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- 05/12/2020 00:00
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España celebra en estos días el vigésimo quinto aniversario de su constitución política. Los actos conmemorativos son múltiples; las conferencias sobre temas políticos y las evaluaciones relativas a las bondades de la Constitución han abundado y han dejado como saldo una mayor adhesión de la sociedad a su carta magna.
La Constitución española de 1978 no guarda relación alguna con el sistema totalitario de Franco. Los políticos españoles actuaron con el decoro y el renunciamiento necesario para que la democracia descansara en un conjunto de normas constitucionales, dadas por los constituyentes mayoritariamente demócratas. Esos mismos políticos hicieron gala de una conducta parlamentaria de consenso. Entendieron que política y administración, sobre todo en un país en proceso de reconstrucción, son conceptos que si bien conducen a la controversia también deben conducir al acuerdo.
Es obvio que el éxito de la democratización española y el logro de un buen sistema constitucional se debió, en alguna medida, al discreto papel jugado por los lugartenientes del franquismo, quienes comprendieron que con el retorno de los partidos políticos y dado el espíritu democrático del rey Juan Carlos, se había iniciado en España una nueva era. Ese compromiso del rey con la democracia española se puso a prueba el 23 de febrero de 1981 cuando el oficial Tejero, de la Guardia Civil, pretendió dar un golpe de Estado. El rey, asumiendo el papel de jefe supremo del Ejército, hizo un llamado al orden constitucional y quedó frustrado el primero y último intento golpista. A partir de ese momento se consolidó la España democrática. Y pienso que desde esa fecha todas las izquierdas arriaron sus banderas republicanas y decidieron apoyar sin dobleces la monarquía parlamentaria.
En la España de hoy, desde el rey hasta el súbdito más humilde del reino, a pesar de las grandes disidencias regionales existentes, tienen conciencia de que se vive en un estado de derecho regido por una Constitución democrática. Es una Constitución que promueve un clima de confianza y sus concepciones programáticas y descentralizadoras han permitido el desarrollo de ese país tan plural. Al promulgarse la Constitución no había una sola comunidad autónoma; hoy se cuenta con 17 autonomías institucionalmente organizadas, indudable antesala de una futura España Federal. Incluso han surgido algunas contrariedades al adoptar el País Vasco la iniciativa de convertirse en un Estado libre, pretensión que socialistas y populares consideran que no encuadra en el sistema de una sola soberanía nacional.
En nuestro país, al nacer la Constitución de 1946 se establecieron numerosas instituciones nuevas, se le otorgó mayores funciones intervencionistas al Estado y se sabía que el texto auspiciaba un avance de carácter institucional muy coherente. Se vislumbraba un desarrollo integral basado en la norma, pero pendiente de la capacidad de sus mandatarios.
Los gobernantes y partidos que instauraron la Constitución de 1946 la entregaron al pueblo para su acatamiento y defensa. En aquellos años, los días 1 de marzo, fecha de su expedición, eran de festividad nacional y se celebraba con asueto nacional.
El pueblo entendía el significado de su carta política y lo esperanzador que constituyó su promulgación. Por entenderlo así, y gracias al propósito colectivo de preservarla, en mayo de 1951 cuando fue derogada y se restableció la Constitución de 1941, se dio el espectáculo, insólito, de un pueblo militante en la calle en defensa de la carta política de 1946. Aquel gobierno fue derrocado y la Constitución de 1946 quedó restablecida.
En sentido contrario, la Constitución de 1972, hoy vigente, no cuenta con el aprecio de la comunidad y nadie le consagra siquiera un minuto de homenaje. El día de la Constitución ya no existe en el calendario de las festividades cívicas del país y tal carta política despierta únicamente el desaire nacional.
A los políticos panameños de 1989, una vez vencida la dictadura militar, les faltó el coraje de los españoles de la transición democrática o la voluntad política para derogar el cuerpo de leyes de la dictadura. En España sobró esa voluntad y se limpió el país de la estructura jurídica del franquismo que amordazaba la libertad ciudadana. En España desapareció el movimiento falangista, de muerte natural.
En España los líderes del falangismo, resignadamente, dejaron el poder y desaparecieron con prudencia del escenario nacional. En Panamá, los líderes de la dictadura son ahora, a más de caraduras, siniestros maestros de la ambigüedad y de la doble moral.
La Constitución panameña de 1972 es ánima en pena del pasado castrense y existe como un fantasma sin dolientes, sin estaciones en el tiempo. Nadie repara en sus aniversarios, todos esperan sus funerales y no llega la eutanasia social, la única que puede precipitar, hoy por hoy, el final del magno adefesio. Es que la Constitución de 1972 vive moribunda y no muere. Ella misma, tan rechazada, reclama su reemplazo. No muere lo que tiene que morir ni nace lo que tiene que nacer. Nada tan exasperante ni nada tan cargado de impaciencias. Nadie precipita finalmente el tiro de gracia.
En España sepultaron el pasado y hoy rinden tributo a un sistema constitucional que es pedestal y guía de la democracia. España ofrece un ejemplo extraordinario. Seguirlo, a estas alturas de la desidia o del conformismo nacional, ya será misión de las nuevas generaciones del centenario.
Publicado originalmente el 6 de diciembre de 2003.