Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 18/12/2009 01:00
- 18/12/2009 01:00
Por Poco después de la medianoche del 20 de diciembre de 1989 mi madre me despertó con sobresalto. “Tienes que vestirte y ponerte los zapatos”. Estaba muy nerviosa y se enjugaba los ojos. Yo no hice ninguna pregunta. Ella nunca lo había dicho así pero yo sabía que solo nos mandaba a “poner los zapatos” en caso de que algo urgente estuviera pasando. Como cuando lo dijo años atrás y nos fuimos a vivir un tiempo con los abuelos sin mi padre.
Terminé de vestirme y al entrar a la sala ya estaban allí mis dos hermanos y mis padres. La televisión emitía la señal de Canal 8, el estación de los gringos. Recuerdo que veíamos imágenes pero por alguna razón no podíamos escuchar sonido alguno. Todos tenían expresión muy seria. Me asomé por la ventana pero el barrio parecía muy tranquilo. Desolado. Mis hermanos también llevaban sus zapatos.
Mi primera reacción a todo aquello fue de secreta alegría. Si aquello que estaba ocurriendo se extendía todo el día, seguramente postergaría una semana lo que iba a tener que hacer aquel miércoles de diciembre: cantar una canción de 4:40 frente a la clase de música. Era lo peor que me podría pasar en la vida, pensaba a lo largo y ancho de mis 13 años. De modo que me parecía bien no tener que enfrentar ese embarazo. Con esa expectativa volví a la cama.
Por la mañana temprano corrieron los rumores. “Vienen los gringos registrando casa por casa, están en Arraiján y pronto llegan a Chorrera”. Lo mejor era botar o quemar todo lo que se relacionara con el Gobierno o los militares. Yo tenía mucho miedo a ese rumor. Mi padre era miembro del Partido Laborista, PALA. Teníamos una bandera en la casa, y.si la encontraban seguro nos llevaban a todos, pensaba. Mi hermano mayor y yo la tomamos junto con unos pantalones camuflajes suyos y los cubrimos con basura en la parte trasera de la casa. Más tarde, cuando otra ola de rumores agregaba que ya los gringos estaban muy cerca, desenterramos todo y lo quemamos. Me dio pesar porque a mi hermano cuidaba mucho esos pantalones. Como a las dos de la tarde iniciaron los sobre vuelos. Eran aviones muy ruidosos, en forma de cruceta, que se elevaban y luego bajaban en picada. Justo después se escucharon las explosiones. Estaban bombardeando el Cuartel, cerca de donde vivíamos. Mi mamá sollozaba, apretando en sus manos el Rosario. A mi me hicieron cubrir debajo de la mesa.
Al anochecer mi madre nos empacó algo de ropa. Nos fuimos todos a paso muy rápido a donde una tía, dos casas más allá de la nuestra. Allí pasamos la noche. Yo me crispaba a cada ruido que provenía de afuera. Esa sensación no me abandonaría hasta meses después. A la media noche me mandaron a dormir en una colchoneta, en el suelo, apartado de la ventana. Tomé mi cuaderno de música para repasar la canción de 4:40. Aunque no lo sabía, nunca regresaría al primer año de secundaria. Tampoco sabía que después habría preferido cantar frente a la clase en lugar de tener que ver mis padres llorar en una madrugada tan helada como aquella de 1989.