La fiebre del Oro: la travesía de Henri Schliemann a través del istmo

Actualizado
  • 06/03/2022 00:00
Creado
  • 06/03/2022 00:00
En su diario de viaje, escrito entre 1851 y 1853, el afamado arqueólogo aficionado, descubridor de los supuestos restos de Troya, describe las terribles experiencias vividas en un Panamá atrasado y peligroso
La fiebre del Oro: la travesía de Henri Schliemann a través del istmo

Aspinwall. Abril de 1852. La pequeña ciudad construida sobre una isla pantanosa como terminal del ferrocarril bullía de actividad. Había sido prácticamente tomada por unos dos mil viajeros procedentes de California, que, después de atravesar el istmo, esperaban la llegada de algún vapor que los llevara de regreso al Caribe o Nueva York.

A falta de alojamiento, centenares de ellos permanecían al aire libre, en improvisados campamentos bajo las palmeras, cerca del pantano y la selva. La mayoría eran norteamericanos, mal vestidos, cansados de las durísimas jornadas de viaje por el Océano Pacífico y a través del istmo.

Entre ellos llamaba la atención un alemán llamado Heinrich Schliemann. Tenía unos 30 años. Lucía cansado, delgadísimo, con ropas elegantes pero sucias y raídas. En una de las piernas tenía una herida que casi no le permitía caminar. Lo que días antes le había parecido un rasguño sufrido en el barco, en el caluroso clima panameño se había convertido en una hendidura agangrenada, a través de cuyas carnes podridas se veía ya el hueso. En su falta de movilidad, lo apoyaba un compañero de viaje con el que había desarrollado una cierta amistad.

En Aspinwall debieron pasar catorce días a la intemperie, con las ropas mojadas y bajo la lluvia incesante. A falta de provisiones, comieron lo que encontraron: carne cruda de iguana, cocodrilo, tortugas, monos…

A pesar de su lamentable estado, Schliemann casi no dormía, ocupado como estaba en proteger fieramente sus cuatro baúles de equipaje. Con una mano empuñaba su pistola. Con la otra, una daga, y amenazaba disparar o acuchillar al primer hombre que se acercara demasiado.

El diario de Schliemann

Las aventuras de Schliemann en su paso por Panamá están recogidas en el libro Schliemann y la fiebre del oro de California (Christo Thomas y Wount Arentzen, 2014), un diario de viaje en el que describe el recorrido desde San Petersburgo, Rusia, hasta Sacramento, California, ida y vuelta, pasando por Panamá, entre diciembre de 1850 y el 24 de julio de 1852.

El que después sería un afamado arqueólogo aficionado, al que se le acredita el descubrimiento de los presuntos restos de Troya (1873), describe un Panamá atrasado y peligroso. Era como el mítico oeste americano, pero con un clima inhóspito e insalubre, sin infraestructura para acoger a los miles de viajeros y con la presencia de criminales venidos de todo el continente, atraídos por las riquezas que pasaban por el istmo.

Henry Schliemann

Shcliemann nació en el año 1822 en la Confederación Alemana. Hijo de un pastor luterano, desde niño fue un voraz lector de Homero, llegándose a fanatizar por sus lecturas, convencido de que los relatos de la Ilíada y la Odisea, a los que entonces se les consideraba fantasía, estaban basados en acontecimientos históricos. Aseguraba que las ruinas de Troya estaban escondidas en algún lugar de Asia Menor y algún día él las excavaría.

Con una habilidad extraordinaria para aprender idiomas, entre ellos el griego y el ruso, se instaló a los veinte años en San Peterburgo, Rusia, donde se hizo mercader. Sus negocios progresaban, pero en 1851 recibió la noticia del fallecimiento de su hermano Ludwig, quien había hecho una fortuna como especulador en California. Decidió imitar la aventura de su hermano.

Camino de Cruces

Llegó al istmo por primera vez el día 9 de mayo de 1851, en el barco Crescent, en el que viajaban 260 pasajeros - apenas unas 20 mujeres “16 casadas y cuatro mozas, de edad avanzada (30 años) y feas, que van a California a la aventura de buscarse marido. Sin duda encontrarán lo que desean, por ser aquel mercado poco provisto del bello sexo”, cuenta en el diario.

Pudo haber elegido otra ruta — Cabo de Hornos, Nicaragua, Tehuantepec— pero le pareció que la más ventajosa y corta era la del istmo panameño

Aquí se encontró con la presencia de miles de obreros de amplia diversidad étnica que participaban en la construcción del ferrocarril. Apenas se había terminado un tramo de la ruta, desde Aspinwall hasta un poblado llamado Frijol. Él prefirió atravesar el istmo por el viejo Camino de Cruces, construido en la época colonial. Era un camino complicado que abarcaba un tramo fluvial y otro a lomo de mulas, por un sendero empedrado a través de la selva.

En la entrada del Chagres, en el Caribe panameño, tomó un pequeño barco de vapor que lo llevaría hasta el poblado de Gorgona con otros 23 pasajeros. De esta parte dice: “Avanzábamos a dos nudos y medio por hora, en este río, angosto y poco profundo. Cientos de botes impedían nuestro progreso”.

Le llamó la atención la pobreza de los locales: “Los nativos viven en la rivera izquierda del río, en chozas de penca sin paredes, de las que cuelgan una o dos hamacas. Del otro lado están las casas ocupadas por los americanos, llenas de licor, frutas, ropas, etc”.

A medida que avanzaba el bote, la navegación se hacía más difícil. Cada cinco minutos, dice, los boteros tenían que saltar al río plagado de lagartos de entre 3 a 10 pies de largo —que parecían troncos de madera flotando sobre las aguas— para reacomodarlo en la corriente.

