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- 16/05/2021 00:00
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Existe una asignatura universitaria, ampliamente enseñada en prácticamente todas las universidades del mundo, denominada “filosofía de la ciencia”. Su denominación involucra dos clásicos ámbitos del conocimiento que son, cada uno de suyo, desmedidamente extensos y complejos. Por un lado, la “ciencia” y, por el otro, la “filosofía”, lo cual es suficiente para deslumbrar o atemorizar (o ambas cosas) a cualquier estudiante de primer ingreso que tenga que cursar esta materia. Incluso, a cualquier profesor que no sepa lo que realmente hace un departamento de ciencias o uno de filosofía.
En la Universidad de Panamá (UP) esta asignatura recibe el nombre de “teoría de la ciencia”, por razones que no me quedan claras. Una de ellas tiene que ver con una definición (de un diccionario soviético de filosofía, disponible en el sitio filosofía.org) que define a la teoría de la ciencia como “[una] disciplina que estudia el funcionamiento y desarrollo de la ciencia, la estructura y la dinámica del conocimiento científico y de la actividad científica, así como la interacción de la ciencia con otros institutos sociales y esferas de la vida material y espiritual de la sociedad. [...] la teoría de la ciencia [...] reúne distintas investigaciones en historia, sociología, economía, lógica, psicología de la ciencia, cienciometría y otras esferas [...] [Su] [...] finalidad [...] consiste en elaborar la interpretación teórica de la ciencia y determinar los modos y criterios de su participación racional en la vida y desarrollo de la sociedad... estudia los problemas de la organización de la actividad científica, de la política en la esfera de la ciencia, de los procesos informativos de formación y funcionamiento del saber científico, de la estructura del potencial científico, de la confección de pronósticos científico-técnicos y de la aplicación de la ciencia en los programas científico-técnicos globales y regionales...
Los contenidos y propósitos de la anterior definición son en casi todo admirables e impecables. El problema que se presenta ante tal definición es qué tipo de docente es capaz de satisfacer, tanto en su formación como en su didáctica, tan siquiera un conjunto de mínimos extraídos de tan desmedida empresa. La anterior definición de “teoría de la ciencia” es sumamente abarcadora y pretenciosa. En términos prácticos, no es posible (a menos que el docente sea un genio interdisciplinario) abordar lo que pretenden tratar los contenidos indicados.
Sea cual sea la razón por la cual se seleccionó “teoría de la ciencia”, la denominación “filosofía de la ciencia” (o mejor, “introducción a la filosofía de la ciencia”) parece ser la más práctica y acertada. Tanto por razones meramente administrativas (transferencias de créditos de/hacia otras universidades), así como procesos de reválida u homologación. Igualmente, por razones bibliográficas (los títulos y los contenidos que se publican al respecto son de “filosofía de la ciencia”, no “teoría de la ciencia”). Y, por supuesto, porque la materia es impartida por docentes del departamento de filosofía. La denominación “teoría de la ciencia” es demasiada difusa y presuntuosa, porque las teorías han de ser concretamente filosóficas, sociológicas, políticas, etc., y existen alrededor de un millar de disciplinas y subdisciplinas científicas. Muy excepcionalmente, un docente universitario conoce más de dos o tres disciplinas académicas a cabalidad.
De lo anterior, queda más que claro que no se pueden siquiera abordar los más mínimos contenidos que propone la definición citada. A esto se suman dos hechos que agravan el problema de la enseñanza de la filosofía de la ciencia en la UP. El nivel académico en que se encuentran muchos de los estudiantes de nuevo ingreso (la mayoría no ha tomado “filosofía” en el colegio y si la ha tomado, por muy pocas horas, sin dejar de mencionar el escaso interés).
El otro hecho es que los docentes del departamento de filosofía, salvo unas excepciones, no tienen una formación científica (en ciencias naturales y/o exactas, que son la base de nuestra contemporánea “filosofía de la ciencia”). Siendo así, los profesores generalmente utilizan materiales de divulgación científica. Esto per se no es nada malo, pues existen materiales de divulgación de excelente calidad, claridad, rigor y atractivo, “a caballo” entre el neófito y el experto, lo cual es un preciado recurso entre los docentes.
Sin embargo, no existe ningún acuerdo o consenso entre los docentes acerca de un corpus de textos, hipertextos, podcasts y/o videos que puedan ser de común interés y sirvan para mantener uniformidad a la vez que estándares de calidad en lo que se enseña. Cada docente anda por su lado y hace lo que puede, con lo que tiene.
El programa analítico (un documento que justifica y describe la materia) con que se cuenta es una pura formalidad que, en la práctica, no se lleva a cabo, ni se puede concretar, porque –al igual que la anterior definición– abarca demasiado y, por ende, es irrealizable. También, no hay que dejar otro factor de lado, el tiempo; nunca es suficiente para los contenidos que se pretenden impartir en un programa analítico.
Haría falta elaborar un programa “realista”, que tome en cuenta las necesidades, capacidades, intereses y limitaciones reales, tanto de estudiantes como docentes. No obstante, esto se suele suplir con programas sintéticos (abreviados), elaborados por cada docente, según sus conocimientos, experiencia e intereses personales.
De lo anterior, podríamos desprender las siguientes propuestas. Se tendría que revisar la denominación de la asignatura y cambiarla a “filosofía de la ciencia”, o “introducción a la filosofía de la ciencia”, si la justificación sugerida aquí no resulta mejor que la que justifique a la “teoría de la ciencia”.
Por otro lado, este asunto debería discutirse seriamente entre los profesores y estudiantes de filosofía de la UP. ¿Qué realmente podemos enseñar en esta materia? ¿Qué deberíamos impartir, que sea de interés y utilidad a otras especialidades? ¿Podríamos reemplazar esta asignatura por la clásica “Introducción a la filosofía”, o “introducción al pensamiento filosófico” (también impartida y apreciada en la mayoría de las universidades hoy por hoy), que tal vez resultaría más interesante para el docente y el estudiante, aunque sea más genérica (debido a los varios temas que abordaría). ¿O quizá deberíamos innovar con nuevas asignaturas (digamos, “introducción a la lógica informal”, una materia filosófica que resulta de utilidad en cualquier ámbito en que se razone y argumente)? O “introducción a la bioética”, que sería de preciado valor dado el contexto actual y mundial de la pandemia. ¿O extendemos la asignatura “ética y valores del siglo XXI” como asignatura transversal (lo que se denomina “núcleo común” en la UP) a todas las licenciaturas?
Sea lo que los docentes y estudiantes de filosofía discutan y decidan al respecto, la materia deberá tener un valor tanto instrumental como intrínseco para la comunidad universitaria en su conjunto. De lo contrario, hacemos perder el tiempo a los estudiantes y ponemos a los profesores de filosofía en una situación difícil, obligándolos a impartir algo que no pueden enseñar debidamente.
El autor es profesor investigador universitario. Bachelor of Arts, Saint Louis University; Master of Arts, Saint Louis University; maestría en filosofía, Pontificia Universidad Javeriana).
Pensamiento Social (Pesoc) está conformado por un grupo de profesionales de las ciencias sociales que, a través de sus aportes, buscan impulsar y satisfacer necesidades en el conocimiento de estas disciplinas.
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