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- 15/03/2025 00:00
- 14/03/2025 16:45
Lo que diferencia al Estado de todas las personas jurídica, ya sean de derecho público o de derecho privado que se encuentran dentro de su territorio, al igual que las que han sido creadas por una pluralidad de Estados (ONU, OEA, etc.), es la soberanía. Por eso se dice que el Estado es esencialmente soberano. Mucho se ha discutido acerca de la soberanía y de esta discusión trataremos en otra oportunidad. Pero si tuviéramos ahora que explicar en pocas palabras lo que ella significa, diríamos simplemente que la soberanía es para el Estado lo que la libertad es para el individuo: el poder de obrar limitado por el derecho.
Por ello, precisamente, nosotros la concebimos como el poder que tiene el Estado de obrar sin más limitaciones que las que establece el Derecho Internacional Público. Al menos este es el concepto que emerge del estado actual de las relaciones internacionales. En efecto, a cada Estado en particular, por su sola condición de tal, le es inherente una facultad o potestad de actuar, tanto en el orden interno como externo. Esta facultad o potestad de actuar no es ni absoluta ni ilimitada.
La existencia misma de la comunidad internacional exige el establecimiento de normas de conducta que, respondiendo al principio de la justicia, determinen los derechos y los deberes de los Estados y de las demás personas jurídicas internacionales en sus relaciones recíprocas. De no ser así, difícil sería, por no decir imposible, el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. El sometimiento del Estado al cumplimiento de dichas normas de conducta es, por consiguiente, indefectible.
Mas esta relatividad que hoy se advierte en la soberanía no siempre la tuvo en el pasado. Todo lo contrario. Cuando en 1577 el publicista francés Jean Bodin introdujo la expresión que nos ocupa en el estudio de la ciencia política, con ella quería significar el poder absoluto y perpetuo del Estado. Esta concepción de la soberanía era congruente con la época en que le tocó vivir a Bodin, ya que habiendo las monarquías absolutas reemplazado al régimen feudal de la Edad Media, los intereses de los monarcas, a quien por ello se les llamó soberanos, no solo estaban por encima de los de sus respectivas naciones, sino que sus ambiciones de expansión y de riqueza se hacían valer en la comunidad internacional de aquel entonces, aunque tuvieran que imponerse por la fuerza de las armas.
Consecuencia de lo que aquí decimos fue que la soberanía se personificara en el rey y que, aún para el mismo Bodin, expresara la suma de los poderes de que aquel era titular. Con el correr de los años, la noción absolutista de la soberanía se fue acentuando hasta el extremo de llegar a ser considerada, durante los siglos XVII y XVIII como un derecho patrimonial del monarca, único, ilimitado e indivisible.
En los mismos siglos arriba mencionados se advierte, sin embargo, el germen de una reacción contra el criterio anterior, pero sólo en cuanto al supuesto titular o el depositario de la soberanía. En efecto, John Locke sostuvo la tesis, en su obra intitulada Two Treatises of Government(1689), de que la soberanía radicaba en el Estado, como una consecuencia de la “soberanía popular”. Años después, Juan Jacobo Russeau, en El Contrato Social (1792) fue de opinión de que la soberanía pertenecía al pueblo y era inalienable. Pero la transformación conceptual de la soberanía es muy posterior, y a dicha transformación contribuyó grandemente la casi desaparición de las monarquías absolutas y su sustitución, en el siglo XIX, por monarquías constitucionales.
La forma como se encuentra estructurada la comunidad internacional, al igual que la manera como se hallan distribuidas las funciones del Estado, hacen imposible pensar en la actualidad en la soberanía como un poder ilimitado e indivisible. La relación de interdependencia en que se encuentran los Estados, así como la existencia de normas de conducta que regulan dichas relaciones, implican importantes limitaciones a la soberanía. En cuanto a la supuesta indivisibilidad, esta es hoy por hoy insostenible. Por cuanto que las funciones que realiza el Estado se encuentran distribuidas entre un conjunto de órganos, los cuales intervienen dentro del marco de atribuciones que les son propias. En la actualidad, solamente en las más férreas tiranías, podría una persona decir a la manera de Luis XIV: “El Estado soy yo”.
La soberanía ha venido despersonalizándose a través de los años hasta convertirse en una noción completamente abstracta, que no se puede ubicar, como en el pasado, en ninguno de los órganos que integran el poder público, sino en el mismo Estado. Por ello fue que la definimos, al principio de este escrito, como el poder de obrar que tiene el Estado. No faltan, para concluir, quienes consideran la soberanía como si fuera uno de los derechos fundamentales del Estado. Pero la soberanía, más que un derecho, es un atributo del Estado, es consustancial al Estado, le está inseparablemente unido. Sin la existencia de esa entidad jurídico – política que denominamos Estado no podría sencillamente haber soberanía y sin soberanía no podría existir el Estado.
Publicado en ‘La Estrella de Panamá’, 12 de septiembre de 1974.