La rebelión de mi río

Carlos Iván Zúñiga ‘El Patriota' escribe una semblanza del río Zaratí, ubicado en su tierra natal, Penonomé. En esta columna, publicada primero en la revista Cumbre en 1996, el intelectual profundiza en sensaciones y referencias literarias e históricas para tejer una especie de analogía entre la rebeldía de la corriente de agua y la revolución del ser humano

Al final de la llanura y a la orilla de la montaña tiene su asiento mi pueblo y lo baña siempre el río Zaratí. Es un río amoroso, con brazos para los niños y generalmente manso. Sólo en los inviernos muy crudos sus corrientes se encrespan y se convierten en larga y trepidante serpentina de espumas; y sobre ella cabalgan trozos de flora cortados de cuajo y agónicas especies de la fauna. El Zaratí crecido es hermoso porque toda su naturaleza se viste de rebeldía. El río rebelde cuando no causa estragos se le ama o se le teme, y siempre se le admira porque como ha perdido su cauce natural, él lo sustituye a su querer, hace cabriolas en su andar y todo es desbordamiento de realidades y de sueños.

Yo siempre he sido un enamorado de los ríos sublevados y los miro con cierto embrujamiento. Veo sus aguas furiosas desde el nacimiento súbito de la misma furia, cuando la cabeza de agua sorprende y rompe el nivel habitual y comienza ese río a subir jadeante y camina, rueda y vuela sobre las piedras y sobre las orillas, en inútil y epiléptico intento de escalar el espacio y llegar a las nubes, al manantial lejano que decretó la rebelión de sus aguas. Y cuando el río suelta su cabellera enloquecida y corre por sus propios abismos en tumultuoso sacudimiento íntimo, extrañamente siento que un golpe subterráneo y noble invade todo mi ser. En ese instante, un irresistible y fatuo sortilegio se apodera de mí y vivo la sensación de que por mis venas se desliza el río enfurecido y sus aguas se mezclan con mi sangre para renovar mis secretas esperanzas.

A partir de ese amotinamiento de las aguas, todas las fuerzas telúricas se desatan y condicionan mis apreciaciones humanas; veo al Zaratí embravecido y percibo la vieja canción de la agricultura primitiva; es decir, lo veo ir por todos los espacios creciendo y arrastrando la escoria acumulada, o viene amasando en su vaivén salvaje el abono vital —humus legendario— o, al fin, coloca en la matriz de barro la nueva semilla y todo lo deja al encantamiento milenario y fecundante del sol, de la tierra, del agua, y de la luna.

Ante los ríos salidos de madre, nunca he podido ser un frío o temeroso espectador. Suelo soñar en la cresta de su pasión, entro a la cripta de su solitaria soberbia y de pronto, ese río demenciado es el dueño y jinete de todos mis desvaríos. Es lo que siempre he sentido cuando el Zaratí de mi infancia, en los duros inviernos, clava en su lecho de siglos el puñal que lo desborda y danza saltarín y convulso por sus caminos agrestes o por todas las venas que lo conducen a mi corazón.

Consumado el acoplamiento silvestre, fertilizadas las aguas, la tierra y la sangre, el torrente sin brida vuelve a su nivel de armonía y el Zaratí exhausto entra nuevamente al dedal de la mansedumbre.

Ese río que retumba algunas veces sus tambores de selva o que susurra casi siempre sonidos de flauta es el río de mi pueblo, es mi río.

El Zaratí es un río de remansos al servicio del pueblo. Unos pasos son para el baño de todos; unos charcos tranquilos estuvieron destinados a los afanes de las lavanderas y otras estaciones tenían en sus orillas los ‘puertos' que abrazaban las mercancías de los campesinos de las tierras altas de Coclé o las procesiones acuáticas de los santitos regionales.

En Penonomé, todos los barrios tienen sus brazos de ríos preferidos y exclusivos. El barrio de San Antonio encuentra en el charco del mismo nombre o en sus aguas de Las Quintas el sitio para sus diversiones y para el aseo; el de Calle Chiquita, en el Cafetero o en Las Raíces, llenos de aguas frescas encuentran el lugar para todos los retozos, el del Bajito tienen en la Chiquereja los mejores baños bajo la sombra de los guabos; y los Forasteros, incluyendo Andorra y El Chorrillo, tiene en las Mendozas el río primoroso.

Desde tiempos inmemoriales y hasta el nacimiento del acueducto, el Zaratí era el piélago colectivo para los bañistas. Viejos y nuevos, las mujeres con sus trajes largos, luego con hojitas de parra: los hombres con pantalones hasta las rodillas, después abreviados; y los niños con sus naturales trajes de Adán llenaban de alegría todos los sitios del Zaratí. Era diario el peregrinar de bandadas juveniles y todo era regocijo.

