El espejo de abajo

Actualizado
  • 30/11/2019 00:00
Creado
  • 30/11/2019 00:00
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Si miro desde arriba, solo veo una pared blanca. También si lo hago desde abajo. Pero al descender por las escaleras, varios objetos se cruzan en mi camino. El florero que ha puesto la señora Rita en su puerta, el jarrón de la ventana de la señora Marta, un par de neumáticos abandonados en el segundo piso, o el espejo de la entrada.

En el primer piso vive el conserje, Ramiro, un viejo de setenta años que no suele terminar las limpiezas del edificio. Yo intento no quedarme a conversar con él demasiado. Es muy chismoso y lo poco que le cuento llega a oídos de todos en pocos minutos. Por eso prefiero intercambiar solo palabras de cortesía. Que si cómo está, cómo se encuentra, muy bien, gracias.

El segundo piso lo comparten tres familias mexicanas que se mudaron hace poco. Varios de ellos trabajan en una fábrica cerca del edificio. Lo sé porque manchan todo de polvo y petróleo. Los gritos de los niños se escuchan hasta mi piso, el seis. Corretean todos los días por los pasillos desde las dos de la tarde hasta las cuatro. Las madres se quedan en casa. A veces se oye música, otras, los trastes que chocan contra el suelo y las paredes. En el tercer piso vive una pareja que nunca para de coger.

Lo sé. Cuando bajo las escaleras en la mañana a comprar leche, los gritos de la mujer ardiendo de placer se elevan por todo el pasillo. Cuando subo, los gritos continúan. Al salir otra vez en la tarde, son menos los chillidos, pero se pueden escuchar los gemidos. Es lo mismo en las noches. Nunca los he visto. Los imagino recién casados, al hombre robusto y rubio, a ella quizás morena. En ese piso vive también la señora Rita, sé cuándo sale porque deja una estela de perfume para nada agradable. Es un olor intenso, agrio. La señora Marta comparte piso con ella. Su perfume tiene un aroma ligero, y siempre lleva las uñas pintadas de rojo.

En el cuarto piso vive el señor Román, un español que escucha música todo el día. Hombres y mujeres entran y salen de su apartamento. Sonríe bastante y, al saludar, es muy agradable, demasiado para mi gusto. El quinto piso lo ocupan dos venezolanos. Una mujer de ojos brillantes que, según el conserje, es pintora. Y una de las buenas, agrega. Aunque por su expresión, no sé si habla de la pintura o de ella. El otro es un universitario de lentes, de aspecto limpio. Me cae bien, me saluda a pesar de mis intentos por ignorarlo. En el sexto piso vivo yo, por supuesto. Solo. Con un gato que he bautizado Gato. Ya sé, no es precisamente un nombre, pero no se me ocurrió otra cosa. Tengo sesenta años y sigo soltero. Nadie me visita. Mi familia se desprendió de mí hace años. ¿El motivo? Publiqué un libro.

Al leer esa frase seguro no imaginan que fue algo atroz, pero para mí lo fue por dos largos años. Escribí un libro sobre la historia de mi familia, los amoríos intensos de mis tías, el divorcio de mis padres, las drogas de mi tío. Los problemas económicos y los robos. La violencia, los abusos. Apenas salió a la venta, todos, incluso mi sobrino del que tanto me encariñé, dejaron de hablarme. Todo por un libro. ¿Qué puedo decir? Yo vi una buena historia y quise explorarla. La policía empezó a investigarlos. Me mudé de la ciudad antes de saber qué había pasado con ellos. Con el tiempo, ignoré los intentos de mi sobrino por contactarme. Leí su primera carta de odio. Las siguientes las dejé apiladas cerca de mi cama.

Fueron años difíciles. Una sensación de despojo y dolor me envolvió por meses. Mis letras se agotaron y no pude seguir escribiendo. La crítica aceptó mi libro y eso fue todo. Fue mi comienzo y mi final.

