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El sha en Panamá: una breve, pero convulsionada estadía
- 11/12/2020 00:00
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Todavía no llegaban los años más duros del régimen militar (1968-1989), pero el periodo comprendido entre 1978 y 1981 se caracterizó por la exagerada deuda externa, el alto desempleo, inflación, y manifestaciones obreras, magisteriales y estudiantiles, de médicos y enfermeras.
En octubre de 1979, tras meses de huelga y cierre de escuelas públicas y privadas, los profesores, maestros, padres de familia y estudiantes realizaron la marcha más impresionante que se recuerde en la historia del país, lo que provocó finalmente la derogación de la reforma educativa, proyecto insignia del gobierno militar.
Parecía que la cuota de problemas del año 1979 se había agotado, cuando, a finales de año, surgió una nueva crisis con peligrosas ramificaciones.
El depuesto emperador Mohamed Reza Pahlevi, el sha de Irán, forzado a huir en enero de 1979 de su país por la revolución islámica, imponía un problema al presidente Carter en Estados Unidos.
Después de un periplo por Egipto, Marruecos, Las Bahamas y México, sufrió una recaída del cáncer que padecía desde 1974, y previo permiso de Carter, había viajado a New York para recibir tratamiento en el Cornell Medical Center.
No terminaba todavía de recuperarse en Nueva York, cuando, al calor de la revolución islámica y la toma del poder del octogenario, pero energético ayatolá Ruhollah Khomeini, un grupo de estudiantes radicales asaltaba la embajada de EEUU en Teherán, tomando 100 rehenes, entre ellos personal diplomático, militar y de inteligencia.
El mensaje al presidente Carter era claro: los rehenes serían liberados solamente cuando Estados Unidos detuviera al sha y lo extraditara a Irán, donde se le acusaba de serios crímenes –represión y brutalidad contra sus enemigos y corrupción–.
Para el presidente Carter se trataba de una situación complicada. Complacer a los estudiantes iraníes significaba resolver el problema de los rehenes, pero también traicionar a uno de los más viejos aliados de occidente en la complicada región del Medio Oriente, con la consiguiente pérdida de credibilidad en sus gestiones diplomáticas internacionales.
Enviarlo de regreso a México, como deseaba el sha, no era posible, pues el gobierno de José López Portillo se negaba a aceptarlo de vuelta.
A Carter no se le ocurrió otra cosa que despachar a Panamá a su jefe de personal de la Casa Blanca, Hamilton Jordan, a conversar con Torrijos.
Jordan era un hombre alegre y buen bebedor, cualidades que le habían abierto las puertas a una cálida relación con el general panameño durante el largo periodo de debates de los tratados Torrijos-Carter en el Senado, en 1978.
A mediados de diciembre de 1979, Jordan hizo dos viajes a Panamá y, en medio de tragos y chistes, convenció al general Torrijos, quien para entonces había dicho que estaba retirado de la política –decía, en son de broma, que se la pasaba “leyendo novelas de Corín Tellado y viendo telenovelas venezolanos”– de aceptar la presencia del sha en Panamá.
El sha fue alojado en la paradisíaca isla de Contadora, a 20 minutos en avión de la ciudad de Panamá, que reunía las mayores facilidades para su seguridad. El desarrollador de la isla y exembajador de Panamá en Estados Unidos Gabriel Lewis Galindo le cedió su residencia, una de las mejores de la isla.
Sin los lujos y extravagancias asociados al llamado “Trono del Pavo Real”, Contadora le ofrecía al sha playas desiertas de arenas blancas y aguas transparentes, y las amenidades de un hotel de 4 estrellas, con dos restaurantes, dos bares, cancha de golf y de tenis, y un casino y espectáculos en vivo. Sobre todo, relativa privacidad.
El emperador llegó a Contadora con su esposa y sus cuatro hijos, además de su hermana melliza, y su séquito de guardaespaldas y empleados de confianza.
Allí recibió la visita del presidente Royo, del general Torrijos y de otros dignatarios del gobierno, así como de varios destacados periodistas internacionales, entre ellos el australiano David Frost.
Quienes acudieron a la isla en aquella época recuerdan a Mohamed Reza Pahlevi caminando por las pocas calles pavimentadas de la isla, más derecho que un palo –una postura aprendida en el internado suizo y la Escuela Militar de Teherán a donde había estudiado–, acompañado por su perro gran danés, rodeado de ocho guardaespaldas y seguido de dos automóviles Datsun.
