• 03/04/2025 00:00

La encrucijada nacional: propuestas para superarla (II)

El liderazgo para construir la urgente y necesaria unidad nacional deben asumirlo quienes tienen el mandato para gobernar, que deben presidir un gobierno que debe ser de todos y para todos

En esta columna, continuación de la publicada el pasado jueves 27, por considerarlo más apropiado, denomino como “propuestas” a las que propongo para superar la actual crisis que vive nuestra nación, de la que son indicadores relevantes: 1.) la profundización de la desigualdad, con su secuela de aumento de la pobreza, 2.) la agravada deficiencia de los servicios públicos esenciales, 3.) la disfuncionalidad de los poderes públicos con su saldo acumulado de una progresiva y cada día más debilitada institucionalidad, 4.) el abandono por los partidos políticos de su responsabilidad constitucional (art. 138) de contribuir “a la formación y manifestación de la voluntad popular”, por la que son, a pesar de su incumplimiento, recompensados con más de 100 millones de dinero público, 5.) la falta de orientadores objetivos de la opinión pública o 6.) la necesidad de una visión compartida del futuro de nuestra república.

En 1903 creamos, o los intereses predominantes crearon, en las condicionantes circunstancias de ese momento, nuestra república. La historia vivida desde entonces ha sido de avances y retrocesos. Nuestra vida política, social y económica la marcaron, en esa primera etapa, desde 1903 hasta 1968, las luchas entre las diferentes facciones oligárquicas que, en seudo procesos electorales, se disputaron y se turnaron en el control del gobierno. El asalto del poder por la fuerza pública militarizada, en 1968 y la etapa de los 21 años que se cerró en 1989, con la instauración de la democracia formal electoral, marcaron el principio y el fin de la segunda etapa de nuestra república.

La tercera etapa la constituyen los 36 años transcurridos desde entonces, en la que se han celebrado, después de las anuladas y rescatadas de 1989, siete elecciones generales; en todas se contaron los votos; pero no han contribuido, como se esperaba, a consolidar la democracia en nuestro país y, tampoco, producidos gobiernos que hayan respondido a las aspiraciones populares, que han dejado un saldo acumulado de desencanto y de un progresivo y cada vez mayor descrédito de la política, en general, y de sus protagonistas, sean estos los partidos o más recientemente los candidatos elegidos por la denominada libre postulación.

En las dos últimas elecciones, las candidaturas presidenciales que recibieron “el mayor número de votos”, que es la fórmula inventada por el artículo 447 del Código Electoral, con su particular y tergiversada interpretación del artículo 177 de la Constitución y, por consiguiente, fueron declaradas ganadoras, lograron, respectivamente, el 32,7 y el 34,5 % de los votos válidos, con una representatividad real del 26 y al 28 %.

Y si bien en el 2019 el candidato ganador, en apariencia contaba con el respaldo de la mayoría absoluta de los diputados, la realidad fue objetivamente diferente; y en el caso actual, no hace falta demostrar que el mandatario acusa una patente orfandad de apoyo parlamentario y, tampoco que ese órgano es un mosaico de fracciones.

Desde luego, no es necesario y es, hasta convenientes que los presidentes no cuenten con un obsecuente apoyo parlamentario; siempre y cuando ambos órganos del poder público y sus rectores e integrantes estén subordinados al objetivo de servir a los mejores intereses de la comunidad nacional, por encima de intereses sectarios, especialmente los de los grupos que pudieron ayudarlos a lograr el mandato electoral, tradicionalmente motivados por resarcirse, con creces, de “sus contribuciones”.

Para erradicar esa subcultura negativa de nuestra sociedad, la primera y necesaria medida es concentrar todos los esfuerzos en construir una “sólida unidad nacional”, comenzando por “cerrar la brecha de la desigualdad”, fuente primaria del descontento popular y de las confrontaciones, lo que solo se puede lograr mediante la implantación y la práctica, en todos los niveles de nuestra sociedad y en todo el territorio nacional de una auténtica “solidaridad social”.

El liderazgo para construir la necesaria unidad nacional deben asumirlo quienes tienen la responsabilidad de gobernar, que deben presidir un gobierno que debe ser de todos y para todos. El actual definitivamente no lo es. Las intenciones de dialogar y concertar que pregonó en sus inicios, a ojos vistas, se han deformado. Se impone volver a esos enunciados primarios y establecer puentes mediante el diálogo y la concertación. Los retos originales, tanto los internos como los externos, se han profundizado y poder enfrentarlos con éxito, que podemos hacerlo, depende de que exista esa “unidad de propósitos”, de la que estamos huérfanos. Un diálogo nacional, del que debe resultar la integración de “un gobierno de unidad nacional” debiera ser la tarea prioritaria del presidente Mulino. Ganaría su gobierno, pero, sobre todo, ganaría Panamá.

*El autor es abogado
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