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Panamá en la Conferencia de Paz de París y el palacio de Versalles
- 24/04/2022 00:00
- 24/04/2022 00:00
El 28 de junio de 1919, París estaba de fiesta, con cada calle, avenida y esquina adornada con flores, banderas y guirnaldas. Temprano, en la mañana, miles de parisinos aplaudían a una larguísima caravana de carruajes y vehículos a motor que partía de los Campos Elíseos y pasaba frente al Arco de Triunfo, camino al palacio de Versalles, a 19 kilómetros de distancia.
En el último tramo de la Avenida de París, frente al palacio, la columna de vehículos recibió un último saludo triunfal por parte de dos líneas de soldados franceses, vestidos con brillantes uniformes y apostados a ambos lados de la vía.
Minutos después, descendían de los vehículos, uno a uno, los delegados de 73 países de los cinco continentes, y entraban al palacio para instalarse en la Galería de los Espejos, frente a unos 400 invitados que ya esperaban sentados a lo largo del majestuoso corredor.
A las 3:00 p.m. comenzaba una de las ceremonias más extraordinarias recogidas en la historia de la humanidad: la firma del tratado de paz que ponía fin a la más espantosa de las guerras y uno de los episodios más trágicos que se hubieran conocido, con la participación de más de 70 millones de soldados y la muerte de entre 10 millones y 60 millones de personas.
A las 3:13 p.m. los delegados alemanes firmaban el tratado internacional. Les siguieron los representantes de los “cinco grandes”: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Italia y Japón.
Ahora le correspondía al resto de los aliados, llamados en orden alfabético: Arabia, Australia, Bélgica Bolivia, Brasil, Canadá, Cuba, Checoslovaquia, Ecuador, Grecia, Guatemala, Haití, Honduras, India, Japón, Liberia, Nicaragua, Panamá.
Antonio Burgos, el apuesto delegado de la más joven de las repúblicas presentes, se levantó y ceremoniosamente puso su rúbrica en el tratado colocado en la mesa principal.
Le siguieron los representantes de Perú, Polonia, Portugal, Rumania, Sudáfrica, Serbia, Siam, India, Tailandia, Uruguay, Nueva Zelanda.
Apenas terminada la ceremonia, sonaba una alarma del otro lado del Atlántico, en la estación de bomberos de la ciudad de Panamá. Eran las 10:00 a.m., hora local.
La noticia fue recibida con “rostros risueños, gritos de alegría y entusiasmo”, anunciaba La Estrella de Panamá en su edición del día 29 de junio de 1919.
“La chiquillería, que por lo regular va a la cabeza de todo movimiento de regocijo, invadía las calles, dando gritos y tocando latas y pitos”, detallaba el diario.
Esa tarde, por iniciativa del comandante Juan Antonio Guizado, una entusiasta parada animada por la banda del Cuerpo de Bomberos recorrió la avenida Central, para luego pasar frente a la Presidencia de la República y las embajadas de Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña e Italia, seguida de una numerosa muchedumbre.
Al anochecer, la Banda Republicana ofrecía un concierto en el parque de la Catedral, mientras que las calles terminaban de ser engalanadas con banderas de los países aliados y luces de focos eléctricos de colores.
El tratado de Versalles era la culminación de un proceso de negociaciones que había comenzado con la firma de un armisticio el 11 de noviembre de 1918 anterior.
Negociado durante seis meses en la llamada Conferencia de Paz de París, el convenio responsabilizaba a Alemania por la guerra y establecía su castigo. También sentaba las bases para un nuevo orden internacional, basado en el principio del derecho de los pueblos a decidir su propio destino, con la creación de dos organizaciones multilaterales, la Sociedad de Naciones y la Organización Internacional de Trabajo.
Era una idea impulsada desde enero de 1918 por el presidente estadounidense Woodrow Wilson que insistía en la necesidad de crear un andamiaje institucional que se encargase de proveer arbitraje y solución a las disputas internacionales con el fin de evitar una nueva conflagración.
Con el tratado de Versalles, Panamá se estrenaba en el concierto de naciones civilizadas del planeta. La pequeña república, de apenas 14 años de existencia y menos de 500 mil habitantes, estaría presente en la Conferencia de Paz de París, en la ceremonia de firma del tratado de Versalles; cooperaría en la formación y sostenimiento de la Sociedad de Naciones y la Organización Internacional de Trabajo, representado por algunas de sus mentes más brillantes: Harmodio Arias, Eusebio A. Morales, Belisario Porras, Fabián Velarde, Cristóbal Rodríguez, Raoul Amador y muchos otros, que dejarían entre sus pares una impresión inmejorable (Ver próxima entrega).
El país se había ganado su derecho a estar presente dos años antes, cuando decidió apoyar a Estados Unidos y sus aliados, tras la decisión del primero de entrar a la guerra, el 6 de abril de 1917. Los panameños, que habían querido permanecer neutrales como otras naciones latinoamericanas, se encontraron con que esto no les era permitido.
