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Cristian Alarcón: 'Me liberé del enamoramiento colonial, habito un modo del amor más revolucionario'
- 26/08/2022 15:00
- 26/08/2022 15:00
Lo primero que uno piensa antes de conversar con Cristian Alarcón (La Unión, 1970) es que será el tipo más presumido de toda la Feria Internacional del Libro de Panamá, pero bastan unos pocos minutos de charla para entender que en él no hay peligro alguno de que se le suban los humos.
Es un hombre entrañable, carismático, sensible y, por qué no decirlo, profundamente enamorado: de ver a los hijos felices, del beso de una pareja, de la construcción del verso fascinante, de los amigos, de la vida misma...
Alarcón se ha dedicado a construir historias siempre al pie de la crónica, del rigor, pero sin soltar la literatura “porque es necesaria para el periodismo”. Es conocido como el fundador y editor de las revistas Anfibia y Cosecha Roja, publicadas desde Buenos Aires. Sus libros anteriores, Cuando muera quiero que me toquen cumbia y Si me querés, quereme transa lo han convertido en un referente del gremio.
Su último libro, El tercer paraíso, ganó el vigésimo quinto premio Alfaguara. Aquí, reinventando la memoria familiar y la belleza de la botánica, Alarcón se adueña de la ficción ambientada en la pandemia y, a su vez, en las épocas crueles de Chile y Argentina, con especial énfasis en los años 60 y 70 de Allende, el terremoto y el golpe de Estado de Pinochet. Aquí hay un narrador que relata la evolución de “su pasión botánica”. Aquí, también, hay mujeres fuertes, sumisas, amorosas, salvajes. Hay abusos, hay violencia, hay machismo. Hay muerte y hay muchas flores. Hay exilio, exclusión, un niño que sufre. Y que ama.
¡Qué lindo! Nunca me habían hablado de eso. ¿Estás enamorada? (ríe a carcajadas).
Yo también estoy recientemente enamorado. Nadie me había preguntado por los amores de la novela. He dado 256 entrevistas y esto me ha encantado.
¡Uf! Me enamoré de unos pies. De los pies de una mujer. Cuando entré a una clase en la universidad, ella tenía unas sandalias de verano, era la mujer más bella de mi generación. Yo todavía creía que era bisexual, lo cierto es que me enamoré perdidamente de una mujer y estuve con ella seis años.
No, ese niño (el de la novela) tenía la obligación de tener siempre al lado a una niña rubia que le confirmara a su madre que no era tan maricón.
Claro, ponerle testosterona, obligarlo a jugar a la pelota y siempre poner al lado esta niña hegemónica... que, en algún sentido, con mis primeras novias y con mis primeros amores con varones, remedé. Y uno queda pegado de estas fijaciones que se le insertan de niño, a través de lo aspiracional que sueñan los padres para nosotros, de construir nuestra relación con la belleza hegemónica, (que) es una tarea bien cabrona porque quedamos pegados: no me puede gustar gordo, no me puede gustar moreno, no me puede gustar bajo... de otra clase social(...).
Me liberé de ese enamoramiento colonial, habito un modo del amor más universal y revolucionario, justamente porque decidí profundizar mi deconstrucción.
En general regalo más semillas que rosas. El de la novela regala rosas, pero el real regala más libros y semillas que otra cosa. Chocolates deliciosos y sí regalo flores, pero no para plantar. Soy de tener flores en mi casa, desde siempre. Fui un niño que se dedicaba a cosechar flores con su abuela, y armar ramos con dalias, margaritas y rosas para los centros de mesa. Me gustan más los ramos campestres. Sigo teniendo un romance con una jardinería más hegemónica británica y colonial, de lo que no me puedo desembarazar.
