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- 23/12/2023 00:00
- 22/12/2023 19:45
El 7 de octubre de 1952, siete años después del fin de la Segunda Guerra Mundial y ocho años tras el fin de la batalla por Leningrado, nació nuestro protagonista, Vladimir Vladimirovich Putin. El tercer hijo de Vladimir Spiridonovich Putin y Maria Ivanovna Putina.
Los hermanos de Putin murieron antes de su nacimiento, uno en su infancia y el otro murió de difteria e inanición durante el asedio de Leningrado en la Segunda Guerra Mundial. El asedio duró dos años y cuatro meses, durante el cual las fuerzas nazis impidieron el ingreso de agua y suministros médicos a la ciudad rusa. Más de 1,5 millón de civiles murieron durante el asedio.
La madre de Putin, inclusive, fue echada al trineo que recogía los muertos en la ciudad, cuando la encontraron desmayada en su hogar, pero despertó antes que fuese removida. Este es el escenario que vio crecer a Vladimir Putin. Una ciudad gloriosa destruida. Una generación sin padres, la mayoría en fosas comunes y los desafortunados sobrevivientes eran nada más que unos fantasmas incapacitados por sus heridas físicas (como las del padre de Putin) o mentales.
Las madres, como la de Putin, debían trabajar por ley y por necesidad. El mundo posguerra en Rusia no fue como en EE.UU., no había aspiradoras, ni refrigeradoras, no había lavadoras ni carros familiares ni mucho menos un hogar propio. Putin y su familia vivían en una kommunalka (hogares soviéticos donde varias familias compartían el mismo baño, cocina y áreas comunes, si había).
El niño que fue Vladimir Putin era de baja estatura para el promedio y de contextura delgada (inclusive como adulto Putin no supera el 1,70 metro). La primera educación que recibió Putin, y la más formativa en toda su vida, fue las reglas del “dvor”. Y es justo al dvor que vio crecer a Putin a donde el “fantasma de la Navidad pasada” lleva a nuestro protagonista.
La espada y el escudo
El “dvor” es la palabra rusa para patio, pero para los baby-boomers soviéticos es mucho más que una palabra. La primera generación posguerra en la Unión Soviética se crió en el dvor de su respectiva kommunalka. Normalmente no era más que un patio de concreto o ni siquiera. Sin la supervisión de los padres, quienes estaban trabajando en las fábricas, fue la ley de la fuerza la que educó a estos baby-boomers soviéticos.
Las reglas eran similares a las que uno se imagina que hay en una cárcel, pero con niños. La lealtad a tu dvor, cumplir tu palabra, no mostrar miedo, respetar a los más fuertes, etc.
El niño Putin, delgado y bajo, no debió tener una infancia fácil. A los 12 años empezó a estudiar judo y sambo (arte marcial rusa), para compensar. Putin, según el mismo, se convirtió en un “spana”.
Un rufián, un pandillero, un ratero. Fue uno de 45 estudiantes en la escuela N193 de Leningrado al que se le negó el ingreso a los pioneros (el equivalente ruso de los boy scouts) por tres años, por su mala conducta. Pero en 1968, a sus 15 años, Putin encontró su inspiración: Alexander Belov.
Belov es el protagonista de una icónica serie soviética de cuatro entregas, titulada La espada y el escudo. Belov era un agente de la SVR (Sluzhba Vneshnei Razvedki), el brazo extranjero de la KGB (cuyo símbolo era una espada y un escudo). Belov no es el James Bond ruso. No es glamoroso. No es un mujeriego conquistador ni es un gatillo alegre. Belov es un personaje sobrio, sigiloso, paciente, y sobre todo tiene siempre presente que toda su existencia le pertenece y se la dedica a la madre patria.
La icónica película de cuatro partes empieza con una canción cuya primera estrofa dice así: “¿Dónde comienza la patria? Comienza con una imagen en tu cartilla, Comienza con buenos y fieles camaradas, Viviendo en el dvor de la vecindad”.
La pesadilla de Dresde
El dvor crió a Putin y La espada y el escudo le dieron propósito al joven pandillero. En 1975, Putin se une a los cuadros de la KGB, emulando a Belov. Pero tras 10 años de fiel servicio a la KGB, cubriendo asignaturas básicas, como seguir a dignatarios extranjeros en Leningrado o posando como un vendedor de zapatos en Nueva Zelanda, el niño del dvor apenas logró ser el enlace de la KGB con la oficina de la STASI (la abreviatura popular para el Ministerio de Seguridad del Estado - Ministerium für Staatssicherheit) en Dresde, Alemania del este. Y es allí, en la pequeña oficina de la KGB en Dresde, dentro de la jefatura de la STASI, que el ”fantasma de la Navidad” llevó a Putin en este cuento de Navidad.
