Tradicionalmente, se ha presentado a Panamá como una nación abierta a las inversiones extranjeras, una estrategia que ha dado réditos importantes en términos de crecimiento económico y de posicionamiento del país en su perfil de destino comercial exitoso en América Latina. Esa imagen ha venido degradándose con los años por una suma de factores, que incluyen las fallas estructurales de corrupción, desigualdad y descomposición del orden institucional establecido desde 1989, pero también por los cambios internacionales. Estos últimos, tan dañinos como los problemas internos que aún no resolvemos. Ahora nos enfrentamos a mayor incertidumbre que antes, en momentos que la mayoría de las naciones con una visión estratégica están impulsando la diversificación de sus socios comerciales ante un mundo cada vez más multipolar, en Panamá no hay claridad sobre el tema. El Gobierno parece haber apostado a atraer inversiones estadounidenses, algo que hubiera sido positivo, si estas no estuvieran llegando en medio del chantaje del gobierno de Donald Trump. La situación es compleja, nos alejamos de China por presiones de Washington, tomamos distancia de varios países europeos por conflicto de las listas grises, y aún no está claro como se atraerá inversiones de Sudamérica a través del Mercosur. Poner todos los huevos en una misma canasta es un absurdo comercial en este momento, además de poner en peligro la seguridad económica del país, algo que no podemos permitir.

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