Su hermana melliza era vista en el casino del hotel Contadora, entonces en pleno apogeo, llamando la atención por el enorme diamante que lucía en la frente.
“En Contadora, el sha se convirtió en una especie de celebridad. Sonreía a los que se quedaban viéndolo atónitos, y los saludaba con la mano. Frecuentemente cenaba en los restaurantes del hotel”, escribió un periodista de la agencia AP que visitó la isla en la época.
Durante su estadía, al apacible y despreocupado transcurrir de la isla se impuso la presencia de guardias fuertemente armados, con walkie talkies que custodiaban la residencia y los caminos circundantes y velaban por su privacidad, confiscando las cámara de quienes osaran tomar una fotografía al sha o a la zona donde se alojaba. Cerca de la casa de Lewis Galindo descansaba un helicóptero con el piloto dentro, listo para cualquier emergencia.
Supuestamente, durante su estadía en Contadora, una de las grandes alegrías que recibió el sha fue una carta de su exesposa la princesa Soraya, quien le decía que todavía lo amaba y deseaba verlo una vez más (Abbas Millan, The Shah, McMillan, Londres, 2011).
Mientras que aparentemente el sha permanecía tranquilo en la isla, del otro lado del golfo de Panamá el ambiente se enredaba.
El 19 de noviembre, un grupo de estudiantes de la Universidad de Panamá, liderado por el abogado y catedrático Miguel Antonio Bernal, convocó a una manifestación frente a la iglesia de Don Bosco. Apenas se congregaba el grupo de protesta cuando aparecieron policías de la Guardia Nacional, funcionarios de inteligencia y un grupo de varilleros, que lanzaron una ofensiva de manguerazos, patadas y toletazos, especialmente contra Miguel Antonio Bernal, quien recibió una golpiza en la cabeza que lo dejó hospitalizado, con hemorragias internas y fracturas.
En los dos días siguientes, continuaron las protestas y los cables internacionales reportaron que unos 200 estudiantes de escuela secundaria, uniformados, arrojaron piedras contra la Embajada de Estados Unidos, entonces situada en la avenida Balboa y rasgaron la bandera estadounidense.
Mientras tanto, el Gobierno iraní despachaba a Panamá a un embajador con una petición de extradición de 450 páginas para el sha y su esposa (Abbas Millan).
Un corresponsal extranjero anunció que los oficiales panameños e iraníes había llegado a un acuerdo secreto, pero el gobierno del presidente Royo insistió en que la familia imperial estaba solo bajo “vigilancia protectiva”.
En marzo del año 1980, el sha sufrió una recaída. El vaso se le inflamaba de forma alarmante y había que operarlo. Ante la imposibilidad de ser atendido nuevamente en Estados Unidos, fue internado en el hospital Paitilla. Allí se presentó un equipo médico de Houston, Texas, encabezado por el doctor Machel Dekey, que recomendó una intervención quirúrgica urgente. Sin embargo, los médicos extranjeros no tenían licencia para practicar la medicina en Panamá. Cualquier intervención tendría que ser realizada por médicos panameños.
De acuerdo con reportes de los diarios de la época, el doctor Gaspar García de Paredes, del equipo de cirujanos del hospital Paitilla, reconoció públicamente en un almuerzo del Club Rotario que las discusiones entre los médicos panameños y los estadounidenses se hicieron extremadamente tirantes, debido a que estos últimos se reservaban el derecho de realizar la operación y despreciaban al centro médico y su equipo profesional que consideraban “inadecuado”.
De acuerdo con el historiador iraní estadounidense Abbas, el exemperador Pahlevi se sentía como un prisionero en el hospital Paitilla y había dejado de confiar en el Gobierno panameño, especialmente en el general Torrijos, quien supuestamente no lo respetaba, y lo había descrito como “el hombre más triste que hubiera conocido” y lo consideraba un dictador “acabado”.
Pahlevi tampoco estaba muy contento con los cargos que le hacía el Gobierno panameño, que le cobraba $21 mil mensuales, lo que incluía la alimentación y salarios de los guardias asignados a su protección.
Después de varios días de agonía, finalmente, el sha se negó a ser intervenido por los médicos panameños y dejó el país el 22 de marzo, partiendo hacia Egipto. Seis días después fue operado en un hospital de El Cairo por el equipo de Debakey para removerle el vaso.
En julio de ese año, moría en el hospital militar.
Mientras tanto, Panamá seguía con sus problemas, a los que se añadían escándalos de corrupción como Cofina, Van Dam, el millonario desfalco de la Caja de Seguro Social, y el creciente descontento de los panameños con el régimen militar.