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“Si nuestros abuelos volvieran a la vida, a fe que se darían de calabazadas para convencerse de que Lima de hoy es la misma que habitaron los virreyes” (Ricardo Palma, s.XIX).
Dos cañones enterrados verticalmente por la boca a la entrada del recinto y unidos éstos por una gruesa cadena de hierro indicaban que en ese templo el perseguido podía invocar asilo o protección de los religiosos que ahí moraban, un privilegio que la justicia virreinal se cuidaba de no violar así se tratase del malhechor más empedernido. Sin embargo, las iglesias virreinales que ostentaban esta singular prerrogativa se caracterizaban, a partir de inicios del s. XVII, por el uso de rejas que separaban ambientes como coros y capillas privadas de la zona (la nave central) que era de acceso a todo público. Las naves laterales eran capillas construidas por mayorazgos, gremios o cofradías para uso exclusivo de tales corporaciones. Con el arribo del neoclasicismo, la tendencia fue a suprimir todo lo que pudiera estar contenido en la nave central sobreviviendo únicamente “hasta nuestros días las capillas periféricas en las catedrales del Cuzco y Lima, y la llamada de las Reliquias en el presbiterio de San Agustín de la ciudad de Lima” (San Cristóbal, 2011).
Las rejas de las iglesias de la Ciudad de los Reyes (Lima) estaban puestas en el lindero de las capillas particulares delimitando el acceso del público sin impedir que puedan admirar las bellezas de mobiliario y ornamentos que se acumulaban estéticamente en su interior en torno a un altar. “Sin embargo, también poseen un estimable valor arquitectónico. Las rejas de las catedrales españolas se fundieron en hierro y bronce; pero las del Perú virreinal, a falta de grandes forjas, se labraron con maderas nobles traídas de Panamá, Guatemala y Nicaragua” (San Cristóbal, 1998).
Estas rejas de madera solían ser polícromas para guardar tono y gracia con los colores del resto del templo y a los carpinteros expertos en ellas se les llamaba “ensambladores”. Loa archivos notariales virreinales del AGN del Perú brindan valiosa información sobre las primeras rejas talladas y ensambladas en una verdadera secuencia de “producción en línea”. El asiento notarial, concierto o contrato del escultor tallador Juan Martínez de Arona con la catedral de Lima (28 de julio de 1611) determina, por ejemplo, que la reja será colocada en la Capilla de la Visitación. Martínez la terminó en menos de un año porque dividió a su equipo en cortadores, talladores y ensambladores, cada uno con una cuota mínima diaria de producción de una porción determinada de la reja. Los talladores eran los más numerosos -doce- y reproducían piezas en serie. Los cortadores -que iniciaban la fase de producción- apoyaban después como pintores y en la aplicación del llamado “pan de oro” que daba a determinados puntos de la reja una apariencia de dorado brillante. Otro ensamblador famoso fue Tomás de Aguilar que hizo la rejería de la Capilla de la Limpia Concepción (16 de diciembre de 1637) pero con un método de trabajo distinto al de Martínez. En lugar de tallar las piezas en la misma capital o dentro del mismo templo, se proveía de ellas en los talleres del interior del país a los que proporcionaba previamente la madera centroamericana. Destacan también los maestros criollos Pedro Carrasco, Pedro Noguera, Mateo de Tovar y Ascencio de Salas por sus trabajos en los Monasterios de la Santísima Trinidad, de Santa Clara y del Prado, en particular por las rejas para los coros de monjas.
Pedro Carrasco, socio y amigo de Martínez, impuso una doble tendencia en el estilo de las rejas de madera; primero porque las exportó desarmadas principalmente a Panamá (y lo que explicaría las similitudes arquitectónicas entre las dos regiones al menos durante el s. XVII) y segundo, las diseñó para su uso en la vida doméstica dando así un nuevo rol a estos productos de su espiritualidad artística. Por su parte, Ascencio de Salas fue un promotor del color buscando contrastar los tonos opacos con la brillantez del dorado. En su patrón cromático destacó la paleta del verde “además del rosado y los marmoleados típicos de la época” (Parra, 2018). Los colores pastel no aparecerán sino hasta la segunda mitad del s. XVIII con el rococó, es decir, ciento veinte años después.
En suma, volviendo al peticionario de asilo, éste debía conocer bien la distribución arquitectónica del templo donde pensaba guarescerse, sobre todo, la ubicación de las rejas monacales o catedralicias de madera panameña que, colocadas en el conjunto barroco limeño que les da realce, podrían confundir su camino hacia la ansiada protección de la puerta salvadora que lo libraría de la justicia virreinal.