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Belisario Porras en su última campaña
- 18/03/2023 00:00
- 18/03/2023 00:00
En mi hogar el nombre de Belisario Porras era pronunciado con muchísimo respeto. Se hablaba tanto de él que ya en mi infancia era un personaje de leyenda. En 1936, a mis diez años, asistí a los actos de bienvenida que el pueblo de Penonomé tributaba al doctor Porras como candidato del liberalismo a la Presidencia de la República. El anuncio de su visita a Penonomé causó regocijo en el seno familiar. Venía quien fuera amigo y profesor de mi padre, el que lo nombró en 1912 inspector de Instrucción Pública en la sección norte de Coclé, y el que aparecía en un retrato instalado en la mesa de centro de la sala. Iba, pues, a conocer al gran caudillo y combatiente de la guerra de los Mil Días, presente en mi espíritu desde todos mis tiempos.
Con entusiasmo desbordado me fui a la entrada del pueblo a verlo llegar. Lo recuerdo sonriente al bajar del auto. Su atuendo era sobrio, con saco, chaleco y corbata, y un gran sombrero blanco. Sus anteojos eran pequeños y dorados, los que posteriormente he visto en el rostro del más porrista de sus nietos, el muy apreciado y talentoso Jorge Conte Porras; su estatura era mediana y calzaba botas altas como si marchara a un campo de batalla. Es decir, su vestimenta era propia de un hombre que respondía a la estirpe de sus respetables hechos.
A los presidentes constitucionales que llegué a conocer, siempre los vi vestidos de manera muy atildada. En cierta ocasión asistí a una cena en casa del doctor Pedro Moscoso y el Dr. Arnulfo Arias llegó a ella usando una camisa guayabera. Sus primeras palabras fueron de excusa por haberse presentado con esa clase de vestimenta; al contestársele que su atavío era muy apropiado para una reunión privada, expresó con cierto tono tajante: es que yo desde 1941 estoy en la obligación de vestir a un expresidente de la República. Este compromiso moral explica la elegancia pretoriana que distinguió al doctor Arias. A “contrapelo” de esta tradicional caracterización, en la que Porras era figura excepcional, algunos “presidentes” instituyeron la mangajería y la bendita guayabera se convirtió hasta hace pocos años en la indumentaria exigida por el protocolo oficial.
Aquella tarde de 1936 resultó apoteósica. Nunca antes, desde luego, había presenciado una manifestación tan numerosa en pos de un hombre. Recordaba, entonces, como parangón, las procesiones religiosas y, en especial otra, laica, la que visualizo tras cristales muy brumosos: cuando trajeron a Penonomé un inmenso cuadro del Libertador con motivo del centenario de su muerte –1930–, y fue llevado en vilo por algunas calles del terruño para luego colocarlo en el salón de sesiones del Consejo Municipal, donde aún reposa.
Los vivas a Porras eran interminables. Yo sufrí el contagio y también lanzaba los míos forzosamente atiplados. Sentí una extraña sensación de alegría, no experimentada nunca antes. Como que salí de mi habitual condición de solitario y escalé a una atmósfera desconocida. Sentí la euforia instintiva e ingobernable de las masas. ¡Y era otro! En esa manifestación de adultos no se justificaba para nada mi presencia, seguramente a juicio de quienes me veían. Pero quién sabe cuántas veces mis familiares platicaban sobre el Dr. Porras, de las convenciones del liberalismo a las que mi padre asistía como convencional, de la relación epistolar que hubo entre ellos, y todo fue determinando mi decisión de conocerlo y de asistir a la manifestación. En otras palabras, para aquella ocasión ya sabía quien era Porras, sabía que había sido revolucionario, que estuvo exiliado, que un pariente de mi abuelo Antonio Guardia Escobar, don Fernando, como magistrado de la Corte Suprema había anulado su elección como diputado por la provincia de Los Santos fundado en que Porras no había aceptado la independencia de Colombia, y gracias a estos precoces conocimientos primordiales fui, con el avance de los años, descubriendo y entendiendo otras facetas de su personalidad que lo consagran en la historia como el primer alfarero de las instituciones fundamentales de la República.
Yo marchaba muy cerca del caudillo liberal y no me cansaba de mirarlo. Lo veía como un personaje salido de otro mundo. Sin duda, en esa tarde el gran dirigente actualizó en su memoria la campaña presidencial del doce, del veinte, o sus incursiones en los campos bélicos al frente de sus huestes, porque en esos momentos triunfales la mente navega con la velocidad del rayo y vuelve a vivir los episodios grandes de la existencia, resumiéndolos y recordándolos con orgullo y amor. Así lo veía, inspirado, a lo largo de la romería, con su estampa de conductor de multitudes, erguido como si estuviera pasando una revista marcial; y con los brazos extendidos en elegante accionar, prodigaba, con cadencia espontánea, sus mejores saludos.
