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Los errores y las sutilezas del idioma
- 15/01/2022 00:00
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Publicado originalmente el 10 de febrero de 2000.
La confusión en la apreciación de las palabras no solo se da en la letra de molde, también se da en la palabra hablada. El que escucha se pregunta muchas veces qué quiso decir el que pronunció una palabra que no engarza con la realidad. En otras ocasiones se escucha lo que nunca se dijo. Un ejemplo del primer caso me ocurrió con un cliente campesino que compareció a mi despacho en procura de mis servicios profesionales. “Señor –me dijo?– a mi padre lo atropelló y mató el motor del ferrocarril de Chiriquí, que transitaba de Puerto Armuelles a David. Yo deseo –agregó– que usted consiga que el superintendente del ferrocarril me dé una inseminación”. Le aclaré de inmediato el alcance de su petición y quedó convencido de que lo que buscaba era una justa indemnización por la muerte de su padre. El campesino, al calibrar su error, se apenó muchísimo y me dolió su aflicción. Entre lo que quiso decir y la realidad había un trecho enorme, como enorme fue el trecho en una de mis crónicas sabatinas al decir en el original que una situación determinada me produjo congoja, pero en lo publicado apareció que tal situación me produjo regocijo.
En el oír que no se dijo existen abundantes casos históricos. El día en que el doctor Arnulfo Arias regresó de su exilio argentino en 1945, la manifestación enorme que le tributó el pueblo fue reprimida por la policía nacional. Yo tenía entonces 19 años, nunca había visto tanta gente junta y nunca había presenciado un atropello de la policía nacional. El Dr. Arias, seguido por el pueblo, se hospedó en un apartamento situado en los altos del teatro Amador, y al salir al balcón se produjo una carga de golpes y vejámenes en perjuicio de la multitud. El Dr. Arias habló y dijo: “¡Esto se resuelve con almas!”. La policía escuchó que la agresión policíaca se resolvía con “armas”. Por lo que se escuchó y no por lo que se dijo, se inició un juicio contra el líder panameñista.
En otra ocasión, el gran mandatario venezolano Raúl Leoni en gira por un lugar peligroso, de pronto expresó: “Tengo un hambre atroz”. La escolta que le acompañaba se puso en guardia, en actitud de disparar porque consideró que el mandatario había dicho “tengo un hombre atrás”. Semejantes dislates también suelen ocurrir en las imprentas. Si digo que me rebajé mi sueldo de rector “en” $900.00 mensuales y se publica que me lo rebajé “a” $900.00 mensuales, se produce un cambio sustancial. Los universitarios me podrían acusar de mentiroso. O si digo que la producción anual de café en Panamá asciende a 249 mil quintales, pero en lo editado aparece el guarismo 249 sin el mil, se pone en evidencia otra falla esencial. Igual ocurre al expresar que el presupuesto de la nación llega a $6 mil millones y el avarísimo corrector pone que el presupuesto de la nación llega apenas a $6 millones.
A veces pienso que muchos de mis lectores podrían creer que estoy en los delirios de la senectud, pero sería injusto porque me juzgarían por lo que no dije. Durante los años de la dictadura con harta frecuencia era entrevistado por la televisión y mis palabras eran recortadas y tan editadas que mi pensamiento resultaba entre incoherente y propio de un morón.
Las palabras escritas o habladas por sus diversos significados pueden causar malos momentos. Hace muchos años fui con el ministro de Agricultura de entonces, Rubén Darío Carles, a una inspección por los llanos de Coclé. Nos acompañaba un guía que señalaba el nombre de cada propietario de las fincas encontradas en el camino. Casi todas estaban descuidadas hasta que llegamos a una muy hermosa, llena de palmeras y de cercas pintadas de blanco. “¿De quién es esta finca?”, preguntó el ministro. Es de don Chan Méndez, índico el guía. Tanto el ministro como yo ponderamos en voz alta el esmero de don Chan y el guía sin mayores rodeos expresó: “¡Ah, es que don Chan es un prosista!”.
Al llegar a la residencia del señor Méndez le manifesté: ¿Cómo está el gran prosista coclesano? La pregunta no le causó ninguna gracia. Ni siquiera dio las gracias. Luego supimos que en los llanos de Palo Verde y en toda esa región de Coclé, los faroleros y los muy dados a la fantochería recibían el apodo de prosistas. Don Chan Méndez, según la acepción de estos vocablos, no tenía ninguna de esas características. Era un hombre sencillo y correcto.
El sentido de las palabras y hasta de las letras es tal, que cambiarlas u omitirlas puede agraviar la tersura de la prosa. García Márquez propuso eliminar del alfabeto la letra ñ, pero su defunción podría producir un cataclismo en el idioma español. La ñ es necesaria, decían los opositores al célebre colombiano. No es lo mismo, agregaban, tener una pena en el corazón que tener una peña en el corazón. Entiendo que el ejemplo salvó la ñ.
De modo que si en mis crónicas aparecen de vez en cuando errores que surgieren una paternidad distinta o un disparate, ruego disimularlos con una sonrisa.