Ciclistas, atletas, patinadores y paseantes de la capital colombiana tienen una cita infaltable desde hace 50 años: la ciclovía de los domingos y festivos,...
- 09/12/2012 01:00
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Afuera es la locura del tranque de Calidonia en hora pico. Adentro también, pero distinto: típico que empalaga en la penumbra, muchachas semidesnudas, obreros y mecánicos con ojos como platos. Sudor, ardor, estupor. Y una promesa increíble: sexo en vivo.
La condición para entrar es tener deseo o curiosidad, sortear un callejón a media luz, subir escaleras y enfrentar al seguridad en la entrada, una pesada puerta de madera. Allí hay que pagar un dólar y dejarse requisar, palpar y mostrar la célula. Entonces sí, bienvenidos a El Huaso, el paraíso del goce sexual barato, popular y, lo mejor, con ‘‘ponchera’’. La versión panameña de la demencia.
Hay cerca de 20 chicas en esta oscuridad. Y hay para todos los gustos: altas, bajitas, delgadas, caderonas, barrigonas, negras, fulas, peli lisas, peli crespas, de media Latinoamérica y el Caribe. Tienen en común la disponibilidad y disposición para el intercambio. Naty es una dominicana que llegó hace tres años a Panamá y lleva seis meses de trabajo aquí.
—La cosa está difícil en mi país y aquí es facilito si no te metes en problemas.
Dice y desfila la notoria humanidad enfundada en una minifalda fluorescente y montada en unos tacones de 10 centímetros, para devorar o ser devoradas durante unos minutos de intensidad. O el tiempo que dure una cerveza invitada.
Son las 4 de la tarde y la cosa se aviva. Empieza otra tarde de seducciones, propuestas y regateo en el antro más folclórico de Panamá.
TODO VALE
Naty divisa un rostro nuevo en el área de la barra. Camina, mira fijo, se sienta en las piernas masculinas dando la espalda. Frota su humanidad contra la de él. El muchacho se queda inmóvil, no dice nada. Literalmente neutralizado. Mira alrededor: una bailarina se tongonea y los demás en lo suyo, parece como si todos fueran parte del ambiente o hubieran nacido aquí.
Es un primerizo que vino por curiosidad. Estos lugares generan curiosidad. O por la atracción de mujeres accesibles o nada más que para saber cómo son estos lugares. Hay muchos que llegaron tantas veces que se les hizo hábito: obreros, transportistas y mecánicos, son fieles clientes por los precios bajos: por 20 dólares se puede negociar con una muchacha, después de pagarle un trago de, por lo menos, $2.75, y cruzar la calle hasta una pensión de enfrente.
—La idea acá es hacer feliz a los clientes— dice Mary, piel tersa, trigueña, nalgas esculpidas.
Si la felicidad del que llega es bailar, se baila. ¿Hablar? Se habla. ¿Una intimidad especial? También. Y se puede llevar la cosa más allá de cualquier límite: sexo en vivo frente a todos. Aquí la única regla es la que impone la fantasía. No hay espacio para los pudores.
—Si te gusta alguna más, la llamamos y nos vamos los tres.
Intenta convencer Naty a su presa, que a estas alturas no puede respirar con el toqueteo, el contorneo de caderas, los gemidos teatrales. Levanta la minifalda verde, sonríe con toda la humanidad y se aparta el panty; toma la mano del novato y la conduce por el límite entre humanidad y economía. Ya avanzó la jornada, que todos los días empieza a la 1:00 p.m., y hay que apurar la recaudación. Con sus dedos ahora acaricia el cuello y el lóbulo de la oreja derecha del novato, que ya se debate si hacerlo ahí mismo, irse para algún lado o huir. Si solo quería venir a curiosear.
Puede hacer lo que quiera, menos causar problemas: ‘El que se pasa va directo a la calle’, aclara el barman. Es el único mandamiento en el templo de la perdición en rebaja. Ya son las 5 de la tarde. Empieza el show.
CAMA DE ROSAS
El reggae, el típico y la bachata se detienen y le dan paso a Bon Jovi con su ‘‘Cama de rosas’’. El escenario lo inaugura Cindy, disfrazada de enfermera, que se apodera del tubo y se vuelve la obsesión de los presentes.
El DJ alaba las habilidades de la bailarina morena, que al contonearse con el melódico suelta por el aire los mechones platinados teñidos.
—¡Que venga a vacunarme!— grita un don de unos 60 años, notablemente excitado. Sujetador y panty al suelo, pechos desnudos, nalgas apreciadas por todos y el morbo a millón. Así termina Cindy. Ella es de las que bailan: hace tres shows por día, pagados por la dueña a fines de la semana. Después están las saloneras, como Mary, que atienden a los clientes, les llevan tragos fríos y casi nunca reciben propina. Si las bailarinas consiguen que les inviten unos tragos, ganan un extra. Hoy eso parece difícil. Unos vernáculos rodeados de amigotes y botellas gastadas ni se inmutan en los esfuerzos de las chicas por llamar su atención, entre ellas una jamaiquina que no habla español. Un vendedor de huevos de codorniz con mayonesa ofrece su vigorizante producto: la necesidad impera en este sitio.
