La reunión de este miércoles 13 de noviembre en la Casa Blanca entre el presidente saliente de Estados Unidos, Joe Biden, y el mandatario electo, Donald...
- 24/09/2022 00:00
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La crisis política ecuatoriana es realmente censurable. No me refiero a las controversias suscitadas entre los ecuatorianos. Hago referencia al sistema institucional que torna precaria la estabilidad gubernamental. Lo que ha ocurrido con el presidente Bucaram solo es posible en un régimen totalitario en el que prevalece una permanente voluntad golpista. También puede ser posible en eso que llaman “democracia incipiente”, luego de haber padecido episodios dictatoriales. O todo puede responder a una oleada de locura colectiva.
En Panamá, por ejemplo, a partir de 1968, imperó la inestabilidad institucional, el golpismo y la voluntad totalitaria de los insurrectos. Al derrocamiento injustificado de Arnulfo Arias se sumaron el de Pinilla y su grupo, el de Sucre, Royo, De la Espriella, Esquivel, Solís Palma, y de otros que subieron de a dedo tan rápido como bajaron.
Se vivía una dictadura total, pero nadie sospechaba que en el Ecuador de hoy se encontraba vigente un cuerpo de normas jurídicas que permitía al Senado despedir sumariamente a un presidente, ignorar la sucesión del vicepresidente, designar como presidente provisional al presidente del Senado y tener en el “banco”, esperando su turno, al presidente de la Corte Suprema de Justicia. Ni tampoco se sabía que en el “democrático” Ecuador era posible destituir a un mandatario elegido por el pueblo sin ser oído, sin un juicio político con todas las garantías; es decir, no se sospechaba que a una crisis política determinada se daban salidas propias de una dictadura o de una democracia incipiente.
En Panamá, cuando se iniciaban los primeros pasos del constitucionalismo de 1946, teníamos sin duda una democracia incipiente y se podían cometer extraños errores.
Entonces la Asamblea Nacional, como el Senado ecuatoriano de 1997, a 50 años de diferencia, depuso sumariamente al presidente Enrique A. Jiménez, dio posesión al cuñado del jefe de la Policía, Sr. Henrique de Obarrio, le impuso la banda presidencial, lo juramentó, hubo discursos frondosos, y cuando los alzados estaban en el punto más alto de la champaña o del delirio triunfal, el jefe de la Policía, José Remón, cambió de parecer y dio su respaldo blindado al presidente en ejercicio.
A Jiménez no se le hizo ningún cargo de los previstos en la Constitución de 1946, recién estrenada, para poder enjuiciarlo y destituirlo. Pero a Bucaram se le hizo un solo cargo: se dijo que estaba loco; sin aclarar qué clase de locura padecía el señor presidente.
A pesar de que en América hemos tenido muchos desquiciados en el poder, conozco un solo antecedente al caso de Bucaram. Ocurrió en Guatemala. El Senado de ese país, en el año 1920, declaró loco al presidente Manuel Estrada Cabrera, luego de gobernar muy despóticamente Guatemala durante 22 años.
Una comisión del Senado, con resolución en mano, fue al Palacio Presidencial y comunicó personalmente al presidente tan atrevida e insólita decisión. Estrada Cabrera titubeó por instantes y dio a entender que realmente estaba viejo y hasta cansado de la sesera, y según cuenta Arévalo Martínez, estaba dispuesto a abandonar el poder. Pero en ese instante, de suprema tensión intercedió uno de sus consejeros, el poeta peruano José Santos Chocano, y dijo con toda gravedad, como declamando uno de sus versos de “Los caballos de los conquistadores”: “Señor, si muere, muera sobre pirámides de cadáveres; si sale libre salga sobre un lago de sangre. Pero no deje el poder mansamente”. Y así fue. Estrada Cabrera dio un paso adelante y dijo: “bueno, van ustedes a ver a un loco actuar”, y procedió a bombardear durante una semana a sus adversarios desde la base militar La Aurora. Aquella controversia se conoce como “la semana trágica” y hubo miles de muertos. Su asesor, el poeta Chocano partió a Lima, posteriormente asesinó a un periodista peruano de apellido Elmore, para finalmente morir asesinado en un tranvía en Chile. Su epitafio bien podría decir sin que resulte novedad alguna: “Al que hierro mata, a hierro muere”.
No sé si a Bucaram le comunicaron la respectiva resolución declarándolo loco. Solo sé que no bombardeó al Senado y que se fue a Guayaquil y de allí a un balneario, simplemente a bañarse. Y como esta crónica la escribo el 11 de febrero, lo que ha ocurrido llenará otras páginas. Pero no vacilo en augurar que el país andino seguirá por el despeñadero del golpe de Estado.
No se me escapa advertir que esto de tener la locura como causal de despido de un mandatario, puede resultar hasta injusta.
No me olvido de que el día que ganó las elecciones de su país, el candidato conservador colombiano Guillermo León Valencia, al ser preguntado a qué atribuía su triunfo, expresó: “debo mi elección al toquecito de loco que tengo”. Nada hizo nunca el Senado de Colombia contra la permanencia de Valencia en el poder, ni siquiera el día aciago en que Valencia se entrevistó con Charles de Gaulle y en vez de exclamar ¡Viva Francia!, dijo: ¡Viva España! Simples lapsus de afectos, eso es todo. En el Ecuador de hoy, de Alarcón, Arteaga y otros, lo hubieran derrocado.
