• 15/03/2023 00:00

El arbitraje, una propuesta disruptiva

“Los ciudadanos debemos poder ejercer nuestra libertad sin limitaciones y decidir qué disputas sometemos a un arbitraje y cuáles a la justicia ordinaria”

Se le atribuye al economista y filósofo escocés Jeremías Bentham haber sostenido que la persona actúa motivada por el amor, el odio, el interés, el placer o el temor. El interés es una predisposición neutral por cuanto, por ejemplo, es bueno si deseamos estudiar y es malo si queremos proferir un daño.

Siendo el interés connatural a nuestra existencia es de necesidad societaria que quien detenta un poder sea limitado y controlado por quienes se lo hemos delegado. Esta relación forma parte del código genético de toda democracia.

Es común que no estemos satisfechos con la administración de justicia; la percibimos, costosa, lenta y con frecuencia corrupta, ergo, no satisface a nadie.

Frente a la justicia ordinaria existen procedimientos alternativos de resolución de conflictos. Preferentemente son: la negociación, la mediación, la conciliación y el arbitraje.

El arbitraje es una práctica cada vez más diseminada entre dos partes que escogen resolver sus diferencias de forma extrajudicial. Las partes, nacionales o extranjeras, privadas o públicas, designan a árbitros y entre los designados escogen a un tercero para que presida el tribunal arbitral.

Así a simple vista parece que el arbitraje nos ofrece mayores garantías de objetividad y probidad que la justicia ordinaria, pero resulta que el sistema responde, principalmente, al interés y no a la justicia.

Razonemos.

En primer lugar, las partes consideran que les asiste el derecho a designar a “su árbitro”.

En segundo lugar, parece un imposible natural que se pueda garantizar la independencia e idoneidad moral de un árbitro designado, porque está en su naturaleza humana la imposibilidad de desdoblarse y despojarse del interés de la parte que lo ha designado; vale decir, actuar con criterio de conciencia, porque en la vida real es defensor y juez en el mismo arbitraje.

En tercer lugar, la relación entre la parte, su abogado y el árbitro designado, pretende un imposible fáctico: que esa relación umbilical sea invisible y leal. Está en el interés natural de los dos primeros que “su” árbitro persuada al presidente del tribunal para que incline la balanza a su favor.

En esta designación unilateral del árbitro se halla la razón más importante de la muy posible parcialidad y acaso también, de la corrupción del sistema arbitral en el que las partes designan a “sus” árbitros. Advirtamos: “las tres principales fuentes de preocupación en el arbitraje son los árbitros, los árbitros y los árbitros”.

Recuerdo la vigencia de la antigua advertencia moral que subraya que las leyes deben configurarse pensando en que las personas que ostentan el poder no somos fiables por el sólo hecho de detentarlo, dado que, finalmente, somos personas y no ángeles ni arcángeles ni querubines. Quizás por eso Platón postulaba que los jueces debían gobernarnos, siendo que, si el juez resultaba probo, sus decisiones eran justas.

La realidad es que muchos árbitros designados responden a incentivos personales y se desempeñan como “el sistema” espera. Por esta razón Fox y Simpson acuñaron el término “judge advocates”, describiendo la naturaleza de los árbitros designados por las partes.

En el fondo, y esta es la cuestión medular, es fundamental saber si los árbitros están dispuestos a emitir un laudo arbitral en contra del interés de quien los designó, vale decir que resulten realmente árbitros y no comisarios legales, disyuntiva que acarrea un enorme componente ético para imponer realmente justicia, evitando hasta las componendas negociadas entre los árbitros.

El vigente sistema arbitral no garantiza la necesaria independencia por cuanto los árbitros pueden sentir que se deben a quienes los designaron. Añado, existe un incentivo perverso, ya que si un árbitro emite un laudo apelando a su conciencia, dándole la razón a la contraparte, puede cargar con el “estigma” de no haber defendido bien a “su cliente”. Si su conducta es recurrente puede perder “credibilidad” y recibir menos encargos futuros de cualquiera. Ergo, el conflicto de intereses resulta manifiesto o dificilísimo de sortear.

Descrita la “relación”, resulta obvio que el sistema arbitral por designación de parte no puede evitar que, al menos, se desnaturalice la independencia y solvencia moral del proceso arbitral, razón por la cual se debe cortar el cordón umbilical de los árbitros con quienes los designan, para procurar independencia y solvencia moral, condiciones connaturales a la condición de un árbitro.

Dicho esto, resulta necesario modificar el sistema de designación de los árbitros.

Varios autores se han explayado al respecto y cuestionan la “natural” independencia y probidad de un árbitro designado y han divulgado profusos razonamientos y argumentos.

Un artículo de Fabio Núñez del Prado, publicado en Oxford, recoge el guante y sustenta con fundamentos interdisciplinarios y estadísticas irrefutables el conflicto de intereses y difunde la alternativa que hago mía y que resumo.

Cada parte envía una determinada cantidad de árbitros candidatos a una institución arbitral -existen varias en cada país-, estableciendo una puntuación de preferencias. Luego, la lista contraria recibe la otra propuesta sin puntuaciones y ambas partes pueden vetar un tercio de los árbitros de la contraparte. La institución arbitral recibe las dos listas depuradas y designa al mejor ponderado como presidente del tribunal arbitral y con los dos siguientes completa el trío. En el caso de que dos o más candidatos a árbitros tengan el mismo puntaje, la misma entidad resuelve y comunica. Lo resuelto es inapelable.

Este mecanismo ya se practica en el Ciadi, entidad arbitral del Banco Mundial e incipientemente en algunos países. En inglés se llama “Strike & Rank”. Para facilitar su entendimiento, propongo que lo llamemos “Sistema de lista optimizada”.

Modificando la normativa que corresponda, procuraríamos independencia, objetividad, probidad y especialización en la administración de la justicia arbitral.

Sustentada la solución al conflicto de intereses, en muchas partes el arbitraje se ciñe a una disputa patrimonial y no debiera ser así. Los ciudadanos debemos poder ejercer nuestra libertad sin limitaciones y decidir qué disputas sometemos a un arbitraje y cuáles a la justicia ordinaria.

Finalizando, Frédérick Eisemann nos ofrece una afirmación irrebatible que sella la argumentación: un arbitraje vale lo que valen sus árbitros.

Esta propuesta disruptiva pisa callos, pero endereza el andar.

(*) Peruano, PhD en Ciencia Política, experto en gobierno e internacionalista.
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