Ahora vivo de mi jubilación, fruto de un trabajo aburrido que desempeñé por años. No es mucho pero me alcanza para lo necesario. Me mantengo ocupado haciendo crucigramas y sopas de letras. Le doy de comer a Gato y salgo a pasear por la calle, pero no me alejo mucho. Las cartas de mi sobrino siguen llegando. Tengo alrededor de veinte. He pensado en lanzarlas a la basura, pero no me atrevo. Una extraña emoción me mantiene suspendido.

¿Qué tipo de sensación? La que se me cuela en el cuerpo al bajar las escaleras y vislumbrar mi reflejo en el espejo de la recepción. Cada día me veo diferente. Muy diferente. He probado con el espejo que tengo en casa, pero en ese me sigo viendo de la misma forma: un hombre de sesenta años, avejentado y sin muchas expectativas en la vida. Pero ese otro de las escaleras… Es extraño. Me pregunto si estaré poseído. Una idea absurda, por supuesto. Cada mañana que paso y me observo en ese espejo me noto más viejo. Aunque no sé si sea esa la descripción exacta. Lo cierto es que las arrugas surcan mi frente de una forma distinta a como las veo en el baño de mi apartamento. Un ojo se me nota más grande que el otro, y la piel luce como un pelaje agrisado.

Hoy, al llegar con las compras, me vi otra vez. Tenía la tez áspera, con cierta pelusa en la superficie y los ojos más separados entre sí. Me detuve por el miedo. Pestañeé, y creí ver que mi reflejo se movía. Alguien me vio viéndome. Era la venezolana. Aparté la mirada y subí sin contestarle el saludo. Me apresuré con las bolsas y casi las tiré en el sofá, pero Gato estaba allí acostado lamiéndose una pata. No quería molestarlo, así que dejé las compras en la cocina. Me dirigí al baño. Un baño de azulejos verdes, con cortina transparente y adornos florales. No va mucho conmigo, pero no importa demasiado.

Entré abriendo la puerta con premura. El corazón lo tenía agitado. Sentía el bombardeo en mi sien. Di unos pasos, casi me tropiezo con el cubo de la basura. Con la punta del pie, lo hice a un lado. Me acerqué lo suficiente para mirarme. Nada parecía anormal.

Algo vive en el espejo de abajo.

Quiero descubrirlo, aunque no podría permanecer por mucho tiempo de pie frente al espejo. El señor Ramiro lo notaría y comenzaría a hacerme preguntas. Y tampoco lo resistiría.

Alguien toca la puerta. Salgo del baño y voy a abrirla. El conserje me saluda y me entrega otra carta.

—Es otra, señor Carlos Sandoval.

Me llama siempre por mi nombre y apellido.

—Ya veo.

Tomo la carta pensativo. Ramiro me escudriña con sus ojos saltones.

—Gracias.

—¿No le responderá? No creo que deje de escribirle.

—Ya se cansará. Cierro la puerta.

Dejo la nueva carta en la misma pila. No tengo ningún interés en leerlas. Pero Ramiro tal vez tenga razón, si no lo hago, no dejará de escribir… Pienso en el espejo y creo que debo verme otra vez. Esperaré hasta mañana.

Al día siguiente fui a comprar la leche temprano. Al bajar por las escaleras pasé sin verme en el reflejo temido, sin embargo, lo hice de regreso. Me aproximé poco a poco y me miré. Solo me vi medio rostro. Suspiré y me acerqué más. ¿Esos eran…? La leche cayó contra el piso y se rompió en pedazos. El ruido fue tan fuerte que hasta los gemidos de la pareja que coge sin parar se detuvieron. El líquido blanco salpicó por todos lados.

—¡Señor Carlos Sandoval! ¿Está bien?

Ramiro salió de su apartamento con rapidez. Apenas lo noté. Me quité el sudor de la frente, intentando no mostrar una expresión de horror. Le dije que todo estaba bien, que había tropezado con un escalón. Me alejé mientras lo escuchaba decir que no me preocupara, que limpiaría aquel desastre.

