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- 24/08/2022 00:00
Después de la política de la calle: ¿Qué queda?
Por unas semanas la política de la calle, conducida por educadores, indígenas Ngäbe-Buglé, estudiantes y un sindicato, reemplazó a la política institucional en darle dirección determinante a medidas estatales sobre temas que preocupaban a todos los panameños: el costo del combustible, de los alimentos y de los medicamentos. El movimiento social se caracterizó por ser pluralista, pero excluyente de sectores empresariales y profesionales, y puso al descubierto la falta de raíces populares de los partidos políticos.
A la revuelta se le injertó posteriormente otro giro, ya no pragmático y dirigido a la solución de aquellos problemas sociales específicos, sino más ambicioso e ideológico, más cercano a una pequeña revolución en su articulación retórica, no en sus medios ni, a la postre, en sus resultados: reemplazo o cambio fundamental del sistema económico, una asamblea constituyente originaria y, lo que es usual en el discurso político, erradicación de la corrupción gubernamental.
Los dos primeros temas tardíamente injertados (cambio radical del capitalismo y constituyente originaria) entrañaban cambios radicales de la estructura económica y política. El vocero tardío del movimiento se proclamó marxista y alarmó, sin razón, al “establecimiento” pues como dijo en una ocasión Fidel Castro, cuando alguien elogió a un líder socialdemócrata porque era marxista: ¿y qué?” habría contestado Fidel y agregó “una cosa es ser marxista y otra muy distinta es ser revolucionario”.
El último de los temas agregados (corrupción gubernamental) es una vieja y constante preocupación en nuestros países. Simón Bolívar lo enfatizó en su Discurso de Angostura en 1819, en contraste con la corrupción del imperio español, y propuso un “poder moral” como cuarto poder del Estado, descartado por los allí congregados por contener la potestad de censura de la prensa y recogido solo por Hugo Chávez en su constitución de 1999. Renovemos, decía Bolívar, “la idea de que un pueblo no se contenta con ser libre y fuerte, sino que quiere ser virtuoso”. Al decir de Montesquieu, para quien la virtud es “el amor a las leyes y a la patria… A la primacía del interés general sobre el interés propio” (Libro 4, capítulo 5), era importante también destacar que “la virtud también está necesitada de límites”, (Libro 11, capítulo 4, El Espíritu de las Leyes)”. Varios siglos después, las repúblicas de la virtud esperan su creación.
El principal medio de presión utilizado por este movimiento fue el de cierre de calles, con manifestaciones y lo más serio un bloqueo de la principal vía de comunicación entre los sectores rurales y el área metropolitana. Con ello se conculcó la libertad de tránsito protegida constitucionalmente y, en no pocas ocasiones, militantes de esta política de la calle ignoraron el artículo 301 del Código Penal que erige en delito acciones “que pongan en peligro real la seguridad de los medios de transporte” terrestre con agravantes de pena si se “utiliza intimidación o violencia” para tomar el medio de transporte o si del hecho se producen “colisión; descarrilamiento u otro accidente grave”.
Una vez más, resultó cierto lo escrito por el jurista y abogado romano Cicerón: “cuando las armas hablan, las leyes callan” (“En defensa de Milo”, Sección Once, Defense Speeches, Oxford,2009). Piedras lanzadas como proyectiles, troncos de árboles y de otros objetos que obstruían el paso en carreteras en perjuicio de la mayoría y cierres, todos actos de fuerza no fueron controlados por la institución que, como recordaba el sociólogo Max Weber (Economía y Sociedad, Tomo I), caracterizada por tener el “monopolio de la violencia legítima”: el Estado.
La revuelta social nunca se transformó en revolución, ni económica ni política. Tuvo éxito en sus planteamientos originales sobre los tres problemas puntuales señalados (precios de combustibles, alimentos y medicamentos) pero fracasó rotundamente en sus objetivos más revolucionarios (cambio radical del capitalismo y constituyente originaria). Fue, pues, lo contrario de lo ocurrido en Francia en 1789, cuando se dice que, después de la toma de la Bastilla, el rey Luis XVI preguntó al Duque La Rochefoucauld “¿Ha sido una revuelta?” a lo que el Duque respondió “No, su Majestad, es una revolución” (Eric Selbin, Revolution, Rebellion, Resistance: The Power of Story, Kindle,2013).
Con razón, ha afirmado el politólogo Rafael Rojas en su reciente obra sobre las revoluciones latinoamericanas, “la idea de revolución parece descontinuada por un proceso de universalización de las formas democráticas de lucha por el poder y acceso a los mandatos del Estado” y agrega que “la práctica revolucionaria de la política como destrucción acelerada y violenta de un antiguo régimen y construcción de uno nuevo también parece agotada” (El Árbol de las Revoluciones, Ed. Turner, Madrid,2021, pág.22).
¿Qué generó entonces la revuelta panameña? El detonante fue la inflación en un país ya empobrecido por la pandemia, lo que había yo anticipado en un artículo anterior (“Inflación y Democracia”, La Estrella de Panamá, 10 de junio). Allí indiqué:”La inflación, el grave desempleo generado por la pandemia, la violencia arbitraria de la criminalidad y la decadencia de las instituciones políticas, por la rigidez de las normas para facilitar cambios y su captura por intereses particulares y la debilidad de los controles del poder con sus secuelas (corrupción y deterioro de las libertades públicas durante el confinamiento por la pandemia) son todos factores que explican nuestro innegable malestar social”. De allí que la política de la calle haya sustituido a la política institucional, aunque fuese temporalmente.
¿Qué quedó? 1. El movimiento tuvo éxito en sus objetivos pragmáticos: control estatal de los precios de combustibles, alimentos y medicamentos. Incluso logró impulsar una reducción de la planilla estatal y el gobierno aprobó una ley sobre conflicto de intereses para los servidores públicos (Ley 316 de 18 de agosto), nada sustancialmente mejor de lo que ya existía, p- ej. para los servidores judiciales desde hace décadas, pero, a fin de cuentas, un avance; 2. En cuanto a sus objetivos más radicales, un cambio radical del capitalismo y una asamblea constituyente originaria, fue un fracaso estridente.
Quedan secuelas, alguna positiva, como la participación directa de grupos populares en la toma de decisiones nacionales y otras muy negativas: el poder de veto de hecho, de la política de la calle, sobre futuras decisiones estatales, sobre temas cruciales para el país, como p. ej. el futuro de la seguridad social, por grupos no elegidos, sin legitimidad democrática y, por otro lado, el avance de un pluralismo excluyente de grupos sociales, como el sector empresarial y el profesional, en negociaciones de asuntos que les afectan seriamente, un sectarismo rampante. Si a esto añadimos la debilidad del Estado, elemento esencial de una revolución social, según una distinguida escuela de pensamiento sobre los cambios revolucionarios (Cfr. On Revolutions, J. Beck y otros, Oxford,2022) aunado a la intervención de la Iglesia Católica en la política del Estado, algo repelente a la separación constitucional entre Iglesia y Estado, el panorama para la democracia liberal panameña es desalentador. Un gran viraje en la política nacional es imperativo. Para ello, en el 2024 se requerirá, como señala Henry Kissinger en su recién publicada obra (Leadership, Ed. Penguin, Nueva York,2022), un liderazgo “con claro conocimiento de la historia y una visión del futuro”.