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- 16/04/2020 08:27
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Con el descubrimiento del Nuevo Mundo (1492), España es país de extensas fronteras. En pocos años había encontrado innumerables gentes, climas insospechados, enfermedades desconocidas, y en Europa mantenía responsabilidades dinásticas en Nápoles, Roma, Lombardía, Sicilia y Flandes. La medicina estaba en pleno cambio renacentista, con visión crítica de las pestes bubónicas, supuesto castigo divino y remedio caritativo. La prevención, la cuarentena impuesta en los puertos mediterráneos era obligada. El encuentro con pueblos del Nuevo Mundo causó un desastre de proporciones galácticas, motivado por enfermedades europeas, sin duda graves, perfectamente identificadas, como la viruela, el sarampión, la escarlatina, el tifus, que en ocasiones causaban notable mortandad, pero que en el Nuevo Mundo azotaron a los naturales de manera inmisericorde.
La primera gran epidemia que pudo reconocerse en las islas (Santo Domingo, Cuba) y tierra firme (Darién, Yucatán, México) fue motivada por la viruela. Conocemos quién fue el responsable, el que motivó el contagio, porque estaba al servicio de un funcionario real. Los primeros castellanos que fueron a las llamadas Indias Occidentales –las Indias Orientales pertenecían a los portugueses– dejaron tan bien documentado cada paso que dieron, que un historiador francés afirmó que más que armada militar desembarcó en el Nuevo Mundo una armada de notarios. La viruela hizo pronta epidemia en el México virginal en inesperada colaboración con el ímpetu colonial; el jefe militar de Tenochtitlán, Cuitlacoat, murió de viruela durante el sitio de la ciudad; Cortés y sus hombres quedaron horrorizados al comprobar la cantidad de muertos encontrados en la ciudad rendida, más debido a la enfermedad que a las armas. ¿Que podía hacerse para evitar que la enfermedad se extendiese por todo México, ya apaciguado, pero aún convulso? Nada pudo hacerse y la viruela se instaló de manera endémica en el territorio mexicano, ocasionando repetidos brotes y gran mortandad, siendo la más recordada la que acaeció en Oaxaca hacia 1575. Quedó profundo pesar en el ánimo hispano contra la viruela que renació de manera fulminante cuando siglos después Edward Jenner (1796) demostró que la inmunidad adquirida en la vaca a la viruela, podía ser traspasada a la especie humana. Con el patrocinio real de Carlos IV se organizó una expedición para llevar la vacuna a toda América y a Filipinas, viaje que comenzó en 1803 en La Coruña para terminar en 1806. La comitiva, dirigida por el médico y cirujano Francisco Javier Balmis, transportó la vacuna en un grupo de 22 niños que fueron utilizados como reservorios y contaminantes a niños locales, de sitios tan distantes como Puerto Rico, Cartagena de Indias, Quito, Lima, Patagonia en Suramérica y todos los territorios del virreinato mexicano, con extensión a Filipinas, y Cantón, en China. El relato de este formidable compromiso sanitario de España no puede resumirse en unas líneas; baste decir que jamás en la historia de la humanidad, incluyendo la modernidad de la Organización Mundial de la Salud, se ha producido una gesta sanitaria como la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna.
Volvamos a los primeros años en el Nuevo Mundo. Los castellanos esperaban encontrar enfermedades desconocidas que acabaran con ellos más que la mortandad motivada por los famosos indios flecheros de Tierra Firme, de Darién, Veragua, Yucatán... Traían ya experiencia en paludismo y tifus, pero sigue siendo sorprendente cómo resistieron a la malaria, el dengue, el vómito negro, en zonas en las que aún hoy día no se han erradicado. Por el contrario, sufrieron de una muy novedosa enfermedad que llamaron “bubas”, llagas pestilentes por todo el cuerpo, insufribles, de la que se contaminaron en Santo Domingo. Gonzalo Fernández de Oviedo cuenta en Historia Natural de las Indias que los enfermos de “bubas” que viajaron de vuelta a Castilla contaminaron a su vez a castellanos, romanos, napolitanos, lombardos en un período tan corto como seis meses. Primera contaminación transoceánica. Los italianos llamaron a esta enfermedad “mal francés” y más tarde poéticamente, sífilis. Todavía no ha sido erradicada en Europa. Su comportamiento como enfermedad crónica aleja la urgencia diagnóstica y terapéutica, pero continúa siendo tema obligado de salud pública. Hacia 1546, en la gran ciudad de Tenochtitlán, ya reconstruida con el nombre de México, ciudad mestiza, de convivencia entre naturales, mestizos, criollos y castellanos, se produjo una epidemia de extraordinaria gravedad que los naturales llamaron “cocolistle”, pero de agente aún no identificado, que según el historiador García Icazbalceta mató a más de 800,000 individuos en los seis meses que duró. Desapareció con la misma rapidez y misterio con que se hizo presente para brotar de nuevo, con la misma gravedad, en 1576, y en igual territorio. Según Miguel León Portilla y Rolando Neri Vela, el brote de 1546 fue motivo de grandes enseñanzas. Afectó especialmente a la ciudad de México que ya contaba con algunos hospitales, pero insuficientes, entre ellos el hospital de Jesús Nazareno, construido por Hernán Cortés, hermoso hospital renacentista que sigue funcionando actualmente, y estaba en construcción el gran Hospital Real para Naturales de San José, obra conjunta, en entusiasmo y economía, del franciscano fray Pedro de Gante y Hernán Cortés. Pero emergió en medio del desastre y de la precariedad asistencial un personaje que ha hecho historia, Vasco de Quiroga, que utilizando sus ingresos de funcionario real no solo creó nuevos hospitales, sino que inventó los llamados “pueblos hospitales” una invención inédita en la historia de la humanidad. Al mismo tiempo que la comunidad castellana se esforzaba en la lucha por salvaguardar la salud de los nativos, se produjo sólido sincretismo sanitario entre la medicina popular nativa, indiana, y la castellana, que pervivió y se mantuvo, confirmando espíritu de unidad social y sanitaria que históricamente representa la tradición mexicana. Estos relatos de epidemias y pandemias de hace 500 años, cuando todo se ignoraba, tienen algunas lecciones, o al menos reflexiones, aplicables en la era de la superioridad científica, de la excelencia investigadora, cuando el genoma de los agentes epidémicos está precisamente identificado, cuando disfrutamos del bienestar social y variadas formas de democracia. Las bubas, primera enfermedad de transmisión sexual bien documentada, nos enseñó el camino de la prevención unido a la responsabilidad individual y al ordenamiento moral de cada época. La unidad en la acción, iniciativas y diseño de estrategias preventivas o asistenciales, sin desgastes motivados por la lucha política se dio en aquella época y sigue siendo inexcusable. El respeto asistencial por toda la comunidad, sin distinción de raza, sexo, edad o territorios, debe priorizar sobre debates partidistas, sectarios o libertarios de difícil identificación.
El compromiso de la acción sanitaria queda inmediatamente desbordado ante las pandemias, motivando problemas sociales, económicos y jurídicos que no pueden ser controlados desde diversos ministerios o instituciones políticas, reclamando un centro de control multidisciplinario que al menos temporalmente, pero con la urgencia precisa, supere el debate competitivo de reglamentos e instituciones.
Si el mundo científico actual, finalmente nos advierte sobre la posibilidad de crear agentes patógenos en laboratorios, grandes o pequeños, nuestra sociedad se verá confrontada con la invención de nuevas estrategias preventivas, sociales, terapéuticas, de seguridad nacional, que superarán las viejas normas y recomendaciones de la epidemiología clásica.