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- 09/04/2024 00:00
Bosques y arcadia peninsular
He de afirmar que la región de Azuero es una zona deforestada, aunque ello sea llover sobre mojado, por lo trillado de la frase. Lo que no es tan común son las consecuencias que la tala de bosques conlleva, deforestación que va acompañada por otra, la del desmonte cultural, en sociedades que miran y experimentan la agonía de un ayer relativamente cercano.
En cambio, lo que aquí interesa es cavilar sobre las repercusiones que tiene la llamada cultura del potrero sobre el hombre que mora en las provincias de Los Santos y Herrera. Porque no es lo mismo residir, como antes, en una península de extensas sabanas y tímidas sierras, con ríos que en el siglo XVI poseían abundantes árboles en sus veras, que vivir en el siglo XXI con la resequedad que caracteriza el área y con un sol que abrasa la vida que ha quedado atrapada en el cuadrilátero peninsular.
La riqueza que se ha perdido, ambientalmente hablando, algo ha de haber repercutido en las relaciones entre sociedad, cultura, hombre y los seres que en ella viven. Hay, sin duda, un efecto sobre el proceso de socialización; en los vínculos naturales que permitían los nexos del hombre con su entorno, porque la deforestación provocó la ruptura con lazos que eran tan necesarios para el goce de la vida y los placeres del alma.
¿Podríamos hablar de deshumanización del ser? ¿Cómo ha impactado ello en la vida vegetal, animal y humana? Y lo que es más importante, la repercusión en la autoestima colectiva y en la propia visión sobre sí mismo. El haber dado ese salto de destrucción ambiental supone, casi que necesariamente, el encontrar otros reemplazos que llenen los vacíos sociales y ecológicos que fueron destruidos en ese proceder autodestructivo. Debo decir que el hacha no sólo acabó con el arcabuco, como llamaban en la colonia al arbolado, de alguna manera ha representado un duro golpe que apunta a la muerte del sistema socioambiental.
Y si es una verdad axiomática que el ser humano se realiza en y con los demás, así como con el entorno ambiental, entonces tendríamos que interrogarnos si, desde el siglo XIX y XX, que es la etapa cuando se consuma el cambio ambiental y cultural, el habitante peninsular, vale decir, el orejano, ha logrado llenar tal carencia emocional. Porque ante la ausencia de los bosques, los que le permitían sentirse parte de la naturaleza, ¿cómo ha llenado el azuerense ese espacio emocional?
Creo que parte de la respuesta está reflejada en la suerte de la cultura regional, porque esa etapa coincide con la valoración del folklore regional, que también experimenta las mismas trasformaciones. El volcarse hacia la identidad cultural es una forma de llenar tal necesidad psicosocial. Tal vez en este sentido pueda explicarse el intento de retornar a una especie de arcadia, el retorno al tiempo mítico de los abuelos, cuando todo era mejor, abundaba la caza y el agua era pura.
Otro elemento fundamental para esclarecer el tópico que nos ocupa, reside en la música, manifestación que se ha convertido casi en droga, porque el ser peninsular siempre ha sido musical y poético, pero no al extremo que vemos en la era actual cuando se experimenta una borrachera de acordeones y de cantaderas que inundan a la región. Evidentemente estamos ante la comercialización del folklore y la búsqueda de la satisfacción que no rebasa la emoción pasajera, la coyuntura de llenar algo que se desconoce.
Mire usted cómo está todo esto relacionado con otro elemento que no parece responder a tales entresijos estructurales: la congoja. Porque cuando el estudioso se adentra al análisis del área peninsular, descubre la existencia de la congoja. Ese sentimiento de melancolía que impregna el sistema social y que está en la base de algunas expresiones culturales: la décima, la música de violín y los acordeones, sin olvidar la propia cultura de la muerte. En efecto, tales expresiones logran sublimar - aunque sin resolver - una necesidad más fundamental, la de volver a matrimoniar lo social con lo ambiental.
De lo dicho se colige que vivir en estas tierras secas y calcinadas por el sol, puede engañar al visitante desprevenido, sobre todo al que arriba por temporadas breves - procesiones, feria, festivales y carnavales, por ejemplo - porque la imagen exterior es la de un hombre alegre y festivo, que muchas veces no es consciente de lo que acontece, en especial de las causas estructurales, las que no son tan evidentes y coyunturales.
La destrucción del bosque le ha robado al ser peninsular un sentimiento de conexión con lo creado, la armonía existencial y le induce hacia el hedonismo que intenta suplir el goce de los animales en el bosque, la belleza de la floración y hasta los necesarios y saludables suspiros cósmicos.
En este sentido lo natural del bosque, el agua clara del río, la magia de la lluvia, al no existir plenamente, divorcia lo sacro y lo profano de manera brusca y le ha impedido realizar una transición adecuada como ser religioso, no como seguidor de una religión en particular, sino como ente que experimenta religiosidad. Por eso la destrucción del bosque ha sido y sigue siendo un estacazo a su ser, a lo más íntimo de la personalidad que se nutre de la relación con la naturaleza.
Pienso que más allá del estudio de la simple deforestación, de los costos económicos de la misma, del exterminio de la fauna, de la ausencia del bosque en sí, ya deplorable, se impone resarcir los daños infringido a la naturaleza, porque al hacerlo no solo se logra recomponer al ecosistema natural, sino al de tipo social y cultural, que es como decir, devolverle el alma al hombre peninsular.