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- 07/03/2024 00:00
La cuestión política en Azuero
Voy a referirme a la cuestión política en la península de Azuero, aunque los comentarios pueden ser extrapolados al resto de la nación. Me refiero al tema político partidista que hace tiempo, desde el siglo XIX, tuvo su expresión en los llamados diputados liberales y conservadores, los clásicos bandos que dividieron la nación entre los partidarios del status quo y los que reclamaban cambios sociales. En el caso de Azuero, quizás los más emblemáticos sean Pedro Goytía Meléndez y Belisario Porras Barahona, en la centuria decimonónica y la vigésima, respectivamente. Ambos representativos del liberalismo orejano en pugna con conservadores apellidados Goytía, Franco, etc.
La cultura política nace allí, sobre una población mayoritariamente analfabeta, que mira en los hombres de la costa los voceros del oráculo de lo que debía ser. Ese grupo también era heredero de los dones que moraban en torno a la plaza y que geográficamente se asentaban en pueblos añejos como la Villa de Los Santos y la Tacita de oro: la colonial Parita.
La colonia siembra en la mente campesina el asunto del regalo del candidato, tal y como lo hacían los curas doctrineros con los indígenas, para llamarlos al redo de la fe católica, con champas y otros enseres de uso diario. En la nonagésima centuria, los políticos de antaño retoman esa práctica, religiosamente clientelista, y la convierten en modalidad del político partidista.
El siglo XX no hará más que profundizar la costumbre, aunque ya aparezcan las primeras escuelas y el analfabetismo comience a menguar. Y fue así, porque la pequeña burguesía peninsular, asentada en la costa oriental, la desarrolló para su propio provecho, porque ella seguía siendo el poder real y logra perfeccionar estudios en la capital de la república y en universidades extrajeras. El pueblo ha de esperar a la segunda mitad del siglo XX para tener extensiones universitarias y para que surjan centros de enseñanza superior en Chitré y Las Tablas.
En efecto, luego del grito santeño de 1821 todo se mantuvo igual, sólo con pequeñas modificaciones de forma, porque el poder político continuó estando en la costa y en manos de las mismas familias de antaño. Luego de la separación de Colombia se añaden algunos nuevos apellidos, pero todos hegemonizados por familias de la ciudad capital y adscritos, los nuestros, a los oligárquicos partidos políticos asentados en la zona de tránsito.
La contienda por el poder se caracterizó por el malsano gamonalismo o caciquismo. Me refiero al candidato que controla una cohorte de campesinos a través del compadrazgo y ofreciendo, al inicio del período eleccionario, una que otra regalía. En este sentido el representante de corregimiento vino a exacerbar la alienación política y establecer el control sobre la base social.
He estudiado el período de mediados del siglo XIX al XXI y lo que constato es la existencia de una estructura de poder de sometimiento y alienación política. Porque en general el votante elige una oferta partidista que forma parte de la misma estructura que le subyuga. Es decir, escogen entre los mismos verdugos que los mantienen en la postración social; los que en los tiempos modernos se han quitado su hipócrita careta democrática y muestran su verdadera intención: ordeñar en provecho propio la ubre estatal, alejados de los problemas de la población.
La cultura política nuestra es de compra de votos, ausencia de ideología, carencia de propuestas realistas, ausencia de liderazgo ilustrado, promoción de la fiesta y el licor, abanderados pueblerinos, aguinaldos previos a la elección y, en general, todo aquello que coloque la emoción por encima de la razón.
Hoy día el votante ha llegado a una triste y lamentable conclusión: el poder no es del elector, sino del candidato y, en consecuencia, hay que sacarle algún basado en el adagio que pregona “del lobo, aunque sea un pelo”. En este sentido, una de las figuras más representativas es el diputado, quien se pavonea por las zonas saludando paisanos, ejerciendo de padrino y ofreciendo chucherías o minucias que poco tienen que ver con su rol político. El personaje solo espera la campaña política para comprar el voto, porque ha perfeccionado este mefistofélico y pragmático proceder.
Y llegan las elecciones, y ante el dilema de a quien elegir, toda esta catarata de prácticas que tienen su génesis en la Colonia, el período de la unión a Colombia y la era republicana, caen -sin saberlo- sobre la atribulada testa del votante. Por eso, solicitarle que cambie de la noche a la mañana, cuando es heredero de centurias de lo mismo, es poco más que una ilusión; buenas intenciones que se revientan contra el muro cultural del ayer y del hoy.
Desde los tiempos del camarico pariteño, hasta la sonrisa socarrona del señor diputado, debemos suponer que algo ha cambiado. Pero la verdad es que los políticos azuerenses, al igual que el resto de los interioranos, ocupan posiciones subalternas ante el verdadero poder nacional, que mira estos parajes como zona del folklor, carnavales y procesiones religiosas. Y a lo sumo, como un sitio en donde le ofrecen un sancocho de gallina, adherido a una lisonja para ver lo que cae si el compadre gana la contienda política.
Claro que de vez en cuando surge un Pedro Goytía Meléndez o un Belisario Porras Barahona, pero estos son casos excepcionales, seres que tienen la lucidez del volador en fiesta pueblerina, mientras el resto celebra el esplendor, pero continúa inmerso en el jolgorio popular, ahíto de décimas y acordeones.
De lo dicho se colige que en mayo no habrá sorpresas, como no ha existido en tiempos pasados, porque la oferta existente no reta a la cultura del caciquismo y la compra de voto. Y -cómo negarlo- hemos tenido hasta retrocesos con candidatos que nunca debieron ganar y otros que en mala hora fueron reelectos. Y al mirar el panorama político con visión crítica, sigo preguntándome por quién votar, aunque estoy claro que aquí, en Azuero, al votar hay que botar, deshacerse de tantas inmundicias y alimañas de la política peninsular.