La Ciudad de Saber conmemoró su vigésimo quinto aniversario de fundación con una siembra de banderas en el área de Clayton.
- 12/09/2021 00:00
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Buenas tardes, amigos… Juan del Istmo no hablará hoy de política, ni de asuntos legales o económicos, ni mucho menos sobre temas superficiales o risueños, de esos que brotan por sí mismos cuando en el alma hay alegría, y la alegría se va saliendo por los labios. Porque la muerte está de ronda. Y poca cosa es cuando la muerte, en el rondar, pone su voluntad inexorable en seres que nada dan a la familia, a la colectividad o a la República. Pero en este recorrido, que lleva ya varias semanas, se está llevando a los mejores, y sembrando un dolor de espinas grande. Y cuando hay mucho dolor, no conviene la parla bulliciosa de la plaza pública…
Primero fue Octavio Méndez Pereira, quien cayó, una mañana de sábado (14 agosto 1954), de cansancio del corazón ya fatigado por cargar tantos ideales.
Y aquella muerte inesperada cuando el maestro estaba en plena brega, hizo olvidar pequeños resquemores. Porque éstos desaparecen prestamente cuando se impone en los espíritus la pena como una tácita reparación, como un mudo arrepentimiento. ¡Qué golpe, y qué vacío, y qué llorar con lágrimas sinceras! La Universidad, como de un tajo, se quedó sin su Rector y su numen, y su constante guía certera para las grandes jornadas. La patria se quedó, así de pronto sin uno de sus hijos más ilustres. La cultura panameña perdió en un solo segundo, en esas primeras horas de aquel sábado siniestro, su más gallardo paladín, su más preclaro exponente. Y la juventud, que tiene siempre gestos grandes se echó sobre los hombros el cadáver y lo condujo por la vía llena de sol y de pena, como diciendo a todos con orgullo: “La muerte nos lo lleva para siempre. Pero aquí vamos levantando más que el despojo físico, su grandeza, su idealismo, su afán de superación, su amor por la Universidad y por la patria istmeña…”.
Después, con semanas de intermedio (6 septiembre 1954), fue Mercedes Casanovas de Eleta. Y aun cuando Juan del Istmo no la conocía personalmente, sí sabe muchos detalles: Veintisiete años en la vida, y virtudes y más virtudes, en el alma. Una belleza de aspecto suave, de contornos suaves, de luz suave, como de aurora que empieza. Una dulzura infinita. Un sentido santo y hondo de ser mujer, y ser esposa, y ser madre. Uno de aquellos inconscientes modos de ser femeninos que hacían decir en tiempos viejos: “¡Qué gran dama!” Y junto a todas esas virtudes, la fortuna, que ella tenía y aceptaba sin alardes, con una clara sencillez cristiana. Y más aún —mucho más que la fortuna— el amor de un esposo, siempre lleno de un sano orgullo por ser el dueño de un ángel, y de unos hijos pequeñuelos, y de un par de viejos nobles que tenían toda su vida absorta y reconcentrada en aquel su hermoso fruto extraordinario.
Y un día, es decir anteayer apenas, cuando del joven vientre acababa de salir el tercer hijo para el prestante hogar que comenzaba ya a tomar las formas de un recio tronco panameño, he aquí que la muerte rondadora vino en aspecto no común de poliomielitis fulminante, y se llevó a la mujer excepcional, como placiéndose en poner, en esa escena del cruel rapto repentino todo un reguero de negras pinceladas trágicas.
Pero la muerte —hay que aclararlo— no se llevó ni las virtudes, ni el recuerdo. Porque el recuerdo queda para el esposo como una inspiración perpetuamente circundante, y para los viejos, que crearon y cultivaron ese milagro de mujer, como un consuelo permanente. Y las virtudes quedarán para los hijos. Lo cual es mucho decir. Porque Juan del Istmo ha oído exclamar mucho en estos días: “¡Qué clase preclara de hijos tendrán que ser esos hijos de Merceditas Casanovas de Eleta…!”.
La muerte se halla de ronda desde hace ya varias semanas, no viene suavemente sino en golpe de tragedia. La muerte está esparciendo un gran dolor, porque ha dispuesto en estos días ir llevando a los mejores. Y cuando hay muerte y hay dolor, no conviene la parla bulliciosa de la plaza pública. Silencio…