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Desde hace años, el intervencionismo estadounidense ha estado presente en Panamá. Este artículo busca categorizar en tres fases el desarrollo de la ciudad de Panamá desde la perspectiva de las relaciones con Estados Unidos, con miras a imaginar un futuro prometedor para la política territorial. Las relaciones con Estados Unidos fueron determinantes en la creación de lo que hoy conocemos como el área metropolitana de Panamá.
A principios del siglo XX, la ciudad de Panamá era un lugar en decadencia, con escasa población y condiciones sanitarias deplorables. Las primeras inversiones en sanidad permitieron completar la empresa/misión del Canal. A mediados del siglo XX, las relaciones entre Panamá y Estados Unidos dieron un giro decolonial, marcando una nueva etapa. Ese cambio permitió la construcción del puente de las Américas, la creación de una pequeña burguesía comercial vinculada a los proveedores del Canal, y el fortalecimiento de una administración pública con ciudadanos panameños en puestos clave. El comercio floreció, y la transición entre la primera y la segunda etapa facilitó un proceso de migración hacia la ciudad de Panamá, tanto de las élites que residían en Colón como de personas del campo en busca de oportunidades.
La primera etapa, la ciudad colonial, abarca de 1903 a 1953, mientras que la ciudad decolonial comprende el período de 1950 a 2016, aunque interrumpida brevemente durante el período inmediato a la invasión de 1989. Esta etapa culmina con los Panama Papers en 2016. Ese escándalo marcó el inicio de un creciente intervencionismo velado en el territorio, presuntamente con la intención de frenar la competencia del sector financiero e inmobiliario panameño con Delaware y Miami, limitar la expansión china, y fortalecer la frontera con Colombia. Mientras la primera fase se caracterizó por una ciudad centrada en la extracción de recursos y en la contención territorial, con baja inversión en infraestructura económica y alta inversión en infraestructura de control político-militar, la segunda fase aumentó la inversión económica, permitiendo una expansión urbana en manos privadas, basada en el modelo urbano norteamericano que prioriza el uso del automóvil. La tercera fase, denominada ciudad neocolonial, también impactará el crecimiento urbano. Mientras que la segunda fase (1953-2016) trajo crecimiento económico y demográfico, la tercera fase podría conducir al decrecimiento.
Frente a la presión de Estados Unidos, es previsible que haya más ataques a la inversión extranjera. Por ello, el territorio deberá volverse más flexible, adoptando legislación innovadora que facilite la inversión mediante una visión concertada con las comunidades. Esto solo será posible mediante el trabajo conjunto entre la planificación privada y las autoridades locales, apoyado por consejos barriales con veedores bien organizados que legitimen el trabajo de los ediles y imposibiliten la corrupción. Esta nueva visión de la ciudad canalera deberá ser ambiciosa, inspirando un cambio que permita soñar el futuro de la urbe, lejos de la corrupción que nos ha caracterizado. No tengo dudas de que el presidente Mulino es la persona adecuada para liderar esta transformación, pero necesitará un cambio profundo en la política territorial con un nuevo modelo de desarrollo público-privado que incluya vivienda cooperativa de alta densidad, desarrollos turísticos y comerciales de propiedad mixta con participación accionaria comunitaria, y nuevas tipologías urbanas densas y no-exclusivas. La falta de inversión puede resolverse si el Estado retoma un papel activo en la planificación del territorio, desarrollando proyectos concretos de inversión, consensuados entre empresas, comunidades y autoridades locales.