Actualizado
  • 13/01/2024 00:00
Creado
  • 12/01/2024 22:26
Nacida en México, ha residido por más de 27 años en Panamá. Es escritora, editora de contenido, correctora de estilo y ‘copy’ publicitaria. A lo largo de su vida ha transitado por la radio y el mundo empresarial. Varios de sus cuentos han sido publicados en la revista cultural “Maga” de la UTP.

Los maleantes quieren su café y yo lo preparo. No demasiado rápido. Ellos hablan de sus cosas sentados en cualquier lado, en las cajas, las sillas y la mesa de madera brillante, que hace como un cambio de colores según le dé la luz de la tarde o la mañana. Los brillos me emboban y me quedo ahí recordando el mar que se veía desde la puerta de la casa de mi madre. Ellos hablan y hablan y sus voces se vuelven el ruido del mar. Se me antoja ir a meterme entre las olas y jugar con la Cari a ver quién saca la concha más rara. Pero la Cari ya no está ahí y no puede meterse entre las olas del mar a mediodía ni conmigo ni con nadie más.

El café es fácil de hacer, pero lo aburrido es servirlo en las tazas propias y a los gustos de cada uno: dos sin azúcar ni leche, tres con leche y azúcar (dos cucharadas según quien sea), dos solo azúcar y cuatro solo leche. Al principio me confundía y le daba a uno en la taza de otro, y les daba rabia. Me gritaban, aunque el del diente de oro se reía y me hacía tirar el café y prepararlo otra vez y ponerlo en la azul. No fuera que se les pegara la maldad del otro, pienso yo. No. Eso viene más bien de ser inventor, imaginarse cómo hacer sufrir más pa que lloren, o griten, o supliquen, o se queden con los ojos así de grandes del susto. Son relimpios y exigentes con la limpieza de la oficina, pero no les importa traer la ropa con tremendas manchas, ni quedar con pellejos y sangre entre las uñas y dedos cuando terminan con algunos de sus invitados, que les dicen. A mí me da risa eso y las cosas que están escritas en sus tazas. La Chana me las lee despacio y me explica lo que no entiendo. Mi mamá nunca me hubiera dejado oírlas. Me tapo la boca pa reírme, no vaya a ser que en espíritu me oiga y venga a aparecerse en la noche, con esa carota que se ponía más dura cuando algo le disgustaba.

Como el día que me vine a la ciudad con el Isac. Nunca le gustó y ya me tenía aburrida con eso del corazón de madre. A mí sí me gustaba tenerlo bien cerquita mirándome toda despacito. Yo sentía que el corazón se me iba a la garganta para juntarse con el de él, y cuando me ponía la mano en la cintura y se le resbalaba a otros lugares, yo ya sentía mi corazón latiendo dentro de su cuerpo.

Me vine de allá con una mochila y la carota de mi mamá bien fuerte en mi cabeza. Lo que se quedó allá fue la mirada del Isac y sus palabras y en veces pienso que su corazón y el mío. Él me trajo aquí. Me compró un vestido para la buena impresión y me puso enfrente de sus jefes. Desde entonces preparo el café y limpio el desorden. En la oficina es fácil. Un trapo pa limpiar mesas, sillas y en veces las ventanas, y dos pasadas de trapeador. El suelo se limpia fácil porque no hay arena como en la casa de allá, pero es más delicado que cualquier bebé que yo conozca; hay que ponerle lo de una botella que me dan, y muy poquito. Lo que más trabajo me da es el baño, porque son puros hombres. La peste a orines es dura de quitar. Lo peor es cuando me toca limpiar la bodega. Aunque use harto cloro, el olor a sangre se queda allí. Yo no he visto a los descabezados o desorejados, pero Chana sí. Dice que quedan todos moreteados, a veces ni parecen gente y que en la sangre que les sale se escurren sus últimas palabras. Porque cuando los llevan a la bodega es para eso. Las palabras se quedan en el aire y se mezclan con el olor a sangre.

Otra cosa que me mandan a hacer es llevar unas botellas dizque de vino arreglado. Yo les tengo que poner una puntita de cucharada de un polvo que no debo oler por nada del mundo. Para eso uso unos guantes que cuando me quito pareciera que con ellos se fuera mi propia piel, y así, sin dolor, tengo que llevar la muerte de a poquito en esas botellas.

Me las reciben con mucha alegría, porque no saben lo del polvito. Los maleantes son muy machos con los que llevan a la bodega, pero a los de los vinos no se atreven ni a mirarlos a la cara. Por eso yo creo que me mandan a mí. El del diente de oro mandó un día a Isac a un mandado de esos y nunca regresó. Se ríe con los dientes de fuera y su risa se mete entre los demás y los pone de buenas. Me cae bien porque me acuerdo del Abulón.

El Abulón andaba siempre detrás de mí, muy conforme con los pedacitos de lo que yo le guardaba de comer. Con los dedos se los metía en su hocico, y él como que mordía, pero nunca me mordió. En las madrugadas, acostado encima de mis pies nos calentaba a los dos y con eso nos hacía sentir consuelo del hambre, aunque yo no oía el ruido de sus tripitas por estar ocupada con el ruido de las mías. Nos parecíamos en que a los dos se nos veían toditas las costillas.

En la playa, los pescadores me regalaban los pescados que no vendían, y al perro le tiraban las conchas de abulón. Él iba corriendo y pegando de brincos y aluego bien quieto nomás se le veía sacar la carnita de la concha con la lengua, sin morderla. Era cuando ponía su sonrisota.

A mí me daba gusto. Se me olvidaban la hambre y la soledad y la rabia de mi mamá. Un día no tuvo suerte y una espinita se le fue por otro lado y se quedó boqueando. La Cari se rió mucho de verlo bailar así y aluego se lo llevaron a botar allá lejos pa que la peste no molestara. Yo me quedé con el coraje atorado con la Cari, y sentí rabia como debía sentirla mi mamá.

Por eso me cae bien el que se parece a Abulón, porque su risa me lo recuerda en su felicidad.

A él le doy más de una puntita del polvo que le pongo a los cafés de todos. Las botellas son muy trabajosas de llenar y el polvo del tarro se tiene que ir a algún lado. Siempre lo andan revisando y se frotan las manos pensando que ya faltan menos días pa que los de los vinos se pelen. A los que me caen bien, les echo más polvo, pa que mueran más luego, sin tanto dolor ni sobresalto y a los que me dicen «India bruta» les echo más poquito pa que sientan retorcerse sus tripas y les duela hasta el miedo más rato, viendo cómo se abren las puertas del infierno, adonde van a ir a dar de cuernos. Así como la Cari se retorcía debajo del agua con los ojos bien abiertos después de comer el pescado que le convidé. Mi risa la acompañó hasta su última boqueada.

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