Fui advertido tempranamente que iba a perder mucho de mi intimidad. La había ganado con la pandemia, después de ser un sujeto hipersocial, un psicópata organizador de fiestas, encuentros, un enlazador de mundos profesionales. La pandemia me había permitido un retraimiento que me había interesado. De pronto el premio te pone en escena y te ofrece el peor de los viajes narcisistas que podrías soñar. Permanentemente uno hablando de uno mismo y de su trabajo. Llegué bastante preparado, quizá cuidándome a mí mismo de esa posibilidad de enajenarme a través de la ficción que paradójicamente implica un galardón como este: los ríos de tinta, las 200 entrevistas, las presentaciones, el millaje de aviones que no para, los 27 vuelos que he tomado en cinco meses y todos los hoteles que se parecen demasiado entre sí y entiendo que son pura ficción.
Lo real es mi hijo que hoy (el pasado viernes) está en Buenos Aires solo (se le quiebra la voz y le brotan lágrimas), que necesita a su papá al lado. Lo real quizás es un amor nuevo, quizás un pequeño grupo de amigos, mis padres, todos tenemos una sola verdad y la verdad es lo que tenemos cerca. Todo lo demás, el éxito, el fracaso, el dinero, los viajes, son regalos de la vida que pueden estar o no estar, que unos conseguimos y otros no. No pasa nada si nos fue mal.
Aprendí a viajar. No me voy más de cinco o seis días. No me alejo más de eso. A mí me hubiese gustado quedarme más en Panamá con mi amiga Sol, a quien amo, teníamos organizado para irnos en un velero a recorrer el golfo. Amo esta geografía. Ya será más adelante, como parte de una vacación y no como consecución del trabajo, cuando debo concentrarme para que las cosas salgan bien y volver a mi casa.
Tengo de pequeño la obediencia del trabajador. Heredé una espantosa autoexigencia de parte de mis padres, sobre todo de mi padre (...). En el comienzo de la pandemia, un antropólogo argentino me contactó con otro grupo de intelectuales, la mayoría de ellos del campo académico y científico, para pensar el futuro después de la pandemia. Era demasiado pronto. Por supuesto yo no sabía qué decir. Y no tuve otra alternativa que leer. Y me puse a leer filosofía contemporánea, sobre todo aquellos autores y autoras que vienen pensando la extinción del mundo.
Pasé un mes y medio leyendo y escribiendo, hasta producir un ensayo que se llamó: 'Nuestro futuro', y así salí con un texto en el que había dos párrafos que sobreviven y que están en El tercer paraíso, ambos hablan del fin del mundo.
Por ejemplo, mi madre diciendo: tener un hijo gay es el fin del mundo, las torres gemelas fueron el fin del mundo, la peste es el fin del mundo, mi abuela creyendo que ese incendio abajo en el pueblo era el armagedón, cuando en realidad era el incendio de la fábrica de lino... y sentaba a todos sus niños a rezar y a pedir por la salvación de sus vidas. Esas escenas sobreviven y hacen que yo me siente a escribir y que estas dos mujeres se transformen en dos grandes personajes: Alba y Nadia, y que me permitieron ir a la memorabilia familiar, a la reconstrucción de un clan que nace como campesino y deriva en proletario y que atraviesa la violencia más cruel y luego la revolución socialista de Salvador Allende y la dictadura de Pinochet.
Al tiempo que, aislado en ese container que es real, como muchas cosas de la novela, emprendo el homenaje 'performático' a mi abuela. Y esta novela nace también como una performance, porque decido conseguir bulbos de dalia para plantar dalias y que estas sean el homenaje a esa mujer que me había albergado en sus faldas cuando era una campesina y yo pasaba los veranos a su cuidado, cerca de un río que lo consideraba el paraíso.
Hay un reconocimiento de la industria editorial, a través de los jurados, que por unanimidad, fueron muy elogiosos con mi trabajo, un reconocimiento en la necesidad de una transformación de la literatura, y de que los géneros se agotan, como se agota la novela canónica latina. Aquí se reinventa el ensayo, la crónica, la poesía. Por momentos podría parecer una crónica, en otros momentos un ensayo histórico, y en otros algo más parecido a la filosofía que se hermana con la poesía por el uso específico del lenguaje, es decir una lírica contenida no desatada, no barroca que no desprecia la construcción de imágenes y sensaciones. Sin dejar de ser novela, porque en definitiva lo que manda es la estructura que está gobernando el texto para que pueda llegar al final sin pausa.