De igual modo, si la mentalidad política ecuatoriana hubiera sido la panameña de ayer, varios mandatarios nuestros hubieran corrido la suerte de Abdalá. Lo malo es que no se ha dicho, repito, la clase de locura atribuida al señor Bucaram. Porque en Panamá tenemos básicamente dos clases de locuras entre nuestros hombres públicos. Una bastante generalizada, la que padecen algunos tipos absolutamente sanos, pero que simulan estar locos. Son locos graciosos que podrían gobernar. Han sido presidentes, ministros, diputados, magistrados, o han sido candidatos presidenciales. Han tenido licencia para hacer locuras sensatamente concebidas y el vulgo se limita a comentar: son locuras de fulano (aquí dejo al placer del lector poner el nombre de su predilección).
La otra forma de locura es la más extraña y compleja enfermedad mental que pueda sufrir un hombre público. Son los realmente locos que simulan estar sanos. Me decía un psiquiatra que es muy difícil llegar a la raíz patológica del caso porque el extraviado vive en permanente simulación y proyecta la imagen de una cordura tan lúcida que si el médico, certifica el mal, la sociedad que carece de ojo clínico censura al científico y lo califica de envidioso o de instrumento de los enemigos del paciente “egregio”.
Estos especímenes viven entre la obsesión y la simulación. La obsesión los atormenta. Una de sus características es que aspiran a todos los puestos públicos vacantes de alta jerarquía y siempre tienen un coro de aduladores que hablan por ellos y son los encargados de hacer las relaciones públicas a la autopostulación; andan buscando la ternura o la lástima colectiva, presentándose siempre como víctimas; se ufanan de ser los mejores, los más titulados, los más honestos; si participan en algún menester social se apartan de inmediato acusando al grupo de pretender usarlo; creen realmente que estudiaron para competir con Dios y opinan sistemáticamente de todos y contra todos. En esa obsesión crónica radica el síndrome más crítico de su locura, y en la simulación, generalmente con pantallazos académicos, encontramos el aperturismo a la aparente claridad mental. Estos locos serían supremamente peligrosos en cualquier ejercicio público de mando.
Paralelamente a lo que viene expuesto habría que buscar fórmulas para conjurar otro intento golpista de las características del golpe ecuatoriano.
Si en estos pueblos de América se instituyera el sistema parlamentario –por sugerir alguno–, nos evitaríamos caer en el ridículo de declarar loco a un presidente. Sencillamente se niega un voto de confianza al gobierno y las instancias correspondientes designan a un reemplazo sin entrar en detalles. También nos evitaríamos el espectáculo de ver a un vicepresidente compitiendo con otros en el intento golpista. No tendríamos nunca de ese modo tres presidentes a la vez. Es un récord irrepetible.
Nuestra historia nacional registra la presencia de dos mandatarios al mismo tiempo.
Tuvimos dos presidentes cuando la Asamblea Nacional de Chivo-Chivo designó a Jeptha B. Duncan presidente, mientras Ricardo Adolfo de la Guardia siguió mandando en el palacio presidencial.
Tuvimos dos presidentes por instantes cuando derrocaron a Chanis.
Tuvimos a Chanis y a Chiari, pero este abandonó el palacio presidencial una vez la Corte Suprema dictó un fallo que no le favorecía. Hubo dos jefes de Estado cuando Obarrio tomó posesión en la Asamblea tras un golpe técnicamente parlamentario y Jiménez siguió gobernando en el palacio.
Y también alternaron dos presidentes cuando Max Delvalle tomó posesión en la Asamblea y Marco A. Robles permanecía en el Cuartel Central bajo el paraguas del comandante Vallarino. Y no hay que olvidar que durante la dictadura de Noriega hubo un ministro encargado “de a dedo”, y absolutamente desechable, quien gobernaba bajo la dualidad que resultó emblemática de una época y que fue dada a conocer, dicha dualidad, por el mismo Solís Palma al expresar que durante su gestión “el comandante mandaba y el presidente obedecía”.
En fin, no recuerdo un récord nacional mayor que el ecuatoriano.
Un día mi amigo Arnulfo Escalona Ríos dijo: “hay momentos en la vida de los pueblos en que la pasión política hace que los hombres sensatos se vuelvan insensatos”. Y matizó su opinión señalando a algunos protagonistas estelares.
En el caso ecuatoriano estimo que el propio Bucaram dio una explicación razonable: “me dicen el loco, porque a todos los tengo locos”. Es decir, el Ecuador ha vivido momento de locura colectiva, transitoria, peligrosa, porque al amparo de ella se cometen crímenes contra la democracia y posteriormente no hay responsabilidad porque la locura hace no imputables a sus autores.
Ante este embrollo, provocado –dicho sea el final– por el inicio de la política globalizadora de Bucaram, formulo el mejor de los votos porque en Panamá no se iguale ni se rompa el récord ecuatoriano, y el Ecuador vuelva pronto al mundo de los cuerdos, al mundo del estado de derecho.
Cumbre, marzo de 1997, Año 3, No. 32