La Ciudad de Saber conmemoró su vigésimo quinto aniversario de fundación con una siembra de banderas en el área de Clayton.
- 20/07/2019 02:00
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Pedro Alonso Hidalgo llegó a La Habana en 1910 con trece años de edad, bastante asustado y mareado por la larga travesía. Apremiada por las circunstancias su madre, la viuda Isolina Alonso, consiguió que lo llevaran a Santander para embarcarlo como grumete en un carguero que hacía el recorrido en cuatro semanas. Pedro llevaba consigo un pequeño bulto de ropa y una carta de Isolina a su hermano Santiago Alonso, propietario de un expendio de víveres secos al por menor ubicado en un local de la calle Oficios, rogándole que empleara a su sobrino. Santiago emigró a la isla unos años antes de la guerra de independencia y estableció ‘La Asturiana' con mucho esfuerzo, como tantos otros que llegaron por esa época y que escogieron quedarse después de que los españoles perdieran la guerra del 98 con los americanos. Ese local había sido parte de las caballerizas de la antigua mansión que las lenguas señalaban como propiedad de un marqués, pero de su antiguo esplendor quedaba poco. Por ese entonces Oficios era una estrecha calle empedrada muy cerca del puerto, donde vivían familias hacinadas en cuarterías ubicadas en caserones abandonadas por los nobles que regresaron a España mucho antes del inicio de la guerra. Por allí transitaban a diario enormes carromatos cargados de carbón halados por fornidos mulos, con la consiguiente algarabía de las amas de casa, que esperaban en la carbonería para hacer su compra.
La única aspiración de Santiago era ahorrar lo suficiente para regresar a su pueblo en Asturias y adquirir una huerta en donde vivir sus últimos días. Había pasado años temiendo ser expulsado del país donde trató de pasar desapercibido, años de privaciones, hasta que una cierta normalidad volvió a la ciudad declarada la independencia en 1902 y logró reabrir el pequeño local. Comenzó a recibir alguna mercancía cuando regresaron los barcos de España con barriles de galletas, chorizos, a veces aceite de oliva, quesos, alubias y garbanzos.
Ese sobrino flacucho y desgarbado que le traía el destino, no le cayó en gracia. Lo poco que hacía a duras penas alcanzaba para mantenerse y ahorrar algo, pero estaba en deuda con su única hermana y tuvo que aceptar su presencia. Le asignó a Pedro un rincón en la trastienda para ubicar un catre cerca del suyo en un cuarto de paredes de piedra blanqueadas con cal, que rezumaba humedad y donde los ratones se escondían en las hendijas. Una gruesa puerta de madera cuarteada por los años comunicaba el local con el patio central del caserón, donde compartían el baño con otras familias y sacaban agua del antiguo pozo. Cerca de la puerta, un anafre les servía para calentar agua y los alimentos que a veces conseguía en las fondas del puerto cercano, pero el resto del tiempo se las arreglaba con lo poco que cocinaba. Con otra boca que mantener, Santiago obligó a Pedro a trabajar a su lado detrás del mostrador día y noche para pagar la ropa y un par de zapatos que le compró, todo de segunda mano.
Casi sin darse cuenta la vida se le fue escapando y la muerte alcanzó a Santiago de repente un martes de cuaresma. Pedro heredó lo poco que dejó su tío, tenía veinte años y algunas ideas para mejorar el negocio. En cuanto pudo, con los pesos que dejó el viejo guardados en una lata bajo su catre y con gran esfuerzo, trasladó La Asturiana a un local por la calle Compostela casi esquina a Obispo, un área algo más próspera.
A sus treinta y más años, después de dedicarse a trabajar sin descanso, como había aprendido del tío Santiago, su situación económica era algo mejor. Tenía clientela fija, pero la soledad que lo rodeaba en sus horas de asueto comenzó a agobiarlo. Los pocos amigos dueños de negocios cercanos, estaban tan ocupados como él y no quería quedarse detrás del mostrador toda una vida. Su única distracción era una visita ocasional a un bayú cercano para dejarse manosear por mujeres desgastadas por el oficio.