Aquella manifestación terminó en la residencia de don César Fernández, un viejo tronco liberal. Allí sobre una silla habló el Dr. Porras. Yo, oculto tras las cortinas en una esquina de la casa señorial de los Fernández-Vega, escuché con singular arrobamiento el discurso vehemente y fluido del candidato en campaña. Recuerdo su extraño acento. No era el común de los interioranos porque estaba matizado con los dejos andinos y con los diapasones que luego supe propios del discurso bogotano. Su figura se proyectaba gallarda y altiva, y su rostro se encendía en definitivo tono carmesí.
Lo he dicho y lo repito una vez más... –yo soy la salud–, exclamaba el doctor Porras.
Solo recordaba intrigado la afirmación de que él era la salud. Me impactó esa figura. Por ello, durante algunos años de mi primera edad padecí la confusión de estimar que Porras era sinónimo de medicina, de médico, de bicarbonato, de botica. Y cuando por estar enfermo tomaba una cafiaspirina, o una quinina para mi malaria o cuando alguien sufría algún malestar, pensaba irremediablemente en el Dr. Porras, porque él era la salud.
Algunos años después, el gran humorista chiricano Abel Candanedo, al contarle estos episodios que vengo relatando, enmendó la lectura de mis recuerdos al comentarme sus vivencias porristas: Yo también conocí al doctor Porras en 1914, me dijo don Abel. Yo tenía 16 años. Él venía de puerto Pedregal; llegaba en el primer automóvil que entró a David. Le pregunté a mi padre qué era ese aparato que caminaba y me dijo certeramente: ¡es un vapor de tierra! Ese día escuché al Dr. Porras en una arenga elocuentísima y dijo lo mismo que tú escuchaste, pero recuerdo la frase completa: yo soy la verdad y la salud, mis promesas no son vanas, podéis creer en mí, concluyó su nota aclaratoria mi difunto suegro y amigo.
Fue un orador muy especial el que escuché aquel lejano día de 1936. Y digo especial porque me puso en escena el mundo de la oratoria. Sabía que había cantantes y recitadores, pero el género del discurso enardecido, metafórico o florido llegaba ahora a mi percepción. Advertí que había un tono pausado para la conversación y otro sonoro para las multitudes. Diez años después, en 1946, hablé por primera vez en un mitin del Frente Patriótico en Santa Ana y al enfrentar a la multitud mentalmente me trasladé a la residencia de don César Fernández y sentí la presencia del viejo caudillo, alentándome, en la tribuna de la plaza de la Democracia. En ese momento era todo nervios y sentí que mi rostro pasaba de la chispa a la hoguera, la más bermeja imaginable. ¡Simples sensaciones que ahora evoco con cierta nostalgia!
Desde luego, las palabras del candidato me resultaron muy extrañas porque no eran propias para mi limitado vocabulario o para mis entendederas tan bisoñas, pero había algo en ellas que encendía mi entusiasmo. Era la elegancia de la forma, la elocuencia de la prédica política o el encantamiento de la palabra y todo ello encontraba en Porras a su intérprete, especie de superior prestidigitador de los pueblos, papel que solo puede desempeñar una cabeza culta y organizada.
Terminado el acto, la masa humana lo siguió hasta el lugar de su hospedaje, una vieja morada conocida como la Casa de los Tigres. Allí llegué con los manifestantes y entré a la recámara donde el Dr. Porras se aprestaba a quitarse una bota de cordones largos. Me acerqué a él y al verme, un tanto intrigado por la presencia de un niño en su aposento, le dije como a la defensiva, con mi única tarjeta de presentación y con el propósito firme de conjurar cualquier regaño:
–Doctor, yo soy hijo de Federico Zúñiga–
–¡Hijo mío! –expresó el doctor con visible satisfacción. Se acercó y me dio un fuerte abrazo. Luego de los cumplimientos afectuosos, los míos balbuceantes, se sentó en un catre de campaña y me dijo: vamos a ver, señalando sus zapatos, quien desabrocha primero mis botas; tú quítame esta y yo me quito la otra. Inicié con prontitud el trabajo encomendado y cuando iba por la mitad ya él había terminado. Me volvió a ver y me regaló una sonrisa realmente bondadosa que nunca he olvidado.
Al terminar el encuentro me retiré y corriendo muy rápido, orgulloso, regresé muy feliz a mi casa, y allí conté todo cuánto había acontecido en la manifestación y sobre todo en la Casa de los Tigres. Mi madre sintió regocijo por mi osadía y así calificó mi comportamiento; pero el recuerdo que tengo del viejo liberal, recogido en el caracol de mi infancia, es el que emana de aquella tarde: la de un hombre mayor y encanecido, de ojos inquisidores, de verbo elocuente, de faz rosada, arrugada por los años y por su impar lucha de epopeya, de bigotes imponentes, repetidos y aumentados, con natural orgullo, en el rostro de su bisnieto Juan Ramón Porras. Y también lo recuerdo muy satisfecho al sentirse cerca del hijo de quien fuera su alumno y amigo personal y político.
La providencia me otorgó la grata oportunidad de conocer al doctor Belisario Porras ya en el ocaso de su extraordinaria existencia. A pesar de la actual amnesia colectiva que conspira contra la historia de nuestro pueblo, la vida y obra de Porras no han permitido ni permitirán la consagración del olvido.
El artículo original fue publicado en la revista Cumbre, 1996.