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- 29/09/2019 07:00
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La última semana ha marcado un antes y un después en la lucha contra la crisis ambiental. Los últimos 2 viernes, el movimiento #FridaysForFuture, liderizado por niños y adolescentes, ha logrado juntar alrededor de 8 millones de personas en distintas ciudades del mundo con protestas masivas contra el cambio climático, y el efecto amplificador de las redes sociales ha hecho su magia. Al mismo tiempo, la figura de Greta Thunberg, actualmente el rostro más conocido de este movimiento, ha generado controversia con su intervención ante la ONU el pasado lunes, haciendo visible —para incomodidad de muchos— la dimensión política de la crisis planetaria.
Algunas voces de la izquierda tradicional acusan a la activista de ser un títere mediático de las empresas energéticas verdes, como parte de una estrategia gatopardista de la socialdemocracia europea. Sin embargo, los críticos más enérgicos suelen ser libertarios, conservadores y de extrema derecha, para quienes el discurso anticapitalista de Greta no solo es falaz, sino además peligroso, como parte de una agenda progresista que busca el resurgimiento de la izquierda, el aumento de impuestos y la reducción de las libertades individuales. Entre estos últimos, una buena parte niega que el cambio climático sea un problema real, mientras otros lo reconocen sin admitir su gravedad, a la vez que piden mantener la discusión al margen de lo político o sin abordajes a los que tildan de “ideológicos”.
Pero esta apelación a la neutralidad, tan frecuente en las redes panameñas, deja de lado que el deterioro ambiental es justamente un problema de economía política. Es la crisis de un modo de producción que organiza las sociedades modernas en función del crecimiento infinito, en contradicción permanente con un planeta finito cuyos ciclos regenerativos son más lentos que los ciclos del capital. Andrés Jácome, estudiante de sociología y usuario de Twitter (@andresfjacome), lo deja más claro: “A ver, décadas de medios de producción, hábitos de consumo, extractivismo, reformas laborales y fiscales, guiadas por una serie de ideas que tienen como paradigma el crecimiento infinito y la concentración del capital, ¿y ahora el cambio climático no es político e ideológico?”.
Al mismo tiempo, que el cambio climático sea un problema político, también lo convierte en un problema cultural. Todo modo de producción —en este caso el capitalista—, genera relaciones sociales que le son específicas. Dicho de otro modo, la forma en que una sociedad produce los bienes para su subsistencia, da lugar a un entramado cultural con sus propias instituciones, leyes, formas artísticas, discursos, prácticas y formas de relacionamiento humano destinadas a legitimar y perpetuar el sistema que las origina. Así, el capitalismo no es solo un modelo económico-político, sino también un sistema cultural que produce subjetividades concretas; o, dicho de manera muy simple, esquemas mentales y modos de concebir el mundo.
En este caso, los procesos de subjetivación bajo una cultura capitalista (donde la producción no obedece a las necesidades, sino a la ilusión del crecimiento infinito) funcionan articulados con un discurso sobre la libertad de elección y la autonomía individual, estrechamente ligadas al consumo, a la competencia y a la lógica del “usar y tirar”. Es el predominio del valor de cambio, que es simbólico, sobre el valor de uso, que atañe a las necesidades reales.
Este es el trasfondo cultural de por qué nos cuesta tanto imaginar —o siquiera desear— una transición poscapitalista. Nos cuesta pensar en un mundo donde no seamos “libres” de comprar lo que se nos antoje sin tener en cuenta las consecuencias de su producción, su consumo y su posterior descarte. Nos cuesta visualizar un mundo donde no cambiemos de celular cada año, donde no podamos elegir un auto que imaginariamente nos posicione por encima del vecino, o donde no existan productos absurdos para satisfacer todos nuestros caprichos, como lentes de sol para perros, despertadores voladores, botellas de agua con bocinas incorporadas, o ardillitas de plástico que sostienen el hilo del té al borde de la taza.
Cualquier transformación que busque salvar a la especie humana de un planeta inhabitable, será política (colectiva y sistemática, no individual y puntual), pero también implicará cambios culturales radicales, pues nuestra forma de consumir solo es posible bajo un modo de producción depredador y antivida, que nunca ha sido ni podrá ser sostenible.
Líderes ecologistas como Chico Méndez (Brasil) o Berta Cáceres (Honduras), asesinados a sangre fría por el capital, también lo dijeron en su momento, pero por motivos que no deben ser analizados desde una óptica meramente funcionalista, el discurso de Greta se ha hecho viral: “La gente está sufriendo. La gente está muriendo. Ecosistemas enteros están colapsando. Estamos en el comienzo de una extinción masiva, y de lo único que pueden hablar es de dinero y cuentos de hadas sobre crecimiento económico eterno. ¡¿Cómo se atreven?!”.