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Las excavaciones en el Sitio Conte: el relato de uno de los protagonistas
- 17/07/2022 00:00
- 17/07/2022 00:00
Durante dos décadas, el arqueólogo estadounidense Samuel Lothrop había recorrido el continente americano haciendo estudios rutinarios de culturas precolombinas. Todavía en sus tempranos cuarenta, ambicionaba añadir a su curriculum un descubrimiento científico importante, novedoso y revolucionario.
Algo similar era el caso de su esposa, Eleanor Lothrop, quien lo acompañaba en sus viajes como ayudante. Cansada de la teoría y de los hallazgos poco espectaculares, le hacían falta verdaderas emociones, como la que podría haber en el descubrimiento de un gran tesoro.
La providencia les daría a ambos la oportunidad de satisfacer sus deseos en las excavaciones del Sitio Conte, en Río Grande, Panamá, en 1933.
En el libro “Arrójame un hueso: lo que sucede cuando te casas con un arqueólogo” (Whittlesey House, 1948) Eleanor Lothrop recoge las experiencias vividas por la pareja en el territorio panameño. Más que una obra de arqueología, es un relato de vivencias desde la perspectiva de una aficionada, una esposa y estrecha colaboradora, que resulta humano y divertido, pero al mismo tiempo permite entender la importancia de la tarea que tenían entre manos y cómo la llevaron a cabo (Descarga gratuita del libro en https://archive.org).
Los Lothrop fueron enviados a Panamá por la Universidad de Harvard luego de que algunas exploraciones en el Sitio Conte confirmaran que a pocos pies bajo la superficie de esta finca, ubicada entre Penonomé y el golfo de Parita, se encontraban los restos de un antiguo asentamiento humano.
Los indicios habían ido apareciendo desde la primera década del siglo XX, cuando el Río Grande desplazó su cauce una decenas de metros y la corriente empezó a lamer las nuevas orillas, mostrando ocasionalmente piezas de oro y cerámica. Los objetos atrajeron la atención de varios científicos que notaron sorprendidos que las piezas no encajaban entre los restos de ninguna cultura conocida hallada antes en el territorio panameño o en Centro y Sur América.
Para 1928, la Universidad de Harvard y la familia Conte habían llegado a un acuerdo, aceptado por el gobierno panameño. La institución pagaría una renta por el uso de la finca y correría con los gastos de una exploración científica. A cambio, (Arrojame un Hueso, 1948), adquiría el derecho de posesión sobre todos los artículos de metal, hueso y piedra que fueran encontrados, con excepción de los duplicados, que serían entregados a los Conte, quienes también recibirían el equivalente al valor de mercado de todos los artículos de oro obtenidos.
Bajo estas condiciones, llegaron los Lothrop a Panamá en el verano de 1933.
La familia Conte era, según Eleanor, uno de esos clanes que no suelen encontrarse fuera de América Latina. El patriarca Miguel W. Conte era un conocido personaje a quien muchos consideraban “el dueño de Penonomé”. Sus hermanos Héctor y Chalado, su hijo Miguel, “El Cholo”, además de dos hermanas solteras, Genarina y Matildita, “vivían para satisfacer sus deseos”.
“Miguel W. tenía 80 años y era un personaje legendario… Había sido el último gobernador de la provincia de Coclé durante el periodo de unión a Colombia y lo siguió siendo después de la independencia. Ya en la era republicana, fue tan hábil políticamente que nunca se equivocó al predecir el ganador de las próximas elecciones presidenciales, lo que le permitió aumentar su prosperidad con cada sucesiva administración”, continúa la autora, quien, no deja de hacer otras observaciones picantes, probablemente alimentada por los chismes que corrían en la pequeña sociedad panameña de la época.
Lo cierto es que los Conte eran riquísimos y sus propiedades comprendían miles de acres de tierra, pobladas de ganado, además de una enorme tienda que suplía a Penonomé de todos los productos imaginables, desde tractores hasta cerveza y curiosidades.
“En la década del 20, Miguel había decidido que estaba cerca de morirse y después de hacer la paz con Dios y resignarse a la vida de celibato, simplemente se retiró a su cama, desde donde seguía corriendo el negocio, mandando a sus hermanas y hermanos y recibiendo ocasionales visitantes. Después de siete años, no se había muerto, y aunque ligeramente encogido, continuaba aun fuerte”.
Tras el peculiar encuentro con los Conte, Eleanor ofrece sus impresiones sobre la ida al mercado público, la vestimenta de los penonomeños de la época, y otros detalles, para entonces pasar a la cabalgata hasta el Sitio Conte, situado a más de una hora a caballo de Penonomé, cruzando varios ríos y riachuelos.
Ya en el campamento, toca ahora el recuento de la primera tarea y la primera sorpresa: la excavación de una letrina por un grupo de ayudantes locales, que no tardaron mucho en encontrar, a unos pies bajo la superficie, huesos humanos. Una tumba, aseguró el arquéologo Lothrop. Había que elegir otro sitio para la letrina. Cavaron un segundo sitio y la labor nuevamente se vio interrumpida por la aparición de otro hueso. Otra tumba. Al cuarto intento pudieron finalmente terminar la letrina sin toparse con un objeto.
