mitos de la identidad cultural latinoamericana y la civilización indigenista a través del arte, al lado de los maestros que siempre cargarán la impronta irrepetible de un movimiento pictórico trascendente y universal, el muralismo mexicano.
Siqueiros, Rivera, Velásquez y Orozco, entre varios más, se volvieron sus amigos de jolgorios, debates y alucinaciones. Y con ellos medró la Historia del Arte y se lanzó a los dominios de técnicas insuperables con las que la posteridad y la perspectiva de las épocas han patentado los vigores del arte y puesto a prueba su vigencia: dibujo, pintura, escultura, diseño, fotografía, son dimensiones que practicó con desvelo hasta lograr su elaboración espacial en formas auténticas, y en síntesis, llegar a la conclusión simple de que la arquitectura es la madre de las artes plásticas.
Asomó de nuevo a la natal provincia para compensar gratitudes que traía enrolladas en telas impregnadas de óleos con figuraciones abstractas, y en ellas anunció el hallazgo de las mitologías y los planos con alegorías de rostros de leyenda.
Viajó pronto a Europa, en compañía del grabador colonense Julio Zachrisson, y cuando estaban frente a los frescos atesorados del renacentismo, a Tizziano y Tintoretto, los trashumantes enmudecieron de asombro. El aliento de Herrerabarría sólo dio para una exclamación melancólica: “Yo creo que nos equivocamos. ¿Qué hacemos aquí?-”.
Por esos lares esculpió el amor y sembró descendencias, como lo había hecho antes en México, seguramente signado por la cabra astral que condenó a su deidad regente a las errancias y al éxito de seducir pequeñas diosas. De modo que su regreso a Panamá fue también para conquistarla pero a ella con amor de patria.
Por estos días, al volver los ojos hacia su obra pictórica diseminada en el espacio de su estudio, prefirió evadir el discurso academicista y sus victorias artísticas, y concitar mejor el aforismo maestro: “…Si pintas para qué hablas…”
Definir entonces su obra gigante y copiosa es tarea de otros. Con la pedagogía convenció al poder, y con la utilidad de sus instrumentos, construyó para generaciones de jóvenes, verdaderos templos consagrados al ejercicio de la plástica, que existen a manera de Escuelas de Arte en los grandes núcleos estudiantiles de las provincias de Veraguas, Herrera, Los Santos y Chiriquí.
Con el aura creativa venció obstáculos y llegó a la cima de la gloria como uno de los más recios exponentes de nuestra identidad cultural. Y aunque prefiera decir que su obra artística no tiene definición - para ahorrarse controversias con los egos adversos-, es el maestro por excelencia que ha de recorrer tiempos y ciclos venideros del arte nacional con la certeza infinita de su memorable existencia.
En el pasado reciente, el poeta carioca José Domingo Naud, refrendó en el libro Fábrica de Ritos, su visión cósmica del maestro y en extenso poema, Promontorio Milenario, cobijó sus entornos, ideales patrios y emociones de pintor. Ahí aparece aposentada, lógica y persuasiva, su mítica madre: Yo le he visto también la cara a su vieja Arquilia, en Santiago de Veraguas. De sus labios tan recios manaba un corazón que la boca no dice, y vi su irradiación de presencia inefable, sus perlas invisibles, esa ternura madre que a las horas redime. Un día se hizo ave, y por su hijo siempre se vuelve al aire, en la noche ala blanca, de paso, en cualquier día. Es como si el poeta continental hubiera descubierto el origen del aura.