¿Eran cuernos los que vi salir de mi frente? Lo eran. No estoy loco. Subí con el cuerpo adolorido. Entré en mi casa, sin saludar a gato, seguí de largo en dirección hacia el baño. Con el corazón agitado, me acerqué al espejo. No había ni cuernos ni extrañas arrugas, ni piel grisácea.

Debe ser el estrés, me dije. Arrastré los pies hacia el sofá y me senté hasta quedarme dormido.

Los días siguen pasando pero no quiero volver a bajar. Le he pedido al señor Ramiro que me haga los recados que necesito. Él los hace encantado por una propina extra. Me pregunta si me encuentro enfermo y le contesto que sí, que he pescado una gripe, pero que mejoraré pronto. A las pocas horas de haberle dicho, la señora Rita viene a mi puerta con una tarta y con buenos deseos.

No puedo aguantar más. No puedo hacerlo por mucho tiempo. Verán, estoy agitado y sueño con los cuernos en mi frente y el pelambre gris en mi piel. El subidón de las emociones no me permite seguir la rutina. Luego de una semana, decido bajar. Intento no mirar, pero lo hago de todos modos. Grito y termino llorando. El reflejo de las escaleras es cada vez más nítido, más espeluznante. Los vecinos tocan a mi puerta pero no les abro. Los cuernos, la piel lanuda, los ojos inyectados, la nariz enorme, me han conmocionado. El tiempo sigue, y mi reflejo de abajo continúa alterándose. Creo que hasta gato lo nota porque ya no se me acerca mucho, o me olfatea de manera enigmática. Como es de esperarse, me veo sin mayores cambios en mi baño. Pienso en cambiar ese espejo, pero termino por rechazar la idea. Es un recordatorio de mi normalidad.

Con el paso de los días he empezado a hablar solo. El señor Ramiro dice que me escucha hablando en mi apartamento. Al parecer, se pasea por mi puerta varias veces al día. Me pasa las cartas, que siguen llegando, por debajo de mi puerta abajo.

Esto no puede seguir. Ni el reflejo. Ni las cartas. ¿Debería leerlas? ¿Debería romper el espejo de abajo. Decido bajar con un martillo. Una sensación de excitación y miedo me recorre por todo el cuerpo. Todo se nubla, como si una capa gris cubriera mis pupilas.

Mientras desciendo lentamente por las escaleras pienso en la transformación que he visto durante todos estos días. Los cuernos como los de un animal rumiante o una figura demoniaca que sobresalen de mi cabeza, la nariz enorme y velluda y esa otra parte de mi cuerpo cubierta de una costra gris, entre lanuda y rugosa. Los vecinos se apartan al verme pasar. Se murmura que me he vuelto loco. No los culpo.

Ya no sé si soy un hombre. O un carnero. O un demonio.

Llego finalmente a la recepción. El conserje me observa desde su apartamento sin abrir del todo la puerta. Respiro profundamente y me planto frente al espejo, dispuesto a quebrarlo, cuando de pronto observo mi reflejo: el de siempre, el viejo Carlos Sandoval. No sé si reír o llorar de la emoción. Arrojo el martillo al suelo y decido subir corriendo a mi apartamento, a abrazar a gato, leer las cartas, verme en mi espejo del baño, pero al darme la vuelta, mis pezuñas tropiezan con los escalones, desacostumbradas a subir por las escaleras.

La autora
Yoselin Goncalves

Venezolana residente en Panamá desde hace ocho años. Licenciada en Publicidad y Mercadeo (Panamá). Ha trabajado en distintas áreas de marketing.

Es egresada del primer Programa de Formación de Escritores (PROFE) promovido por el Instituto Nacional de Cultura (INAC) en el 2017.

Obtuvo una mención de honor en el Concurso Venezolano de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción Solsticios por su relato 'La mujer del lago' en la categoría “fantasía”.

En marzo de 2018, su cuento 'Te llevo en mis venas' fue finalista del II Concurso Internacional de Cuento Breve Todos Somos Inmigrantes de México. Se ha dedicado por más de 15 años al género de terror y horror.

Su primera novela fue la bilogía El acecho de los inmortales (volúmenes I y II).

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