- 06/04/2014 03:00
Provengo de un planeta sin nombre que retumbaba cada ciertos eclipses como presagio de su infarto final. Nosotros no lo esperábamos, no estábamos preparados.
A pesar de que sus raíces parecían reventar de flujo interno y de que sus islas comenzaron a marchitarse, nosotros, sus habitantes, continuamos habitándolo. Ingenuos, no escapamos.
Un simple paseo por sus túneles era mortal. Cualquier trino podía desatar una corriente fétida que como bestia lo engullía todo a su paso, lo quemaba todo, envenenaba todo no dejando ni las ánimas que pudieran penar.
Por ello adquirimos el hábito de sepultarnos en su tierra. A duras penas encontrábamos espacio entre sus raíces gordas, para acurrucarnos entre ellas, para esperar el desenlace tan conocido y tan predecible de nuestro amorfo hogar.
Hierve. Tú me preguntas algo. Yo te miro mal. Tú me clavas palabras-cuchillos. Yo te abofeteo con mi retirada. Te oigo pisar. Eclipse y retumba. Gritamos. El planeta está muerto y se está descomponiendo con nosotros dentro.
No se puede vivir así, un día bien, el otro mal, conteniendo palabras, reclamos, suspiros, recuerdos, silencios, alaridos, pretendiendo esconderlos en cada esquina, bajo la cama, entre los libros o entre la ropa sucia por allá atrás.
Salí de mi sepultura y me fui a las cuevas porque se había agotado el aire bajo la tierra y las raíces ya no me abrazaban. No me abrazaba más mi planeta. Sus cuevas… esos largos y oscuros pasajes, laberintos, que poblaban su capa alta, ¿eran su cielo? No vi a mis compañeros, ni a mis hermanos, ni a mis padres. No sé si las raíces se los comieron. De pronto un temblor, un rumor, un eco, un reverbero bajo mis pies y sobre mi cabeza. Pero no hubo corriente muerta, no hubo explosión.
El infarto de nuestro planeta fue como un largo suspiro, como un gemido que nacía desde el fondo de su cuerpo. Se hizo el eclipse, retumbó una vez más. El gemido, primero bajo, se tornó más agudo, más alto, mas claro, más final y más tieso… Se desgarraron cielo y suelo a mi alrededor y… Basta.
Hace casi dos años me fui de viaje y vi un corazón azul dibujado en un espejo, a la altura de mi pecho. En ese momento, temiendo que me atrapasen, agarré el corazón y me lo escondí tras el diafragma. Cuando volví de mi viaje, lo saqué y comenzamos a echarle agua. Le echamos lodo también y sucedió lo que siempre pasa cuando se descuidan tan frágiles plantas. Se fue pudriendo y se partió el corazón azul, y comenzamos a trepar los hilos de sangre azul que quedaron estirados entre sus mitades. ¿No era roja la sangre? ¿Qué sucedió con el rojo de la sangre? ¿A dónde se fue todo el rojo de la sangre que juntos le habíamos inyectado al corazón?
ARTISTA