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- 16/10/2021 00:00
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Publicado originalmente el 24 de noviembre de 1981.
A los que participamos en el primer Congreso Nacional de la Juventud se nos señala como los hombres de la generación de 1944. Era la primera oleada colectiva de una nueva pleamar poseedora de las mismas aguas y sales que definieron cívicamente a Acción Comunal en su primera época.
En aquellos días, una gran efervescencia juvenil sacudía rutinas pueblerinas y hasta el ritmo normal de las ciudades. La Joven Veraguas, Vanguardia Coclesana, la Juventud Independiente, la Acción Cívica, la Federación de Estudiantes, los Centinelas del Barú, las asociaciones cívicas de Azuero y 50 organizaciones más, vivían el drama de la Segunda Guerra Mundial y se aprestaban a darle un contenido democratizador al país.
Los jóvenes del Primer Congreso Nacional de la Juventud nos irritábamos ante las estructuras políticas que fuimos encontrando; condenábamos las prácticas orquestales para burlar la voluntad popular; censurábamos cada lesión que recibían las libertades públicas y levantábamos hasta la cima más alta de nuestros ideales los principios de la probidad administrativa.
En ese primer Congreso Nacional de la Juventud nos reunimos los adolescentes de la patria joven. Todos negábamos los códigos existentes, pero todos queríamos un Código de Libertad. Allí planteamos un nuevo orden jurídico que superara la continuidad de situaciones de hecho, nacidas con el golpe de Estado del 9 de octubre de 1944. Los jóvenes queríamos una estructura jurídica nueva, con instituciones realmente democráticas y hacíamos singular énfasis en una institución de sufragio fuerte, cierta y pura. Lanzamos la idea de la asamblea nacional constituyente, como fórmula única para superar la crisis institucional existente y para darle cauce a las nuevas inquietudes del hombre panameño.
Las fuerzas políticas de 1944 comprendieron con valor y visual contenido las proyecciones de la proclama de la juventud por la constituyente, y la adoptaron como proclama propia, y todas las fuerzas se unieron hasta lograrla y para que el 1 de marzo de 1946 entrara en vigencia una Constitución democrática, progresiva, justa, llena de programas y representativa de la voluntad de toda la nación.
Los jóvenes que nos reunimos en el primer Congreso Nacional de la Juventud estábamos desprovistos de guías, de profetas, de maestros. Nos reunimos como por generación espontánea, bajo el liderazgo de nosotros mismos. No conocíamos un abecedario de civismo, esculpido paso a paso por alguna conducta ejemplar. No nos orientaba una brújula espiritual conocida. La enseñanza recibida era calculadamente tímida en la exaltación de nuestros valores, y de los hombres del pasado en cuanto a su pensamiento y obra, nada edificante se inculcaba. Lo que en el primer congreso se dijo y se hizo no contó con lazarillos ni con bordones patriarcales. Después del triunfo que significó la convocatoria de la constituyente y la promulgación de la Constitución de 1946, nos constituimos los congresistas en una avanzada heterogénea de nihilistas: todo lo negábamos, todo lo impugnábamos. Solo nos rodeaban las malas prácticas políticas del momento. No seguíamos el consejo martiano que recordaba: “Mal que pese a la rebelde juventud, la veneración es una ley”. Queríamos construir una patria totalmente nueva, pero nos quedábamos en el reproche. No ofrecíamos la alternativa, tal vez porque desconocíamos reflexivamente el Panamá profundo.
A la patria que encontramos le apreciábamos como hecha de una porcelana frágil y hasta deleznable. Éramos los jóvenes envenenados por las leyendas negras que llenaban de estigmas a nuestros laureles y rehuíamos ir al encuentro de nuestras raíces para no enfrentarnos al terrible apotegma: “país ficticio, sin realidad de nación”. Éramos víctimas de nuestras propias lecturas preferidas, las que empequeñecían nuestras almas y las hacían viejas de puro complejo. Las diatribas diabólicas de Vargas Vila nos ruborizaban. Fusilábamos con él a nuestros Césares, irremediablemente en decadencia, y una inmensa duda cubría todo el panorama de nuestra historia. De tierra adentro traíamos la amargura provocada por una literatura colombiana, patriotera como la que se leía en los diarios y panfletos, terrible como lo que se advertía en las obras de Oscar Terán y de otros adversarios de la independencia. Esa amargura nos tornaba lánguidos al hablar de lo nuestro.
