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- 12/01/2024 00:00
- 11/01/2024 19:27
Tantos factores concurren y tan difíciles de conciliar son los intereses de las partes involucradas, que la única certeza de las elecciones presidenciales y legislativas del 13 de enero en Taiwán es que nadie sabe realmente qué rumbo tomará el conflicto en el estrecho de Taiwán una vez elegido el nuevo presidente. Pero lo que nadie descarta es que el resultado de los comicios podría encender la mecha de un enfrentamiento mayor que arrastre a China y Estados Unidos, las dos grandes potencias económicas y militares del planeta, a una guerra de consecuencias catastróficas nunca vistas para la humanidad y el destino del mundo.
La tensión ha sido cíclica en la zona desde que, en 1949, el partido nacionalista Kuomintang (KMT) se refugió en la isla y monopolizó el poder luego de ser derrotado en la guerra civil por los comunistas de Mao Zedong. Hubo dos crisis con escaramuzas intermitentes en plena Guerra Fría y tras la aceptación del statu quo de un Taiwán independiente de facto pero no de iure. Siguió una tercera en los años 90, incluido el lanzamiento de misiles chinos, por entender Pekín que Taiwán desafiaba ese estatus y avanzaba hacia la independencia. Ahora, en un contexto completamente distinto, los equilibrios parecen más frágiles que nunca.
Un Taiwán libre y próspero valora hoy, por encima de todo, su libertad. Aunque su sociedad está muy polarizada políticamente, sobre todo en cuanto a los derroteros por los que tiene que discurrir la relación con Pekín, el rechazo a integrarse en una China cada vez más beligerante y despótica es casi unánime. Los deriva autoritaria en Hong Kong, donde la otrora vibrante sociedad civil ha sido destruida, ha tenido un impacto mayúsculo en la opinión pública taiwanesa. La fórmula del «un país, dos sistemas», pensado inicialmente para Taiwán como opción atractiva para la ciudadanía en tanto que debía preservar las libertades, ha sido un fracaso y un engaño.
El anhelo taiwanés choca frontalmente con la pretensión del Partido Comunista chino (PCCh) de recuperar como sea el «territorio sagrado» de Taiwán para la madre patria, pese a que su pertenencia a China es históricamente discutible. En el reciente discurso de fin de año, Xi Jinping volvió a insistir: «la reunificación es inevitable». Taiwán es la pieza que falta en el ambicioso «sueño de China» concebido por el presidente chino y que tiene en 2049, en el centenario de la fundación de la República Popular, el horizonte de su consecución. Que Xi esté convencido de su misión histórica, y que en esa cruzada tenga garantizado que no tendrá oposición interna tras acabar con el liderazgo colectivo en el seno del partido, no ayuda a despejar los temores de una escalada del conflicto.
Podemos creer al PCCh cuando aboga en su retórica por una «reunificación pacífica» que cierre lo que la propaganda oficial llama “el siglo de la humillación» occidental. China no quiere una guerra ahora, primero, porque no tiene la certeza de ganarla. Y en segundo lugar, porque su modernización sigue siendo su principal prioridad y en ese proceso su dependencia tecnológica de Estados Unidos y del mundo occidental sigue siendo evidente. Ha tomado nota, por tanto, de la reacción occidental contra Rusia por su invasión de Ucrania. Pero en dos circunstancias esto podría cambiar. Por un lado, si Taiwán cruza lo que Pekín considera una línea roja, por ejemplo declarar la independencia, irá a la guerra sin importarle las consecuencias.
Por otro, aunque tiene otras opciones como el bloqueo de isla, una superpotencia económica y militar en ascenso como la China actual podría invadir Taiwán en el momento que crea que puede hacerlo con éxito y un nivel aceptable de riesgos y costes. Además de la resistencia más o menos numantina que Taiwán pudiera presentar, el principal riesgo para China sería la entrada de Estados Unidos en el conflicto. La «ambigüedad estratégica» de Washington de las últimas décadas ha sido un factor disuasorio, al no poder China predecir la respuesta estadounidense. Pero ahora Washington tiene sus propias razones para impedir la toma de Taiwán por China.
No es solo la guerra ideológica de nuestro tiempo entre democracias y autocracias, ni la desglobalización y rivalidad actual entre la primera potencia del mundo y la que aspira a serlo. Según distintos analistas, si China accede al control de la llamada primera cadena de islas, donde está Taiwán, podría proyectar su poder hacia la segunda cadena de islas hasta el bastión estadounidense de Guam y dividir el Pacífico en dos. Y no solo eso: también comprometería la maniobrabilidad de EE.UU. con sus aliados regionales, que eventualmente tendrían que aceptar una pax sínica que trastocaría el equilibrio en el Pacífico y, por tanto, en el orden mundial. Está en juego el fin de la hegemonía de EE.UU. en Asia y la transición de poder a China.
En este contexto, ¿cómo votarán los taiwaneses? Es difícil predecirlo, porque la sociedad taiwanesa es compleja, no hay una división ideológica clara entre izquierda y derecha, y la polarización política es extrema. Los descendientes de los que llegaron a la isla en 1949 se identifican con el KMT, partido de tradición conservadora que no ha sabido renovarse y, por tanto, tiene poco predicamento entre los jóvenes. Apuesta por el diálogo con Pekín, pero su excesiva cercanía con este, incluido un acuerdo integral de cooperación con China que provocó un mayoritario rechazo popular, el «movimiento de los girasoles», dio el poder al Partido Demócrata Progresista (DPP) en 2016.
El DPP, de corte liberal, actualmente en el poder y con los sondeos a favor, recoge el voto más beligerante contra Pekín, pero es importante entender que en ambos partidos hay muchos matices, incluso con perfiles abiertamente antichinos en el KMT y personas del DPP que no apoyan la independencia. De hecho, el electorado taiwanés se ha caracterizado por castigar a los líderes y a los partidos que han puesto el statu quo en peligro, ya sea por su acercamiento a Pekín o por impulsar la independencia de la isla. Según una encuesta en un medio local, el 46% de los taiwaneses cree que habrá guerra en los próximos cinco años.
Y sin embargo, mientras los taiwaneses viven rutinariamente las operaciones de influencia y las incursiones navales y aéreas de China en su territorio, no hay en Taiwán nada parecido a una resistencia organizada “a la ucraniana”. Oficialmente, se combate la desinformación y los ciberataques, hay límites a la presencia china en la economía nacional y la financiación política y mediática, las infraestructuras críticas y la inversión en semiconductores de la República Popular están fuertemente restringidas.
Sin embargo, entre la población, la división es evidente, empezando por unas élites cercanas a Pekín por los beneficios económicos que el mercado chino ofrece. La falta de unidad es percibida como una debilidad en el contexto de unas elecciones que, quizá, marquen el futuro en la zona más caliente geopolíticamente del planeta. Las consecuencias pueden ser desastrosas para los implicados, la economía global y la paz mundial. En los comicios se dirime, según las fuerzas políticas a ambos lados del estrecho, «una cuestión existencial», una elección “entre la paz y la guerra».