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- 09/04/2022 00:00
- 09/04/2022 00:00
La inmunidad legislativa es una institución protectora del Órgano Legislativo. Es una protección funcional; es decir, dirigida a dar garantías al legislador para que cumpla su función con independencia y sin temores. En una democracia, la inmunidad es un ripio constitucional, absolutamente innecesario, porque en ese sistema funcionan todas las garantías individuales. Pero en una dictadura, en un régimen de arbitrariedades, tiene sentido la inmunidad parlamentaria.
La inmunidad no es sinónimo de impunidad. Ante la ejecución de un delito, que tiene como actor a un legislador, la propia disposición constitucional establece los mecanismos para que la acción punible sea investigada.
Esos mecanismos establecen que los legisladores –cinco días antes del período de cada legislatura, durante esta y hasta cinco días después– no podrán ser perseguidos ni detenidos por causas penales o policivas. Pero esta protección no es absoluta. El legislador sí puede ser detenido si la Asamblea Legislativa autoriza previamente la detención o si el legislador es sorprendido en el momento en que comete un delito. Tampoco existe la inmunidad si el legislador renuncia a la misma.
La renuncia de la inmunidad puede tener un origen puramente político o moral. El que renuncia a la inmunidad podría alegar que en un estado de derecho esa protección es un recurso obsoleto por cuanto crea privilegios impropios de un régimen de igualdad. Es un razonamiento político. Pero también se puede hacer dejación de ella si en un momento crítico de la institución legislativa gravita sobre la testa de los legisladores la espada de la justicia, con el agravante de que el Ministerio Público, al no individualizar responsabilidades, origina o mantiene un ambiente de sospecha que afecta a todo el cuadro legislativo. En estos casos renunciar a la inmunidad es una decisión de carácter moral.
La comisión presidencial contra la corrupción solicitó a todos los legisladores que se despojen de la inmunidad mientras el Ministerio Público investiga el caso del Cemis y lo concerniente a la ratificación de los nombramientos de dos magistrados.
Sería una renuncia de carácter moral que no implica, ni remotamente, la aceptación de alguna responsabilidad. Es en este punto donde los legisladores gobiernistas reclaman, con sobrada razón, una diferenciación crítica. Si los denunciados, alegan los oficialistas, son legisladores del PRD, no es dable extender las responsabilidades penales a la bancada parlamentaria oficialista. Esa solución, dicen, es una táctica maquiavélica para lograr objetivos perniciosos o golpistas, pues al mantener a la bancada oficialista bajo el fusil del expediente, el disparo para provocar un arresto colectivo sería más expedito y de efectos tan devastadores que provocaría un limbo político-jurídico, o sea, que se llevaría al país a la antesala del golpe de Estado. Este análisis de corte político puede ser exagerado, pero no necesariamente infundado.
Sin embargo, debe entenderse que el absoluto desprestigio de la Asamblea reclama soluciones morales heroicas dirigidas a lograr de inmediato una nueva imagen. Una solución heroica es renunciar a todos los privilegios que hacen del legislador una figura distinta al común de los ciudadanos.
En tiempos normales abolir la inmunidad es un tema académico. Pero en tiempos anormales, saturados de terribles acusaciones contra la honorabilidad de los legisladores, la inmunidad podría ser el ángel de la guarda de la impunidad. Por eso en la crisis de la Asamblea la inmunidad es un tema moral.
Este razonamiento se enriquece con la siguiente creencia: el pueblo electo ha erradicado de la estructura estatal a la Asamblea Legislativa, la ha desterrado del mundo de sus afectos. Ante un terremoto de tal magnitud, como el que viene sacudiendo al principal órgano del Estado, el legislador correcto para salvar a la Asamblea debe renunciar a todo, despojarse de todo privilegio y con fe plena en su propia inocencia debe enfrentar los retos, asumir los riesgos y encarar al Ministerio Público para que defina prontamente cada responsabilidad.
Esta reacción de los legisladores, sobre todo de los inocentes, produciría los efectos de una transfusión de buenos principios en beneficio del cuerpo casi exánime del Órgano Legislativo. La inmunidad podría estorbar la misión de la justicia y dañaría aún más la pobre percepción que tiene el pueblo del llamado parlamento. Los legisladores que rechacen sus inmunidades se erigirán ante la sociedad con el vigor de una columna indispensable para apuntalar el resquebrajado edificio legislativo. Precisamente por colocarse en esta línea, el presidente de la Asamblea, Rubén Arosemena Valdés, al renunciar a su inmunidad por todo el período legislativo, ha recibido el reconocimiento social y se ha solicitado que su conducta sea imitada.
En estos momentos la inmunidad es un detalle desechable. Ni siquiera tiene el papel y la dimensión de una hojita de parra. Nada puede cubrir porque ante la sociedad todo está descubierto. De modo que el mantenimiento de la inmunidad agudiza el reproche social. Invocarla es tan insensato como aferrarse a una escritura pública que garantiza el título de propiedad de un edificio en ruinas.
No podemos ignorar que la Asamblea es a la democracia lo que los pulmones al organismo humano. Sin el oxígeno purificado se extinguiría la vida y sin una Asamblea depurada se extinguiría la democracia.
El artículo original se publicó el 2 de marzo de 2002.