He recibido muchos comentarios de esa indignación y de cómo dispara la novela memorias calladas y negadas por lectoras que han pasado situaciones como las de Nadia y las de Alba. También de jóvenes que se aferran a ese niño que tiene su primera experiencia sexual en la montaña, con un campesino, y que sigue amando a su madre y a su abuela a pesar de todo.
Las reinventé a mi antojo, traicionando la memoria, así como la traicionamos también en nuestra propia vida, porque la construimos (...).
En esta novela yo decido subvertir la lengua materna, asumir que fui un niño que escuchó demasiadas historias de grande. Los niños latinoamericanos, que hemos quedado al cuidado de estas mujeres a veces amorosas y a veces salvajes, hemos sabido demasiado. Y nuestra generación es la de aquellos que supimos demasiado.
Ese conocimiento primario me da el permiso a esta altura de la vida a no solamente contarlo, sino a reinventarlo, a ficcionalizar, a mezclarlo con historias que he conocido de otras mujeres y de otros hombres, pero también a volverlo a decir completamente distinto. La liberación que produjo el desapego final de la verdad, la distancia del compromiso de la rigurosidad periodística me permitió marcar la construcción de una estructura: un edificio literario de 157 capítulos en los que con total arbitrariedad fui creando una realidad que no existe.
Venía de una reivindicación, ya hace varios años, de un periodismo latinoamericano que no se funda en la tradición anglosajona del New Yorker o de Vanity Fair, de los grandes medios que publican no ficción, en Estados Unidos, porque yo creo que nosotros nos debemos mirar en Norman Mailer, en el nuevo periodismo de los años 60, en nuestros propios cronistas modernistas del siglo XIX , desde Rubén Darío y José Martí hasta Manuel Gutiérrez Nájera o Sarmiento. Cada uno de nuestros países tuvo un gran diario en el siglo XIX y en estos publicaban estos hombres que eran poetas, a veces militares, revolucionarios políticos, a veces miembros de la élite o a veces seres marginales, que vivían de lo que escribían. La profesionalización de la literatura inaugura nuestras naciones. La literatura en América Latina está atada a la política porque fue el relato de estos grandes escritores el que construyó nuestras identidades, contando nuestros países en los periódicos con larguísimos textos basados, no en una dedicación obsesiva a la comprobación del dato, sino en la recreación de lo real. La invención de lo real, como es el título de la obra de Susana Rotker que trabaja sobre la obra de Martí, en realidad se refiere a un tipo de relación con la narrativa. América Latina es narrativa pura, nos inventamos a nosotros mismos.
Se puede hacer periodismo sin mentir. Sin ir a la invención del hecho, sin las fake news, pero con las herramientas de la literatura para que el periodismo sobreviva a esta crisis sin sentido que lo está aplastando; y luego para acompañar a nuestras audiencias –pienso mucho en clave digital– en este proceso en el que sobrevivimos bajo incertidumbre y merecemos narrativas amorosas, pasionales, llenas de un sentido que no es solamente el de creernos bien informados, sino habitar esas historias en las que nosotros no estamos, conociéndolas desde la experiencia de la lectura, y no desde la frialdad del dato que propone el periodismo anglosajón.
Estamos en un momento de inflexión en el que primero el periodismo debe hacer un esfuerzo interpretativo. El periodismo no está solamente para informar, sino para poder permitir una interpretación de la realidad a las sociedades, con un foco y sin objetividad; con subjetividad desde las posiciones que deben confesar con absoluta transparencia periodistas que se animan a opinar. No estoy hablando del triunfo de la opinología, que se puede ejercer de un modo muy ruin y que además ha perjudicado la credibilidad del periodismo de las últimas décadas, estoy hablando de generar matrices de pensamiento y crear la posibilidad de un periodismo intelectual, de un periodismo que se relaciona con la producción de conocimiento, se relaciona con los académicos y académicas, con las literaturas, con el cine y con el arte para ser un intelectual orgánico, activo, que permita echar luz sobre aquello que es incomprensible solo con la información.