El 25 de diciembre de 1991. Un día que está marcado en la memoria de Vladimir Putin y que su memoria lo ahoga en terror, desesperanza y desilusión. Solo la convicción de la venganza, esa convicción que aprendió a demostrar a puños en el dvor, mantiene esa memoria contenida en la psique del líder ruso.
Muchos recordarán el 25 de diciembre de 1991 simplemente como la Navidad de ese año. Otros recordaran las imágenes en los noticieros: la bandera roja con la hoz y el martillo descendiendo por última vez. El 25 de diciembre de 1991, Ucrania, Bielorrusia y otras 12 repúblicas soviéticas partieron con la U.R.S.S. Y Rusia elevó la bandera tricolor que conocemos hoy. Gorbachev renunció y Yeltsin asumió la Presidencia. Fue el día que la madre patria desapareció. Vladimir Putin, de 40 años, estaba viendo su mundo colapsar.
Toda su identidad forjada alrededor de la fuerza, lograr ser teniente coronel de la KGB, y ahora estar acorralado destruyendo papeles en una oficina en Dresde. Putin vio su país desaparecer mientras una turba anticomunista intentaba quemar la estación de la STACI en donde se encontraba.
En 2005, Putin llegó a calificar ese día como la mayor catástrofe geopolítica del siglo”.
El padrino de Leningrado
Tras su regreso a Leningrado, nuestro protagonista entendió la última lección que el dvor de la vida le tenía que dar. En su juventud, Putin supo asociarse con los más fuertes, como los hermanos Arkady y Boris Rotenberg, quienes le enseñaron judo y cuidaron de Putin en su infancia (y hoy han sido premiados con más de $3,5 mil millones y el control de la compañía constructora y de cableado eléctrico más grande del país). Luego Putin se cobijó con el poder de la KGB. Pero el dvor de la vida no tiene comodines, padrinos o quienes cuiden de ti. Así que Putin se dispuso a ser él el padrino, el rufián, el poder del barrio.
En 1991 empezó a trabajar como asesor internacional del alcalde de Leningrado, Anatoly Sobchak. Comenzó en Leningrado trabajando como el rufián del alcalde Anatoly Sobchak.
Durante sus años en la alcaldía de Leningrado, Putin llegó a controlar las mafias postsoviéticas que controlaban el comercio irregular de la ciudad. En menos de un año de gestión, fue acusado e investigado por alterar registros de comercio en donde se malversaron unos $93 millones. Pero su poder acumulado lo mantuvo en el puesto, pese a los llamados para su despido.
En 1996, cuando Anatoly Sobchak no logró la reelección, Putin se mudó a Moscú, donde trabajó como subjefe del Departamento de Administración de Propiedades Presidenciales, el departamento que se encargaba del traspaso de propiedades de la U.R.S.S. a la Federación Rusa.
La influencia y poder político que logró acumular lo catapultó a primer ministro en 1999 y, a lo Frank Underwood, llegó a ser presidente interino el mismo año y luego la reelección en 2000.
Desde entonces, Vladimir Putin más nunca permitió ser número dos de nadie. Premió la lealtad de sus compañeros y castigó la traición en público, sino pregúntenle a Sergei Skripal, Alexander Litvinenko, Anna Politkovskay, Boris Berezovsky, Yevgeny Prigozhin y cientos de otros.
Al cierre de este cuento de Navidad soviética, el “fantasma de la Navidad por venir” lleva a nuestro protagonista al 25 de diciembre de 2024. Moscú, el Kremlin, una ciudad gloriosa derruida y en pobreza. Una generación sin padres, la mayoría en fosas comunes y los desafortunados sobrevivientes son nada más que unos fantasmas incapacitados por sus heridas físicas y mentales.
Las madres trabajando por ley y por necesidad. No hay aspiradoras, no hay refrigeradores, no hay lavadoras, ni carros familiares, ni mucho menos un hogar propio. Rusia ya no es el más fuerte o rufián del dvor internacional y se debe a China y comparte rango con Corea del norte, Irán y Venezuela. El orgullo de una nación ahogado en terror de una retaliación occidental, el desespero de la incapacidad de sus fuerzas militares, y la desesperanza y desilusión de una vida desperdiciada por la ambición desmedida de un pequeño niño del dvor.