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- 27/01/2020 00:00
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En el invierno de 1945, tras casi siete años de guerra entre varias naciones del mundo, la Alemania nazi se preparaba para liberar a los miles de prisioneros restantes en los diferentes campos de concentración, entre ellos el más grande y emblemático: Auschwitz-Birkenau, ubicado en Polonia y donde se exterminaron a más de 1.1 millones de judíos polacos. Tan solo sobrevivieron 500 de ellos.
Mujeres y hombres famélicos, enfermos, desnudos e incluso muertos, fue la escena que describió el general soviético Anatoly Shapiro, el primero en entrar al campo de concentración nazi para notificar la liberación de sus prisioneros y la derrota de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. “Entramos en la mañana del 27 de enero de 1945. Vimos algunas personas vestidas con harapos. No parecían seres humanos, lucían terrible, eran puro hueso”, comentó Shapiro en una entrevista con el medio New York Daily News, en 2005.
Pese a que campos como Sachsenhausen, Ravensbrück y Bergen-Belsen junto con varios más como Dachau, Buchenwald y Mauthausen fueron liberados por el Ejército Rojo durante los últimos días del conflicto, ser libres no significa sobrevivir, dado que cientos de ellos morirían meses después por enfermedades y desnutrición. La brutalidad nazi fue un capítulo marcado por sangre de inocentes.
“El 18 de enero de ese año los alemanes que dirigían el campo reunieron a toda las personas que pudieron. Nuestro servicio de inteligencia estimó que eran al menos 10.000 y que los nazis los obligaron a marchar, hambrientos y desnudos, hacia otros campos ubicados en el oeste. Ninguno de ellos logró sobrevivir. Todos murieron en el camino”, destacó el general, fallecido en 2005 en Nueva York (EEUU).
El historiador y autor de El holocausto y la cultura de masas, Álvaro Lozano, relató la historia de aquel día que puso al descubierto la miseria de muchos, pero que también establecería el inicio de una nueva vida para los sobrevivientes no como “un acontecimiento histórico excepcional que representaría una regresión a la barbarie medieval, sino un acontecimiento central de la historia moderna que fue posible gracias a la ciencia más avanzada y a la organización racional burocrática de la sociedad industrial”.
El recuerdo de aquellos días y noches tormentosas nunca se borra, ni se difumina en las mentes de quienes sobrevivieron a la masacre nazi de 1939 a 1945. Esas voces que siguen moldeando la actualidad, se levantaron y decidieron ser escuchadas para impedir el olvido de la humanidad ante el episodio más oscuro de sus vidas.
Una de ellas, Gisella Perl, fue una ginecóloga judía que sobrevivió a cinco campos de concentración y salvó la vida de miles de mujeres judías desde 1944 cuando el régimen de Hitler arrasó su pueblo y fue deportada con su esposo e hijo hacia Auschwitz. Nunca más volvió a verlos.
En su libro, Yo fui doctora en Auschwitz (publicado en 1948), Perl recuerda el horror de ver a mujeres embarazadas ser llevadas a su temprana muerte tras mentiras de las autoridades alemanas. Les decían que les darían doble ración de leche y pan, cuando en realidad “eran apaleadas con porras y fustas, destrozadas por perros, arrastradas por los pelos y golpeadas en el estómago con las pesadas botas alemanas. Entonces, cuando se desplomaban, eran arrojadas al crematorio. Vivas”.
Perl, desde ese momento, ayudó a aquellas embarazadas a dar a luz o abortar a sus niños no nacidos. La rudeza del trabajo que desempeñó la llevó a salvar su propia vida y la de muchas mujeres, pero confiesa en su autobiografía que “nadie entenderá jamás lo que significó para mí destruir a esos niños”.
Aún así, la doctora vio entrar a las triunfantes tropas británicas y ayudó a nacer a más de 3 mil bebés hasta su muerte en 1988, en Israel.
Por otra parte, Charlotte Delbo, miembro de la Resistencia Francesa fue deportada en 1943 a Auschwitz-Birkenau junto con otras 230 víctimas, de las cuales solo sobrevivirían 49, incluyéndola. En su relato, Ninguno de nosotros volverá (1965), Delbo cuenta una serie de relatos donde se visualiza la convicción que aún se mantenía de que la feminidad sería amparada en los campos. Las interacciones de la superviviente con el sexo opuesto eran cortas, y la solidaridad entre internas crecía con el pasar del tiempo, “Experimentamos una profunda ternura por los hombres. Los amábamos. Se lo decíamos con los ojos, nunca con los labios”, señaló.
El creciente interés por la literatura basada en testimonios y recopilaciones de datos reales de lo que ocurrió — y quizás nunca podamos conocer del todo— en aquel campo polaco, ha brindado la oportunidad de provisionar un catálogo de féminas escritoras, que dan voces eternas a aquellos que no pudieron ver más allá de la 'puerta del suplicio'.
Entre ellas, la italiana Daniela Padoan quien publicó el volumen reciente Como rana en Invierno (Altamarea), que hila en una historia ampliada los testimonios de tres mujeres italianas que sobrevivieron a Auschwitz: Liliana Segre, Goti Bauer y Giuliana Tedeschi. La escritora expresó que “el Holocausto consistió en la ejecución de seis millones de judíos, ya fueran hombres o mujeres. Pero la ideología nazi, al ver a las mujeres como generadoras de esa raza indigna que había que extirpar, construyó para ellas un universo concentracionario distinto, más cruel que el masculino”.
Y la lista puede seguir con los retratos literarios de mujeres valientes como Hélène Berr, Gisella Perl, Isabella Leitner, Nelly Toll, Rachel Auerbach o Olga Lengyel; quienes lograron lo impensable, para quien veía su futuro como una mancha negra e impredecible, al dormir en las literas en medio de excremento y dolor: ser libre.
Pero la libertad no condiciona los recuerdos, y es en memoria de su padre que Melcher De Wind (1961) se convirtió en el albacea de la historia que escribió su padre, Eddy De Wind (fallecido en 1987), en una casa abandonada en el campo de Auschwitz, a pocas semanas de la liberación.
El libro Auschwitz, última parada (editorial Espasa, 2019) fue publicado por primera vez en 1946, sin éxito; luego de nuevo en los años 80, y no había vuelto a ver la luz hasta que Melcher se lo comentó a un agente en una exposición de la Segunda Guerra Mundial en Madrid. “Fue a partir de la exposición cuando me di cuenta de la importancia que tenía el libro de mi padre y decidí probar suerte”, expresó al diario El País.
Su padre y su madre, Fiedrel De Wind, se conocieron, enamoraron y casaron estando en el campo de concentración. La, en ese entonces, joven enfermera se separó de De Wind 12 años después de sobrevivir al Holocausto. “Les resultaba insoportable pensar en lo que habían vivido, y era en lo único en lo que podían pensar cuando se miraban”, comentó el albacea.
“Nunca más otro Auschwitz, esa era para mi padre la razón más importante para seguir viviendo, y el sentido de su historia”, enfatizó De Wind.
Las tragedias que se vivieron en aquel complejo de bloques y pasillos oscurecidos por la desesperanza, son misterios que, probablemente, nunca se lleguen a desvelar por completo, sin embargo, las nuevas generaciones se verán beneficiados de los registros históricos en géneros de ensayo, novela y epístolas, para garantizar que Auschwitz y las seis millones de vidas judías no caigan en el olvido.