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- 11/12/2016 01:00
Complicado caminar en Panamá
Quien quiera o deba transitar a pie con frecuencia por cualquier ciudad o pueblo de Panamá, no tardará en comprender que no se trata de una tarea tan fácil y rápida como la santa razón podría dictar. Las dificultades y hasta peligros para el transeúnte van mucho más allá de la propensión, a veces fatal, de los vehículos a irrespetar las líneas peatonales (faltas a repetición que, por tan reiteradas, se concluye cuentan con impunidad) o las súbitas carreras que taxis y autobuses emprenden de improviso, llevándose puesto lo que se les interponga, usuarios incluidos.
Pero si usted imagina que estas son las únicas dificultades, anda sin duda desconectado de lo que acontece en las calles y avenidas del país. Las veredas constituyen, salvo muy honrosas excepciones, un genuino desafío a la agilidad y a la vista de quien las pisa. Los huecos, gigantescas protuberancias, baldosas movedizas o rotas o ausentes o tapadas o reparadas con cemento solo se sortean prestando casi constante atención a la acera, so pena de tropezar, bambolear, caer o adquirir un esguince de tobillo.
Además, bares y restaurantes suelen desarrollar políticas expansivas. Por lo cual no pocas veces ni en pocos lugares, el peatón debe caminar en fila india en la estrecha y no inmaculada porción de acera que queda libre entre las mesas de afuera y las puertas del local, espacio además obstaculizado de golpe por mozos cargados de bandejas con fritangas y botellas frágiles y oscilantes. Algo similar ocurre en los almacenes de Calidonia y la avenida Central, y en las numerosas ferias ilegales que proliferan en el interior. Los puestos dejan un hilo de acera, en general ocupados por candidatos a clientes que examinan la mercadería despreocupados de su propia corpulencia.
En estos casos el uso de los codos puede ser la solución. Pero ni eso a veces es suficiente para la cantidad de peripecias que se necesita para manejar estas situaciones. Allí se les ve con frecuencia habitar, fugaces en el camino, transeúntes hostiles. Lo más común es el tipo o la dama que se van encima mientras mantienen la vista clavada en el celular. O, peor aún, el frenético que se abalanza en pleno éxtasis de rofeo y ni se indigna en disculparse. A veces hay que pronunciar unas pocas palabras enfáticas en voz moderada para advertir de nuestro paso o, incluso, usar un refrán callejero como ‘juegavivo' o ‘cuidado compa' que resulta eficaz para eludir la embestida frontal.
Igualmente, así como te encuentras quienes te atropellan injustamente con sobrada energía porque los corre el apuro, también proliferan los que se detienen de golpe en medio de una marcha rápida y de repente ‘te los llevas por los cachos'. Y vienen entonces a quejarse, a pesar de que ni luces de freno llevan. En este espectro emerge una cuestión de género: las mujeres, llamadas por lo que exhiben las vidrieras, suelen ser en esta modalidad de hostigamiento pasivo algo así como ‘malonas'.
La tipología no se agota aquí. Hay familias enteras o grupos de amigos que transitan las aceras a ritmo notablemente lento pero eso sí, ocupándolas por entero, por lo cual se hace difícil, si no imposible, penetrar en esa compacta masa humana. Y son igualitas de abarcadoras las reuniones de vecinos, casi de consorcio, las deliberaciones grupales respecto a qué rumbo tomar o qué hacer, y las tertulias amigables de varios convidados.
También, de golpe, aparecen bicicletas y patinetas. Y lo peor, aquellos que se sienten súper hombres y están por encima de la ley que usan las aceras como baño privado, olvidados de cualquier resto de decencia y pudor. Ya no les importa en ser vistos sino que les vale tres pepinos con la norma municipal. A propósito, son varios los que justifican esta conducta con la evidente ausencia de baños públicos para quienes caminan las calles.
Y finalmente, después de evitar ser arrollados, sortear huecos y esquivar gente, resulta que también tenemos que enfrentar la tarea de ‘chifear' heces de perros que lucen tras cual filas asquerosas en las aceras y veredas. Por supuesto, que no son los pobres perros los culpables sino sus propios dueños que, con cara de ‘no fui', se distraen y dan la vuelta a su obligación de recoger las cacas de su mascota.
Como se puede notar, no resulta tan sencillo concretar la livianísima proposición de ‘salgo a caminar'. Ya no basta con solo tener las ganas y perseverancia al asunto; ahora también hay que rezar un Padre Nuestro y un Ave María.
*EMPRESARIO Y CONSULTOR EN SALUD PÚBLICA