El barrio de Chualluma en Bolivia, es único en la ciudad de La Paz ya que todas sus paredes están pintadas de colores que resaltan los rostros de las cholas,...
- 24/07/2021 00:00
- 24/07/2021 00:00
...y siento más tu muerte que mi vida.
Nacho no tuvo que madrugar aquel día. Ño Benito, el dueño del potrero que estaba limpiando, le dijo que regresara el lunes porque él tenía que ir a la capital. Si no hubiera sido por el ruido infernal que hacían los talingos sobre el techo de cinc no hubiera despertado tan temprano. Abrió la ventana y parpadeó deslumbrado por la cascada de luz que invadió el cuarto. Se quedó un rato parado en la puerta de la casa oyendo mugir las olas y viendo saltar la espuma sobre el arrecife. Pensó que hacía un día bonito para irse a pescar. Después de darse un chapuzón le pidió a su madre algo para desayunar. Se puso un suéter y el sombrero y bajó a pedir prestado el cayuco de su padrino, pero el padrino no estaba y el cayuco permanecía amarrado con cadena y candado para evitar que los pelaos hicieran con él alguna diablura. Luego se dio cuenta de que la marea estaba baja y podría caminar por la restinga hasta el islote de los Pájaros, donde otras veces había sacado buen pescado.
Cogió los instrumentos de pesca, los metió dentro de un cubo y se puso a pensar quién podría acompañarlo. En el pueblo casi todos estaban en sus labores, pero Tito había quedado sin trabajo cuando cerró el aserradero hacía ya cuatro meses. Se fue a buscarlo.
Partieron los dos amigos por la costa. Atraparon unos camarones en la desembocadura de una quebrada para que les sirvieran de cebo y caminaron por la restinga hasta las rocas del lado de fuera del islote. Armaban los anzuelos, enganchaban las carnadas y lanzaban; cambiaban de lugar y seguían lanzando entre conversa y conversa. Después de casi una hora en que ninguno de los dos había sacado nada, Nacho se fue un poco más lejos y apenas tiró el anzuelo le picó un mero. A los pocos minutos sacó una lora. Luego, una barracuda chica. Tito, por más que lo intentaba, no logró sacar más que un sarajuelo mientras que Nacho iba poco a poco llenando el cubo.
La buena suerte le borró a Nacho la noción del tiempo y si no hubiera sido por la sensación de vacío en el estómago, no se hubiera percatado de que ya era mediodía y de que ahora la marea estaba bien alta y tapaba la restinga por completo. Llegar hasta la costa era fácil para Nacho y para Tito, que habían aprendido a nadar antes que a caminar. El problema era cómo llevar nadando un cubo lleno de peces sin perderlos por el camino. Nacho vio la solución en un trozo de alambre oxidado que encontró entre las piedras. Mientras ensartaba uno a uno los peces no dejaba de pensar que Tito tenía mujer y tres hijos, estaba desempleado y necesitaba llevar alimento a su casa. Por no humillarlo le mintió diciendo que se llevara él todos los peces porque su madre había comprado pescado y si le daba más se le dañaría.
Se desnudaron para nadar cómodamente y para enrollar entre la ropa los utensilios de pesca. El canal interior estaba tranquilo porque el islote hacía de rompeolas y los dos jóvenes braceaban sin dificultad mientras sujetaban con la boca las correas de los pantalones, con las que habían amarrado los envoltorios. Tito llevaba además enganchada al brazo izquierdo la sarta de peces, por lo que iba un poco rezagado.
De pronto Nacho oyó un fuerte zarpazo en el agua a sus espaldas. Miró hacia atrás y vio como si el mar hirviera alrededor de Tito, que gritaba con desesperación ¡Nacho, Nacho! mientras se hundía. Nadó hacia él sin comprender qué pasaba, hasta que vio relucir el vientre y las aletas de un blanco enorme que giraba como él había visto que hacen estos tiburones cuando arrancan un bocado. Sin pensar en el peligro de ser atacado buscó a Tito, que se hundía, lo abrazó manteniéndole la cabeza fuera del agua y nadó vigorosamente con las piernas y la mano que le quedaba libre mientras Tito tosía y vomitaba el agua que había tragado. Cuando llegaron a tierra Nacho se dio cuenta de que el brazo izquierdo de Tito había sido arrancado a la altura del codo. Pensó en un torniquete para parar el chorro de sangre, pero no había con qué porque todo lo que traían había desaparecido en el mar. Las casas del pueblo se veían a lo lejos como una promesa de salvación y Nacho se echó a la espalda a su amigo y corrió cuanto pudo.
Unas mujeres que chachareaban y reían mientras tendían ropa en la playa quedaron mudas por la sorpresa cuando vieron que se acercaba a toda carrera un muchacho cargando a otro, ambos completamente desnudos, que iban dejando un reguero rojo sobre la arena. Les dieron unas toallas para que se taparan y Nacho, sin pedir permiso a nadie, rompió una sábana que estaba tendida al sol, hizo un torniquete y vendó el muñón sangrante. Fue demasiado tarde. Tito estaba inconsciente por la pérdida de sangre. Llamaron a un vecino del pueblo que había sido instruido como asistente sanitario, pero no logró salvarlo. Nacho no pudo contener el llanto cuando comprobó que su amigo ya no respiraba.
El pueblo entero quedó conmocionado por aquella pérdida. Todos los vecinos conocían el mar y todos habían visto tiburones alimentándose, pero nunca se supo que atacaran tan cerca de la orilla. Decían que el olor a la sangre de los peces que traía Tito fue lo que provocó el ataque.
La viuda y los tres huérfanos vivieron un tiempo de la caridad de sus vecinos y después se fueron con unos parientes de la capital.
Nacho no volvió a pescar nunca más. De noche no podía dormir porque creía oír entre el ruido de las olas los gritos ¡Nacho, Nacho! mientras su amigo se hundía arrastrado por la fiera.