En la otra esquina, la escena es otra: un hombre de muchos años y menos dientes es atendido por una chica de corta estatura y ancha cadera. Él está sentado y la chica sobre él, dándole la espalda, se deja masturbar por el anciano. Él maneja con una mano la cerveza, mientras con la otra busca excitar a su acompañante de 10 minutos. Ella tiene la mirada perdida, no está en El Huaso.
Otras que bailan merengue con la falda a media nalga y la mano del cliente como adorno tampoco se molestan en probar que pasan buen rato.
—Acá entramos todas, pero todas limpias. Tienes que pasar un control de salud antes de empezar.
Cuenta una que evita referirse a trata o promoción de la prostitución. Es un trabajo, dicen, como cualquiera. El tema de la trata de personas no puede hablarse en el oscuro espectro de El Huaso. Rímel, mascarilla, base, lápiz labial, sonrisa y pa’ fuera... a buscar monedas, resume una de ellas ante la pregunta de qué sucede detrás de la delgada cortina que separa a los bastidores del escenario. Acá, de hecho, a legitimidad se pacta y sella con la presencia de dos policías, uno en la entrada y otro dentro del local, ambos uniformados. Acá, fundamentalmente, nadie piensa en esas cosas.
No hasta que el reloj marca las 2 de la mañana en los días de semana o las 4 los viernes y sábados, y ellas pueden descender por las escaleras a su vida real. Una es madre de cuatro chiquillos, a quienes deja con su abuela. La otra enfrenta cuentas por pagar, algunas con retraso.
¿SE VIENE O NO?
El paisano responsable de la música y el micrófono busca alborotar a los presentes, hacer circular el negocio: a tomar pinta y manosear chicas, tranquilos mientras esperan por el plato fuerte. Pide bulla para los que son del Madrid. Luego para los del Barsa y finalmente para los que son de La Roja. Ni Cindy había levantado tales pasiones.
Fin de efervescencia deportiva y El Huaso regresa a las carnales. Aplausos para la próxima, su nombre no le importa a ninguno, todos apuestan al contoneo de la nueva exponente.
Frente a las únicas luces del lugar, la chica que es ‘nueva, de paquete... la sensación del bloque’, hace la aparición por entre las 25 mesas y los dos sofás viejos de cuero. El presentador cuenta que es puertorriqueña. Para los presentes, es la perfección encarnada y enfundada en un bikini mínimo y un liguero. Piel tersa, trigueña, nalgas esculpidas, de senos grandes y pezones mínimos, hace con el tubo lo que todos anhelan que ella haga con ellos.
Los espejos terminan ayudando a todos los demás en busca de conocer un poco más de su intimidad. Justo antes de terminar sus tres canciones, un joven del público se envalentona y se acerca de más al borde del escenario, inclina su cuerpo, como si quisiera olerle la vida a la bailarina.
El DJ anima más y grita: ‘¡Súbete, loco!’. Es secundado por otros que le gritan voces ininteligibles y silbidos, para que finalmente, a lo que más de uno que se anima a llegar a El Huaso, termine de disfrutar.
Pero nada, al contrario, el chico se echa para atrás y regresa a su puesto. El DJ alarmado: ‘¡Pero este man es cueco! ¡Ese man no es de la construcción! ¡Ese es transportista!’. Pocos ríen. La mayoría exhala. Nada, esfumaron los ánimos del joven y la ilusión de muchos se fue de regreso a una mesa.
Aún así, la bailarina no se queda con las ganas y se baja de su trono y en cueros se lanza a público a ofrecer los nuevos acordes de este concierto visual. Puesto por puesto, la escultural alternadora empieza a rescatar billetes y monedas, casi nadie deja pasar la oportunidad de tocarla, de probar sus senos, o incluso, su sexo. Ella se anima, a quien ella quiere, le agarra la cabeza desde atrás y la introduce entre sus piernas durante escasos segundos. Se ignora qué lo determina, pero algunos tienen unos segundos extras. Será cuestión de acentos o de lengua.
‘¿¡Quién quiere demencia!?’, reacciona el DJ, también excitado desde su palestra ante los pocos que no se deciden en darle siquiera una nalgada.
Aparece de nuevo Naty, que consiguió a uno más animado y le sonríe a su anterior compañero, sin rencores, mientras el-del-momento le devora toda su entrepierna.
OTRA NOCHE
El número de chicas y chicos con el tiempo iba en picada y donde costaba caminar sin que una mano te hurgara la personalidad, ya pronto se convierte en el espacio que denotaba la soledad de los que quedaban.
Vuelve Naty a la escena. Regresa por un abrazo del chico primerizo, reconoce que el día pasó sin pena ni gloria y denota la extrañada decepción de quienes están más cerca de la puerta de salida que de la barra de bebidas.
Otras tuvieron más suerte y regresan unos 40 minutos después de haberse ido acompañadas, más acaloradas, más sudadas, con algo más de dinero. Aquí, todo eso que se aprende en la vida, que si el diálogo, el cortejo, la espera y el resultado se quedó una cuadra afuera. Apenas unas monedas y puedes recorrer desde primera hasta ‘‘la goma’’ sin riesgo a bofetada.
El muchacho primerizo-curioso recoge su bolso y se empina el fondo de la botella, mientras ella le invita a pasarse de nuevo al Huaso, el único lugar que se puede uno encontrar con el camino libre entre tercera y home. Y con el estadio a medio llenar.