Pero los hombres que nos reunimos en el Primer Congreso Nacional de la Juventud no podíamos ser eternos nihilistas. Estábamos en el deber de ir al encuentro de nuestras raíces, de examinar y revisar todas nuestras instituciones, de estudiar nuestras luchas individuales y colectivas del ayer. Estábamos en el deber de cumplir con nuestro deber. Estábamos en la obligación de conocer el pensamiento de quienes nos legaron la patria que el destino nos dio por cuna. Nos enfrentábamos al gran desafío de nuestras propias conciencias.
Fuimos a la historia. Apartamos lo que era hojarasca y nuestras vidas salían del asombro y de la depresión para entrar en la comprensión o en el orgullo. Nos dimos cuenta de que en este país nuestros mayores lo dijeron todo. El devenir de la patria quedó trazado para seguirlo o para perfeccionarlo. Nos dimos cuenta de los errores cometidos, nunca aceptados, hijos tal vez de las duras circunstancias del momento o de algunas vacilaciones o debilidades. Nos dimos cuenta de que esos abecedarios han sido deliberadamente ignorados, no ejecutados y proscritos sus autores. Nos dimos cuenta, igualmente, que no existen temas o instituciones valederos, llámese sufragio, Constitución, Órgano Judicial, partidos políticos, filosofía de la educación, probidad administrativa, tributos fiscales, libertades, libertades públicas, intervencionismo estatal, desarrollo agrícola e industrial, que no hayan merecido la atención profunda y prudente de nuestros antepasados. Nos dimos cuenta de que traemos una historia rica en episodios que nos consagran como pueblo definido por su gran vocación de libertad, que nunca estuvo de acuerdo con la dependencia a otro Estado y que su ideal esencial es lograr su total liberación nacional.
Sin embargo, también nos dimos cuenta de que los enjuiciamientos de algunos ilustres varones del pasado no llegaron al conocimiento de las primeras generaciones republicanas, ni a las actuales, a través de los textos oficiales, y por el contrario un manto de silencio impidió e impide su difusión adecuada. Tal es el caso del pensamiento del doctor Eusebio A. Morales, voz de conciencia de una época, crítico severo de las prácticas políticas vigentes durante las tres primeras décadas del siglo.
A nosotros, los de la generación de 1944, nos hacía falta para la fecha del Primer Congreso Nacional de la Juventud el conocimiento del pensamiento político del Dr. Eusebio A. Morales. Porque de haberlo conocido entonces, hubiéramos diferenciado las voces de admonición, de las prácticas políticas censurables. Hubiéramos estructurado con pasión y mesura, un sistema democrático sólido que hubiera impedido tantos tránsitos, abismos y fangos. Hubiéramos sido más ordenados, consistentes y responsables. Y todo ello porque quedaba de manifiesto que otros antes quisieron y lucharon por lo mismo; y porque inspirados en experiencias vividas se hubiera continuado en una lucha con mayor precisión y destreza y no se hubiera perdido el tiempo en la negación sistemática, en el aprendizaje y en el descubrimiento de lo que ya existía.
Las ideas de Eusebio A. Morales, sin embargo, viven. Si la obsesión previsora del gran estadista era “actualizar el porvenir”, debe ser misión de hoy actualizar las ideas no marchitas del ayer. Es fácil lograrlo: sus ideas siguen siendo faros porque él las concibió por encima de la pasión de los partidos. En los momentos de crisis de los pueblos como los que vive en secreta angustia el nuestro en la hora actual, invocar a los que estructuraron esta patria para que nos den luz resulta sabio e inteligente. Si nuestra generación no lo hizo en su oportunidad, por nihilismo, por desconocimiento o por lo que fuere, los que hoy integramos esta sociedad debemos hacerlo. Necesitamos la confrontación de soluciones, ir a las fuentes, a los archivos, a las actas de nacimiento, a quienes las escribieron con pasión e ingenio. Veamos tales opiniones ante los mismos problemas. No volvamos a perder el tiempo.