No terminaban de instalarse y ya aparecían los primeros hallazgos. Lothrop estaba más que satisfecho.
Entre vacas, serpientes y sumergidos en las costumbres y la agradable compañía de la sana gente de Río Grande, durante varias semanas los Lothrop y sus ayudantes completaron las excavaciones programadas. Para entonces era claro que se trataba de un cementerio.
De los relatos de los conquistadores, Lothrop sabía que los grupos indígenas panameños conservaban un doble estándar para los muertos. Los cuerpos de las personas comunes eran abandonados a su suerte y devorados por las fieras. Pero si el que fallecía era un hombre de posición social en aquella jerarquizada sociedad, se le honraba con la más espectacular de las sepulturas. Esperando que en el más allá pudiera disfrutar de la compañía de sus mujeres, de sus sirvientes, de sus ornamentos, utensilios, alimentos y sus mejores ropas, su cuerpo era enterrado con todos ellos.
La tumbas estaban colocadas unas encimas de otras, en forma de capas, algunas a tres pies de la superficie; las más profundas, a doce pies. Las más importantes eran usualmente estas últimas. “Era como si con el pasar del tiempo la sociedad hubiera ido perdiendo importancia y su gente empobreciéndose, tal vez debido a las constantes guerras y batallas entre grupos rivales”, cuenta Eleanor.
Para Eleanor, la verdadera emoción fue la tumba número 26. Medía unos doce por diez pies y se requirieron más de dos semanas para llegar al fondo y remover el apabullante contenido: hachas de piedra, puntas de flecha, pendientes de metal, ágata y hueso, collares de cuentas de ágata y de hueso, de cristales de cuarzo, de dientes de tiburón y de perro tallados; un diente de ballena tallado, una costilla de vaca de mar tallada, quemadores de incienso, además de doscientos cincuenta piezas de cerámica y en perfecta condición. La alegría flotaba en el campamento. Pero todavía faltaba lo mejor.
“Así fue como encontré la esmeralda”, cuenta la autora. “Al principio no sabía qué era. Todo lo que veía era un bulto sucio de color verdoso”.
Su esposo Sam la tomó y en un principio pensó que era una pieza de jade. Pero cuando la introdujeron en un cubo de agua, enseguida notaron cómo la luz del medio día hacía desprender un haz de luces verdes.
“Grité como una aficionada”, cuenta Eleanor. “Era una Esmeralda espectacular. No solo era gigante, con un peso de 189 carates; era algo que solo esperarías encontrar en la vitrina de Tiffany y no en los campos de Penonomé… La piedra era magnífica a pesar de no estar en perfectas condiciones. La luz interior, que hoy en día se obtiene cortando facetas de la superficie exterior, traslucía por medio de una serie de pequeños huequitos. Se notaba que se había tratado de abrir en el centro, probablemente para usarla como pendiente, pero esto había resultado difícil y la idea había sido abandonada a medio camino. Como resultado, la piedra tenía fisuras y fracturas, pero todavía era verde, brillante y hermosa”.
Sam, el siempre conocedor, pasó de inmediato a dar su explicación: “Seguramente la piedra procedía de Ecuador, pues en Panamá no existían yacimientos de esmeralda. Las perforaciones que mostraba eran del tipo que hacían allá”.
Según la explicación del arqueólogo, antes de la llegada de los españoles, los antiguos panameños habían llegado en barco hasta las costas del imperio inca en el sur, probablemente para realizar intercambios comerciales. Se sabía porque muchas conchas nativas de Panamá y Centro América habían sido encontradas en Perú y Ecuador.
Para entonces Eleanor pasa a una nueva emoción. Cerca del lugar donde reposaba la esmeralda estaba lo que debía ser la base para colocarla: “Era un pedazo masivo de oro formulado como un monstruo mitológico. No estaba terminado pues las dos piezas no encajaban fácilmente, pero era obvio que eran parte del mismo pendiente”.
El trabajo en el sitio Conte terminó siendo uno de los más espectaculares jamás emprendidos hasta la fecha en el Nuevo Mundo, no solo desde por la riqueza y valor de las piezas encontradas, sino también desde el punto de vista científico. Habían salido a la luz los restos de una civilización desconocida, que no era azteca, ni maya ni inca.
Eleanor notó que Sam parecía perplejo y hasta desilusionado. "NO esperaba encontrar algo así en Panamá".
Los científicos siempre habían mantenido que el istmo había sido la puerta de entrada a la migraciones que se dirigían desde el Norte hasta el Sur del continente. Lothrop había esperado encontrar evidencias de una gran migración, un campamento temporal, pero "no había una sola señal de ello". En su lugar, habían encontrado una comunidad compleja, una sociedad permanente que floreció en los siglos justo antes de la llegada de los españoles.
Nota: Hasta la década del 40, la Universidad de Harvard y la Universidad de Pennsylvania continuaron realizando excavaciones en el Sitio Conte. Como resultado de sus respectivos contratos, adquirieron los derechos sobre las piezas panameñas, que todavía reposan en sus respectivos museos, sin que se haya podido repatriarlos.