Creo que la palabra clave para poder acercarnos a esta nueva escena política social de América Latina es la diversidad aún en la emergencia de estos gobiernos de izquierda y centroizquierda.
Vivimos en un mundo de polaridades diversas, en un mundo de contradicciones permanentes, donde ya los análisis de lo rojo o lo negro, de lo blanco o celeste por sí solos no vale, sino vale esta mirada a que lo situado, es decir la condición local, habla demasiado del problema.
En un momento, la cortina de hierro nos permitía decir que vivíamos en un mundo de comunistas y capitalistas, entre conservadores y liberales, en otros momentos izquierdas y derechas, estamos atravesando una etapa en que las conciencias se construyen con base en las condiciones que se dan en cada territorio.
El caso de Chile me afecta personalmente; si suscita una esperanza continental, de un gobierno de jóvenes que lucharon por la educación, que no surgen de los partidos tradicionales. Es distinto el caso de Gustavo Petro, en Colombia, que es un guerrillero que se convierte como político, en un líder que tiene una relación fuerte con los sindicatos, o en el caso AMLO, que es un viejo político que no desmiente las prácticas de la política tradicional a pesar de ser de izquierda y populista. En Venezuela tenemos un gobierno autoritario. O de Argentina que es un gobierno de centroizquierda que tiene luchas intestinas de un peronismo que se debate en una salida liberal y más de corte populista clásico.
No sé cómo se va a configurar la política en Panamá, pero es interesante esto que acaba de ocurrir, donde por primera vez en el espacio público, una noticia que ha llegado a toda América, se vio la potencia de un pueblo que no ha sido dueño de la calle, se hace del espacio público y conoce de pronto el fervor de la política, que no pertenece a ningún partido.
Noooo, yo creo que no los van a leer. (risas) Tendría que recomendar a Donna J. Haraway, quizá Boric que es un lector impenitente la lea. Bruno Latour, el francés, Isabel Stengers y su teoría de la catástrofe. Estos autores abren la cabeza para pensar en un mundo en el que la extinción es una posibilidad, pero también es un lenguaje para poder pensar un futuro distinto a pesar del imperio de las distopías.
Demian, de Hermann Hesse, toda la literatura de Hesse a la que accedí cuando tenía 14 años. Después Miguel Vitín, clandestino en Chile, que fue una crónica del cineasta volviendo clandestino durante la dictadura, eso me hizo cronista. 'El lugar sin límites', de José Donoso, me convenció de que podía ser escritor. 'El camino del tabaco', de Erskine Caldwell, me hizo comprender que no iba a encontrar solo en la literatura latinoamericana la influencia para mejorar la escritura y la narrativa periodística. Básicamente lo que me interesa es la literatura de la conmoción.
Los paraísos son más caribeños que australes, uno siempre tiene la idea de un paraíso cálido. Creo que la música latinoamericana propone una herencia musical de la diversidad que propone la cumbia, lo que se mezcla con lo africano, lo criollo, español, la influencia del tambor, de la negritud... creo que son espacios de creación de paraísos que en los cuerpos y en el sentir de los cuerpos hay respuestas.
No sabía que tenía miedo a la muerte hasta la peste y creo que no sabía que tenía miedo a la muerte hasta que fui padre. Creo que quien no es padre quizá pueda sentirse mucho más libre, en el sentido de habitar el mundo con todo lo que implica la autonomía absoluta. Esa pérdida de autonomía, que es la paternidad, es también la herencia y la posibilidad de que uno quede en el mundo. Pero no poder disfrutar del crecimiento de un hijo, es la idea más insoportable para cualquiera que haya conocido la paternidad.