“Nada más imponente y encantador puede ser imaginado que las riveras del río Chagres, cubiertas por impenetrables selvas llenas de árboles de corozo de lola, de naranja y limón, palmas de coco. Loros, canarios, y miles de otros pájaros del más hermoso plumaje volaban a nuestro alrededor, mientras que miles de monos jugaban en los árboles. La naturaleza parecía un canto de alabanza al Todopoderoso. El istmo de Panamá es un inmenso Edén, que parece habitado por los descendientes de Adán y Eva que han retenido las costumbres y maneras de sus primitivos antepasados”.

El clima lo describe como “el peor del mundo”. Los charcos de lluvia estancada, la mala calidad del agua que debía mezclarse con brandy para poderse beber, el calor sofocante, que alcanzaba temperaturas entre los 100 y 110 grados Farenheit. No deja de mencionar la “teoría del miasma”, creída hasta por los científicos de la época, que atribuía a los vapores de los pantanos y pozas de agua el origen de las enfermedades tropicales.

A Gatún la describe como una aldea miserable de pocas chozas de pencas. Él y sus compañeros de viaje pasaron la noche en el rancho “Vamos-Vamos”, apostando, para luego tirarse a dormir en hamacas alquiladas a unos centavos, siempre observados por las miradas siniestras de los nativos. Hasta un letrero de “No se fía” le llamó la atención.

“En Panamá todo el mundo va armado”, decía Shchiliemann, relatando lo común que eran los asaltos, sobre todo en las noches, cuando los bandidos asaltaban los botes que navegaban por el río: “Primero intentan voltear el bote y ahogar a los pasajeros. Los que quedan vivos son apuñalados, o muertos a disparos. Sus cuerpos son arrojados al río”.

El final del recorrido fluvial era la aldea de Cruces, donde correspondía atravesar el sendero empedrado hasta la ciudad de Panamá, por una cordillera —que llama erróneamente Los Andes— a lomo de mula, por desfiladeros, angostos y tupidos por la vegetación, que solo permitían el paso de una mula y que tenían todo un sistema de señales a gritos para evitar los tropiezos.

La ciudad de Panamá

Llegó a la ciudad de Panamá el 13 de marzo y allí permaneció dos días, que aprovechó para conocer la ciudad, conversar con los nativos y visitar la Torre de Panamá La Vieja, que lo decepcionó, al encontrar sus ruinas cubiertas por una salvaje vegetación de 200 años, de incluso gigantescos árboles que crecían entre las piedras.

De Panamá le llaman la atención los diferentes grupos étnicos que habitaban esta ciudad disminuida a apenas 2,000 habitantes: indígenas, descendientes de españoles, norteamericanos, afrodescendientes que hablaban el español con un acento hermoso. “Incluso los indios lo hablan bien, mejor que en las provincias del norte de España”, dice. Sin embargo, describe a la gente como perezosa y pobremente educada. A los criollos atribuye “la inclinación a la frivolidad y una gran debilidad de carácter”.

Fortuna en cuatro baúles

Schliemann partió hacia California en el vapor Oregón, el 15 de marzo. Una vez en Sacramento, abrió un banco. En poco más de un año, cargó su enorme fortuna en cuatro baúles y se embarcó de vuelta hacia su amado San Petersburgo, ruta Panamá.

Volvió al istmo el 24 de abril de 1853. A las 6 de la tarde, a dos millas de la ciudad, el barco se vio rodeado de un enorme número de pequeños botes que ofrecían llevar a los pasajeros a tierra. A 200 pasos de la costa, vieron acercarse nadando a unos 20 nativos desnudos que ofrecían desembarcar el equipaje. Cuando los pasajeros denegaron la oferta, estos tomaron lo que pudieron, uno un baúl, otro una bolsa o una sombrerera, y nadando, llegaron hasta la costa para desaparecer en la oscuridad de la noche.

Pasó la noche en el Hotel Americano. Al día siguiente contrató unas mulas para atravesar nuevamente la cordillera hasta Gorgona. Más tarde, desde Frijol, tomaron el tren hacia Aspinwall, donde tendrían lugar las partes más trágicas de su relato.

Él y sus compañeros pasaron días esperando la llegada de algún vapor, acampando en destemplanza. Con las ropas mojadas durante catorce días, los viajeros eran atacados por la fiebre, diarrea o disentiría y morían de crueles sufrimientos después de un día o dos.

“Los cuerpos permanecían donde estaban porque a nadie se le ocurría enterrarlos. El olor fétido de la descomposición infectaba la atmósfera ya insalubre. Era todo sufrimiento y tormento, pero lo peor eran los mosquitos que nos rodeaban de noche y de día y no cesaban de atormentarnos con la atrocidad de sus mordidas. Otros morían de las picadas de los escorpiones y las serpientes”.

“Estábamos tan familiarizados con la muerte, que perdió para nosotros todo su terror. Hasta la veíamos con placer, como una forma de acabar el sufrimiento. Llegamos a reímos de las convulsiones de los moribundos y los crímenes que cometíamos entre nosotros; crímenes tan terribles que ahora no puedo pensar en ellos sin sufrir escalofríos”.

Por fin, el 8 de mayo, a las 4 de la tarde, vio aparecer en el horizonte el vapor Sierra Nevada. Dos horas más tarde, llegaba el llinois. En el curso de la mañana siguiente, llegaron el Georgia y el New Orleans. ”Había espacio para todos”.

Schiliemann dejó Panamá, en el Sierra Nevada, ese mismo día. A bordo recibió atención a la herida de la pierna. Le esperaba la fama.

Con investigación de Laura Guardia.

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