El Zaratí tenía recodos especiales para las lavanderas. En aquellos tiempos, la ropa de la casa se lavaba en el río. El oficio de lavar ropa era común y cada hogar tenía su lavandera. Salía todos los lunes el desfile de mujeres muy cumplidas, llevaban sobre sus cabezas una inmensa tamuga de ropa y en perfecto equilibrio iban por los malos senderos al río. El charquito del Cura era el usado por las lavanderas de mi barrio, los Forasteros. Piedras especiales servían para estrujar lo que se iba a lavar y como era una hoyita plácida, sin corrientes, el trabajo se desenvolvía sin dificultad. En su magnífico canto a las lavanderas, mi tío, el poeta José María Guardia Castillo, a mi juicio, uno de los mejores sonetistas de Panamá, describe con singular belleza tan duro y permanente afán:

‘Recordando los flancos de las laderas, /bordadas de risueño verde plantío, /van alegres cantando, con rumbo al río /en bullidor enjambre, las lavanderas. /Cada cual va a su sitio. Con mil maneras /buscan sus viejas piedras, tiran el lío, /ansiosas se preparan bajo el sombrío /y encantador ramaje en las riberas. /Comienzan la faena cansada, dura; /el jabón con su espuma, tiñe en blancura /lo que antes fue cual piélago de esmeraldas; /las lavanderas alzan a Dios los ojos, /y el sol pone un reguero de rayos rojos /sobre las desnudeces de sus espaldas'.

La preciosa ensenada de las lavanderas ya hoy no recibe las visitas semanales. Ya ellas buscaron otro lugar para su indispensable labor. Ahora sin la mirada del sol y sin sus rayos rojos, y en la propia casa, una máquina revuelve las aguas en torbellino, son las modernas lavadoras que guardan todas en su seno ‘pocitas' de agua del charquito del Cura.

El pasito de la Cruz era el ‘puerto' para el servicio del cabotaje de los campesinos. Estos construían una gran balsa, amarrada con cuero cada boya, y traían sobre ella, río abajo, maderas bien labradas para don Lisandro Ramírez y para otros compradores, o grandes sacos llenos de caucho virgen para don Diógenes Arosemena, y también traían todos los productos cultivados por ellos, los propios de las primicias para Santa Rosa de Lima u otros propios de la estación para los revendedores : naranjas, gallinas, mameyes, nísperos, mangos, limones, puercos, arroz, maíz, ciruelas y todo cuanto se producía en la montaña, venían en las balsas bajo el cuidado tenso de los balseros. Entonces las vías de comunicación eran simples caminitos de herraduras y ni las bestias podían transitar. Los pueblitos que quedaban cerca o a las orillas del Zaratí tenían en el río su salida más expedita.

En los días de fiestas religiosas, algunas veces los balseros traían los santitos y a sus acompañantes con tambores y violines. Eran pequeñas andas en diminutas estatuas que representaban santos de su adoración, Luego formarían parte de la gran procesión del pueblo o simplemente asistían a los oficios religiosos. A lo largo del río entre oraciones y toques simples —un repique específico e inalterado y un violincito que leía un pentagrama para grillos— el santito complementaba su travesía. Al llegar a tierra los adoradores seguían impávidos tocando sus instrumentos y entraban al pueblo causando natural regocijo. Otros santitos de regiones más próximas venían por tierra con el mismo trepidar de los tambores y al correr de estas líneas, mis oídos escuchan sus notas lejanas monótonas, rudimentarias y de armonía simplemente vegetal, extraída de los acentos de la naturaleza.

Hoy los balseros han muerto. El atracadero del Pasito de la Cruz ha quedado en el olvido. Ahora magníficas trochas o caminos asfaltados unen los surcos con los mercados y lo que antes constituía una hazaña del hombre ahora es un recuerdo que no causa congojas porque el duro tráfico fluvial fue sustituido por el suave rodar de camiones y chivas.

Sólo queda el río y queda solo. Algunas veces recibe las visitas de sus dueños y otras veces, por vestirse de carnaval, cuenta con la presencia y el saludo de amigos lejanos. Pienso que ahora el río se subleva de soledad o de hastío y cuando se precipita cuesta abajo, amotinado, poseído por extraño frenesí, vuelve a llevar en su fantasía una que otra balsa con santitos muy serios, sorprendidos por el misterio de las aguas turbulentas, o lleva decenas de balsas repletas de frutas, de animales del campo o de maderas preciosas, o fluye sin pausa, con centenares de mucas de ropa o con millares de carcajadas de los niños de mi pueblo. Tal podría ser el efecto de su profunda nostalgia. Yo he visto pasar el río cargado de soledades rumbo al sacrificio del mar y desde el fondo de mi alma le he dicho adiós; me introduzco en la cola de su espasmo y recuerdo, sin saber por qué, la copla de Manrique a la muerte de su padre: ‘Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir.'

‘El río rebelde cuando no causa estragos se le ama o se le teme...'

FICHA

Un vencedor en el campo de los ideales de libertad:

Nombre completo: Carlos Iván Zúñiga Guardia.

Nacimiento: 1 de enero de 1926 Penonomé, Coclé.

Fallecimiento: 14 de noviembre de 2008, Ciudad de Panamá.

Ocupación: Abogado, periodista, docente y político

Creencias religiosas: Católico

Viuda: Sydia Candanedo de Zúñiga

Resumen de su carrera: En 1947 inició su vida política como un líder estudiantil que rechazó el Acuerdo de bases Filós-Hines. Ocupó los cargos de ministro, diputado, presidente del Partido Acción Popular en 1981 y dirigente de la Cruzada Civilista Nacional. Fue reconocido por sus múltiples defensas penales y por su excelente oratoria. De 1991 a 1994 fue rector de la Universidad de Panamá. Ha recibido la Orden de Manuel Amador Guerrero, la Justo Arosemena y la Orden del Sol de Perú.

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