“En esta hora tremenda de la historia, nuestra indisputable obligación es la causa común de Estados Unidos, cuyos intereses y existencia están vinculados con los nuestros de modo perpetuo... es la actitud digna que nos incumbe adoptar”, decía una proclama firmada por el presidente Ramón Valdés, el 7 de abril de 1917, dada a conocer en Panamá y enviada al presidente Woodrow Wilson en Washington.
Si bien no había lugar a dudas sobre la posición del Gobierno panameño, no fue sino hasta diciembre de ese mismo año que Panamá hizo la declaración formal de guerra al imperio austro húngaro
“La República de Panamá ha expresado en sus leyes y resoluciones su firme deseo de extender a Estados Unidos todos los poderes y cooperación que sea capaz en la presente guerra, haciendo común causa con las naciones democráticas que pelean para impedir la predominancia de los poderes teutones en el mundo... La República de Panamá se declara en estado de guerra, a partir del día de hoy, 10 de diciembre de 1917, con el imperio austro húngaro”. Firmado por el secretario de Gobierno y Justicia, Eusebio A. Morales.
Panamá se unía al conflicto en su última fase, faltando menos de un año para la firma del armisticio de paz, el 11 de noviembre de 1918, aunque los malestares asociados al conflicto le habían afligido desde el principio. Escaseaban los alimentos básicos como arroz, mantequilla y azúcar. El istmo se convirtió en un Estado policiaco. Presionado por los estadounidenses, el gobierno vigilaba estrictamente los puertos de entrada, revisando a todos los pasajeros y deteniendo a cualquier sospechoso. La censura obligaba a los diarios locales a convertirse en los más ardientes simpatizantes de los aliados. Se revisaba la correspondencia privada. Se imponía en todos los aspectos, la voluntad del gobernador de la Zona del Canal, Chester Harding, por encima de la del presidente panameño.
En las noches, el Canal de Panamá, previamente iluminado de acuerdo con los adelantos de la época, permanecía a oscuras, por miedo de dar incentivos a un ataque.
Por órdenes del Departamento de Guerra de Estados Unidos, los inmigrantes de origen teutónico recibieron la orden de registrarse y notificarse cada semana. Unos 30 de ellos fueron arrestados en abril de 1918, y sus propiedades confiscadas, y enviados como prisioneros a la isla de Taboga, antes de ser trasladados a Estados Unidos. Solo fueron devueltos a Panamá en junio de 1919, tras la firma del tratado de Versalles.
Entre 1917 y 1919, Panamá dio apoyo irrestricto a Estados Unidos, incluso más allá de lo concebido originalmente. Cuando este país lanzó sus famosos “Liberty Loans”, para sufragar los costos de la guerra, los panameños lo respaldaron con sus bolsillos propios. La prensa estadounidense da cuenta de cómo el 5 de octubre de 1918, la sesión ordinaria de la Asamblea Nacional fue suspendida por 15 minutos, mientras que dos hermosas señoritas recogían firmas para suscribir el cuarto “Liberty Loan”. Cada uno de los miembros de la Asamblea firmó. Lo mismo hicieron otro ciento de empresarios y ciudadanos panameños, que pusieron más de $255 mil para los estadounidenses.
Panamá había cumplido: había puesto a disposición del Gobierno de Estados Unidos sus medios de comunicación terrestre, acuático y aéreo; consentido al cruce de tropas por su territorio y más, satisfecho cada petición. Pero la potencia del norte no había devuelto sus desvelos (Celestino Araúz y Patricia Pizzurno, Estudios del Panamá Republicano 1903-1989).
La conducta abusiva de los estadounidenses durante la guerra fue erosionando la simpatía con que una vez habían contado en el país. Así lo manifestó La Estrella de Panamá, en ocasión de la visita del entonces electo presidente Warren Harding, en noviembre de 1920: “En los últimos ocho años han ocurrido eventos dolorosos que han dado lugar a las quejas de los panameños, que han dejado en las profundidades del alma panameña una medida de amargura”.
El Diario, otro periódico local, comentaba: “La visita del señor Harding está fomentando la expresión de los varios problemas que existen en la complicada red de relaciones entre ambos países, porque el Canal, su gente, ... los deseos no son suficientes, tampoco las proclamas patrióticas ni menos las refinadas trampas de la cortesía. Es necesario que también entremos en un juego, también serias consideraciones, especialmente de nuestros propios intereses”.
Hasta figuras públicas panameñas que habían simpatizado claramente con los estadounidenses mostraban su desilusión, advertían los diplomáticos estadounidenses a Washington, en referencia a figuras de la talla de Julio Fábrega, Eusebio A. Morales, Santiago de la Guardia y Ricardo J. Alfaro (Lawrence O. Ealy).
En estas circunstancias, el tratado de Versalles ofrecía una gran esperanza a los panameños. El ingreso a la Sociedad de Naciones sería una oportunidad de presentar a la mediación internacional los múltiples abusos e interpretaciones unilaterales que hacía Estados Unidos del tratado Bunau Varilla.
Continúa la próxima semana.