Decidido a encontrar esposa, cifró sus esperanzas en una joven del barrio que frecuentaba la tienda. Tenía una angustia lejana en la mirada que le hizo pensar que no le disgustarían sus atenciones. Se trataba de Celeste Rodríguez, dependiente en un almacén de Galiano, que con venticinco años de edad no se resignaba a la soltería. Delgada, de mediana estatura, algo huesuda, poco busto, un rostro común excepto por ojos negros grandes y expresivos adornados por largas pestañas, nariz aguileña, boca de labios estrechos que le daban un aspecto de dureza que trataba de disimular pintándose por fuera, el cabello recogido en la nuca en un rodete al estilo de la época. Vivía desde siempre en una cuartería por la calle Obrapía, en compañía de su madre y un hermano menor siempre metido en enredos que no le daba paz a la familia. El clásico solar habanero, poblado por demasiadas familias, radios a todo volumen día y noche, la pelea a gritos entre vecinos y parejas, la policía tocando puertas en busca de algún delincuente. Un pequeño infierno del que muchos trataban de escapar y muy pocos lo lograban.
Celeste recordaba vagamente a su progenitor que desapareció durante su infancia. Y la historia que su madre contaba era que había muerto en un accidente en el puerto, donde trabajaba moviendo carga de los barcos que entraban y salían. Supuestamente había sido aplastado por una grúa, pero Celeste desde siempre sospechaba que la verdad era otra. La mentira tantas veces repetida para ocultar una historia de abandono familiar que había que disimular y esconder a toda costa. Su hermano nació mucho después, de una fugaz relación que tuvo su madre con un marino que nunca más volvieron a ver. En el solar, algunas mujeres hacían comentarios en voz alta al ver pasar a esa flaca estirada que entraba y salía taconeando sin saludar a nadie.
– ¿Qué se habrá creído? Coño… Esa tipa parece un bacalao –escupió a su paso entre dientes una vecina.
Uno de esos vagos del barrio, de cabello engominado de medio lado a la Rodolfo Valentino apestando a colonia barata, con su labia trataba de meterle mano a Celeste cada vez que pasaba por la esquina donde el tipo se instalaba de guardia todos los días, como pegado a un poste.
–Hola chica, ¿no quieres acompañarme el sábado a un paseíto por el malecón? Te juro que no te vas a aburrir…
–Amorcito, no seas castigadora, por lo menos tírame una sonrisita con esa boca linda.
Celeste pasaba taconeando airosa sin voltearse a mirarlo, pero era la primera vez en su vida que alguien le decía un piropo, lo que provocaba una emoción desconocida. Para llegar al solar podía haber dado la vuelta por la otra esquina y así evitar encontrarse con esa especie de Valentino treintón, ataviado con la camisa planchada sin saco ni sombrero, zapatos de dos tonos, pero no lo hacía...
AUTORA Y GINECÓLOGA
‘Casi sin darse cuenta la vida se le fue escapando y la muerte alcanzó a Santiago de repente un martes de cuaresma. Pedro heredó lo poco que dejó su tío, tenía veinte años y algunas ideas para mejorar el negocio. En cuanto pudo, con los pesos que dejó el viejo guardados en una lata bajo su catre y con gran esfuerzo, trasladó La Asturiana a un local por la calle Compostela...'
ROSA MARÍA BRITTON
Autora y ginecóloga
Escritora panameña nacida en 1936, en la ciudad de Panamá. Hizo sus estudios secundarios en el Colegio de las Dominicas francesas de La Habana. Doctorada en Medicina por la Universidad de Madrid, ha ejercido como destacada especialista en oncología. Es autora de las novelas El ataúd de uso (1982), El Señor de las lluvias y el viento (1984), No pertenezco a este siglo (1991), Semana de la mujer y otras calamidades (1995) y Todas íbamos a ser reinas (1997); de los libros de cuentos, ¿Quién inventó el Mambo? (1985) y La muerte tiene dos caras (1985); de las obras teatrales, Esa esquina del Paraíso (1986), Banquete de despedida/Miss Panamá Inc. (1987) y Los loros no lloran (1994); y del ensayo divulgativo La costilla de Adán (1985). Ha recibido el premio literario Ricardo Miró, en su versión de novela (1982, 1984 y 1991), cuento (1985) y teatro (1986 y 1987). Es presidenta de la Fundación Biblioteca Nacional de Panamá.