El señor conde

Actualizado
  • 22/02/2020 06:00
Creado
  • 22/02/2020 06:00
Cuentos y poesías de La Estrella de Panamá
El señor conde

El señor conde de Valdecastrones no dejó descendencia, a pesar de que se casó tres veces y enviudó otras tantas. Un bando de sobrinos revoloteaba junto a la cama del hospital donde el nonagenario aristócrata permanecía en coma.

Aunque dicen los viejos que fue dueño de media provincia, cuando murió no poseía más que el palacio donde habitaba y unos jardines aledaños. Había dilapidado su fortuna en francachelas rumbosas y vicios inconfesables, como buen señorito andaluz.

A medida que iba menguando su fortuna, iban abandonándolo fámulos y paniaguados hasta que en la última década de su vida la servidumbre se redujo a Currito. Este, a pesar del diminutivo hipocorístico, contaba cuando el señor conde enfermó con la respetable edad de setenta años. Curro, su padre, había sido mayordomo y confidente del señor conde desde los tiempos de esplendor, y a su muerte, Currito heredó la mayordomía y la fidelidad a la casa de Valdecastrones.

Currito sabía que desde que el señor conde yacía en cama los sobrinos estaban en tratos con una cadena de hoteles para vender el viejo palacio con sus jardines cuando llegara el momento, pero se les reía en sus barbas cada vez que se topaba con alguno de ellos por los pasillos del palacio, porque su padre le había dicho que el anciano conde donó mediante testamento su última y única posesión a la cofradía de nazarenos de Nuestro Padre Jesús del Santo Sopapo, de la que su excelencia había sido hermano mayor durante los últimos treinta años.

Los sobrinos, cansados de las impertinencias de aquel viejo que se creía dueño de la casa donde habitaban y no los respetaba, lo pusieron de patitas en la calle apenas la demencia senil le quitó a su tío el uso de la razón.

El señor conde, que siempre presumió de caballista, había sufrido en su juventud una caída al tratar de rejonear un toro, a consecuencia de la cual lo sometieron a una intervención quirúrgica. A Currito le había contado su padre cómo él vio el suplemento de platino de aproximadamente trescientos gramos que le implantaron en una cadera durante aquella operación. Currito sabía que el platino se cotiza a doble precio que el oro y calculó que su excelencia se llevaría a la tumba varios millones de pesetas entre los huesos.

Dispuesto a no permitir tal desperdicio tenía guardada una llave del panteón familiar, una potente linterna, un bisturí y otras herramientas cortantes, y esperó pacientemente.

Es verdad que a Currito le daba cierto repelús andar hurgando en el cadáver del viejo, pero también consideraba de justicia cobrarle algo a aquel ingrato que cedió su última posesión a una pandilla de meapilas, ignorando a quien había estado sirviéndole durante toda su vida.

Desde que fue despedido, el viejo mayordomo vivía de una modesta pensión. Una mañana que fue a comprar el pan se trajo también un periódico. Vio una esquela mortuoria que ocupaba media página y apenas leyó el nombre, buscó ansioso la llave del panteón, la linterna y los instrumentos incisivos. Envolvió todo en el diario y salió camino del cementerio.

Estuvo dando vueltas por allí hasta que anocheció. Cuando cerraron las puertas del camposanto, abrió el panteón, encendió la linterna y desembaló los instrumentos sobre la mesa de mármol que había en el centro para apoyar los ataúdes. Alumbró una por una las puertas doradas de los nichos que ostentaban los nombres y títulos de los miembros de la casa de Valdecastrones hasta llegar al de su antiguo amo. Casi se desmaya del susto cuando vio que ¡estaba vacío!

Miró y remiró, buscó y rebuscó y, cuando se convenció de que allí no estaba lo que tanto había deseado, se fue a la mesa para recoger los instrumentos que había pensado usar. Cuando estaba envolviéndolos en el periódico, alcanzó a ver de nuevo la esquela mortuoria y acercó la lámpara para cerciorarse de a quién correspondía, sospechando que se había equivocado de muerto. Todos los apellidos, títulos, cargos y dignidades coincidían, así como los nombres de sus deudos. Currito siguió leyendo y pudo ver al final unas letras menudas que decían: “Sus cenizas fueron lanzadas al mar frente a la ciudad de Cádiz por expresa voluntad del señor conde”.

El señor conde
Autor

Francisco Moreno Mejías

Nació en España el 3 de julio de 1939. Fue esposo de la pintora panameña Sandra Cotes de Moreno, y reside en Panamá desde 1968.

Ha publicado dos novelas: 'La piedra de Rosita' y 'Fuego y ceniza', un libro de cuentos titulado 'Un puñado de ocurrencias' y un libro sobre el uso del idioma titulado 'La herramienta más usada'.

Ha escrito artículos en periódicos y revistas. Pertenece al círculo de lectura Extramuros, de la Universidad de Panamá.

Tiene inéditos poemas, cuentos, reseñas de obras leídas y ensayos.

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