• 10/09/2022 00:00

Rimas Sacras y el comercio virreinal de libros

Hasta el siglo XX, la historiografía se había centrado en los libreros andaluces o castellanos para desmadejar el hilo que permitiese descubrir cómo llegaban las lecturas de las que se alimentaban culturalmente las élites y burguesías de los virreinatos españoles en América

“Sevilla [del s. XVI] fue la capital incipiente del capitalismo” (P. Vila Vilar, 1999).

Hasta el siglo XX, la historiografía se había centrado en los libreros andaluces o castellanos para desmadejar el hilo que permitiese descubrir cómo llegaban las lecturas de las que se alimentaban culturalmente las élites y burguesías de los virreinatos españoles en América. Se buscaba también determinar el momento en que las ideas latinoamericanas nacían como creaciones propias, ajenas al canal habitual que sostenía que la provisión de libros respondía a tendencias y no a demandas particulares de los lectores. Finalmente, la historiografía se preguntaba si la censura de la Metrópoli sobre ciertos textos ¿respondía únicamente a criterios religiosos o los había también políticos? ¿o había razones económicas para asegurar un monopolio sobre un auditorio cautivo en ultramar? En todos los casos se partía de la premisa de que el circuito era unidireccional, siempre desde la Metrópoli hacia ultramar.

Sin embargo, en el s. XXI, investigadores como Tempere (2007), Rial Costas (2013) y Rueda (2014) deciden asumir otro enfoque, el inverso, es decir ¿qué sucedería si desde el virreinato peruano o de Panamá, por ejemplo, se tomase la iniciativa de asumir la conducción del mercado del libro -disputándoselo a Sevilla, Medina del Campo o Alcalá de Henares- destinado a las posesiones españolas en América? Es decir, un cambio de timón en el circuito hacia un esquema, al menos, bidireccional. Es sorprendente el hallazgo de la red comercial montada por “peruleros” que evidenciaría la existencia de un capitalismo temprano en torno a la compraventa de libros, viéndolo como una mercancía rentable a pesar de imperar un control monopólico (que estaba lejos de ser monolítico); compraventa en que también se ofertaban en la Península los textos nacidos de la pluma virreinal de las naciones latinoamericanas. Como afirma Rueda “[…] los peruleros permiten detectar la capacidad para incidir en la compra y la elección de las obras, a través de los encargos y las listas de libros que deben comprarse en Sevilla”.

Red efectiva desde 1540 hasta principios del s. XVII (García Fuentes, 1997), momento en que la presencia de los “peruleros” casi desaparece en las flotas de la Carrera de Indias por una razón coyuntural: la recesión de 1620 y la quiebra de los bancos sevillanos que les brindaban financiamiento.

La red perulera de libros tomó como bisagra de operaciones a Panamá. En 1549 se registra el primer lote de 79 volúmenes a Lima, la capital del virreinato. Alonso Cabezas remitió un importante cargamento de mercancías, en el que se incluían libros, a Pedro Ortiz en el puerto ístmico de Nombre de Dios y este último los remitió a la Ciudad de los Reyes donde los vendió a Gonzalo Díaz (Hampe, 1996, citado por Rueda 2014).

Kinkead (1984) señala que “los mercaderes del Perú en tránsito de una orilla y otra del Atlántico llevaron consigo metales preciosos, pero también toda una gama de objetos americanos que podían interesar en Europa” lo que les daba la liquidez suficiente para adquirir al contado importantes lotes de libros según la demanda de sus clientes. Rueda (2002) cita el caso del perulero Bernardino Morales que compró para Tomás Gutiérrez de Cisneros, librero de Lima, 441 libros en 1621 (AGI, Contratación, 1171, La Candelaria, n.107). Otro caso fue el de Gaspar de Perales que llevó a Sevilla plata desde Lima con el único propósito de comprar libros y remitirlos al Perú (vía Panamá) en las varias flotas que zarparon entre 1589 y 1595. La particularidad de Don Gaspar fue que solamente compraba obras de historia y literatura, entre las que destacan las «Galateas», el «Pastor de Yberia» o la «Silva de varia Lezión». Rueda (2005) señala que “[…] esta plata peruana invertida en libros fue un factor clave, ya que proporcionaba liquidez a los negocios de librería sevillana. La llegada de peruleros ofrecía unos beneficios considerables, ya que el librero no tenía que arriesgar en el negocio, aunque sus beneficios fueran menores”.

El librero sevillano Jácome López fue el principal abastecedor de libros a los peruleros, sus ganancias podían llegar a ser de mil setecientos pesos por venta. Pronto resultó ser más rentable vender libros a los peruleros que a los propios andaluces y madrileños.

Rueda (2014) aporta importantes datos sobre el volumen de este comercio. Entre 1601 y 1620 llegaron a Tierra Firme 183 galeones transportando libros destinados al Perú que, además, llevaban la llamada “literatura de cordel”, pliegos sueltos conteniendo coplas e historias cortas “y de fácil venta en sectores muy amplios de la sociedad colonial”. En la relación a los peruleros mercaderes de libros destacan los nombres de Francisco Basualdo (1595), Diego Arias de Buiza (1605), Juan Pérez de Gordezuela (1610), Antonio Correa (comprando hasta once lotes de libros por año, es decir, dos mil trescientos textos), Juan de Lumbreras, el médico Juan Nuñez Mexía (1610), entre otros, todos ellos con casas intermediarias en el istmo (Nombre de Dios, Portobelo y Panamá).

Mención aparte merecen Francisco Galiano y Juan González Moya que, por el volumen de sus ventas, fueron de los principales proveedores de libros para las ciudades del Cuzco y Potosí respectivamente. Su influencia solo es comparable a la de Malagamba en el mercado centroamericano cien años después (Raffo, 2022). Una hipótesis aún no suficientemente estudiada en este período bidireccional es que la Metrópoli remitía esencialmente libros de espiritualidad mientras que los peruleros preferían comprar obras históricas, comedias, coplas y pliegos sobre noticias políticas.

La recesión que afectó el comercio trasatlántico sevillano a partir de 1620 generó la casi desaparición de los peruleros como mercaderes de libros, habrá que esperar a Lázaro Colmenero (1643) para el tímido resurgir de este negocio. La presencia de los peruleros desde el s. XVI “ayuda a entender su activa participación en el tráfico de libros a través de Panamá” para un mercado peruano que mostraba, en este terreno, una notable iniciativa producto de sus ávidos lectores.

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